El olvido de Francisco Boix y sus compañeros de infortunio evidencia la ausencia de una legitimidad de origen de los populares, frente a sus homólogos europeos, conservadores, democristianos o liberales
Ceremonia de homenaje a Francisco Boix en París. TW ANNE HIDALGO
El 16 de junio de 2017, el fotógrafo, el deportado en el campo de Mauthausen, el testigo de Nuremberg, el español Francisco Boix fue enterrado con honores en el cementerio Père Lachaise, honrado por las autoridades francesas y ninguneado por las españolas, que se limitaron a enviar a la ceremonia a una representación consular de bajo perfil. El presidente del Gobierno, que en este caso no podía alegar lejanía para eludir su presencia en el acto ya que se encontraba ese mismo día en París para departir con el flamante presidente de la República, Macron, no creyó necesaria su presencia. Es posible que, muy en su estilo, pudiera alegar desconocer todo acerca de esa persona de la que usted me habla, a pesar de que el Congreso de los Diputados le mandatara por unanimidad para acudir a la ceremonia en representación del pueblo español. En su descargo hay que decir que no desmerece en absoluto de la tradición de su partido: su otrora mentor, José María Aznar, llegó a sostener que «España estuvo en las Azores porque no pudo participar en el desembarco de Normandía, que es donde debería haber estado«. Sería demasiado fácil atribuir a la ignorancia tanto el comportamiento del uno como la afirmación del otro. Significaría que este país ha estado gobernado doce años –y lo que quede de esta legislatura–, ocho de ellos con mayoría absoluta, por un par de indocumentados, y no es así. Lo que pasa es que el pensamiento, las acciones, las omisiones y los lapsus revelan una manera de entender el pasado. Las representaciones sociales son instrumentos poderosos para que los individuos hagan inteligible la realidad en la que se encuadran, proporcionándoles una guía para la acción social y política. Y de todos estos elementos que conforman el imaginario de los dirigentes, militantes y votantes conservadores españoles, se deduce que la derecha española mantiene una complicada relación con el pasado reciente.
Durante el periodo de entresiglos que coincide con la expansión de la contrarrevolución neoconservadora, su expresión política en España ha venido pugnando por conseguir y consolidar posiciones estratégicas en el ámbito de la interpretación de la historia contemporánea y de sus episodios fundamentales: la República, la guerra y el franquismo. Tras la etapa acomplejada de la transición y la postransición, aquella en la que los conversos a la democracia procuraron que se olvidaran sus orígenes y el neófito y aún frágil Aznar vindicaba el legado de Manuel Azaña, los primeros intentos de revisar el pasado a beneficio del presente fueron firmados por un prolífico aficionado a quien un patético Stanley G. Payne pretendió proteger bajo el manto de su declinante prestigio académico. La mascarada duró lo que tardó en aflorar, al calor del think tank conservador, FAES, y de algunas universidades de nuevo cuño una hornada de historiadores dispuesta a disputar el combate por la hegemonía del relato sobre aquellos tres escenarios históricos.
Durante las legislaturas de 2004 a 2011, la historia reciente se erigió en campo historiográfico y, sobre todo, político. La conmemoración del septuagésimo aniversario del comienzo de la guerra, la aprobación de la ley de la memoria histórica y las iniciativas para exhumar las fosas del franquismo fueron objeto de aguda controversia. El argumentario de la derecha giró en torno a tres conjuntos de ideas básicas: la República fue un régimen radical, poco inclusivo y tendente a la confrontación violenta; el franquismo, aunque innegablemente autoritario, fue un régimen funcional, autorregenerado al compás de la evolución del contexto internacional y del crecimiento interno sobre la base de una mayoría silenciosa de pujantes clases medias; y la transición, un proceso en el que se hizo tabla rasa de todo lo anterior para conseguir una democracia que podría verse abocada a la desestabilización si, cuestionando el pasado, se procedía a su reevaluación crítica con el pernicioso corolario de la reapertura de viejas heridas.
De la primera afirmación de derivaron obras colectivas como la de Del Rey Reguillo, Palabras como puños. La intransigencia política en la Segunda República española (2011), o la muy reciente de Álvarez Tardío y Villa García, 1936: Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (2017). La segunda se asentó sobre las bases ya establecidas por el sociólogo Juan Linz. En el boletín de FAES, Cuadernos de pensamiento político, de abril-junio de 2009, el catedrático Manuel Ramírez estableció una evolución del franquismo en tres fases: el franquismo bajo influencia totalitaria, el franquismo católico-empírico y el tecnopragmático. Nostálgicos sin complejos como Suárez Fernández fijarían un canon menos alambicado y más contundente en el polémico Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia. No es de extrañar, en cualquier caso, que el franquismo se concibiese como la ballena que llevaba en su estómago al Jonás de la democracia, que solo tuvo que aguardar al encallamiento del cetáceo para salir a la luz. Un cierre del círculo revisionista al que aspira la tesis de Álvaro de Diego, cuyo título no deja lugar a dudas: La Transición sin secretos. Los franquistas trajeron la democracia (2017).
Si en el ámbito historiográfico la derecha aún encuentra réplica a sus intentos de extender su relato, a pesar de su capacidad para amplificar sus tesis gracias al conglomerado oligopólico de los medios de opinión, hay que reconocerle que, en el terreno del discurso social o de sentido común, la ventaja adquirida es incontestable. Sería inacabable la cita de intervenciones destinadas a modelar la opinión pública en el sentido de una percepción peyorativa de la República, condescendiente con el franquismo y reverente con la interpretación elitista de la transición. El periodo de los mandatos de Rodríguez Zapatero estuvo plagado de ellas, desde la «guerra de las esquelas» en la prensa conservadora con motivo de la entrada en vigor de la ley de la memoria histórica hasta las controversias en comisión parlamentaria sobre la «saturación» de películas y documentales sobre la guerra civil que emitía RTVE o la línea argumental de seriales de sobremesa que presentaban, a su juicio, «una visión idealizada de la II República, marcando una línea divisoria entre las dos Españas, hurgando una vez más en la herida de la guerra civil» teniendo en cuenta que más de un tercio de su audiencia pertenecía a la tercera edad. Curiosamente, la sensibilidad de sus señorías no se veía afectada por la continuidad en bucle de un programa, Cine de barrio, auténtico aquelarre del franquismo sociológico y apología autocomplaciente del subdesarrollo cultural y moral.
El mantenimiento de este discurso una vez sustituido el gobierno socialista por el de Mariano Rajoy demostró que las representaciones sobre la República, la guerra y el franquismo no eran coyunturales, sino que forman parte intrínseca de la ideología del conservadurismo español y de su estrategia de guerra cultural contra la izquierda. La exministra de Educación y Ciencia y expresidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, a la que se debe la trama de universidades privadas erigidas en trinchera contra el sedicente izquierdismo de la universidad pública –amén de la charca que ha enfangado durante décadas la región–, dejó en legado una tercera de ABC absolutamente antológica. Con la soberbia del autodidacta, la condesa aseguraba que «no hay que ser un historiador avezado, basta con ser un lector mínimamente crítico de los libros de Historia, para saber que la II República fue un auténtico desastre para España y los españoles». La inspiradora del thatcherismo castizo ejecutaba una pirueta magistral para evitar definir el franquismo como lo que fue: «El rotundo fracaso de la experiencia republicana lo conocían muy bien los políticos responsables de 1977 cuando propugnaron una amnistía (siempre hay que recordar que amnistía viene de una palabra griega que significa olvido) total sobre los hechos acaecidos en los cuarenta años anteriores«. A nadie sorprenderá que en el currículum oficial de Secundaria de la Comunidad de Madrid, el periodo comprendido entre 1939 y 1945 fuera designado como «la era de Franco», ni que en agosto de 2014, alguien para quien la ignorancia del Griego y de la Historia nunca supuso un problema para labrarse una carrera política, Rafael Hernando, agitara las redes sociales con la ocurrencia de que «las consecuencias de la República llevaron a un millón de muertos«, una barbaridad equivalente a que un diputado de la CDU dijera en Alemania que Weimar fue la responsable de los cincuenta millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial. Batallas de la política municipal, como las libradas entre distintos ayuntamientos y sus respectivos grupos de oposición conservadora en torno a los cambios de nombre en el callejero o en la supresión de la coletilla «del Caudillo» en poblaciones de colonización agraria son muestra de que, para la derecha, este no es un tema baladí.
Porque, en última instancia, el tema de Boix y sus compañeros de infortunio nos remite a la clave del problema: al contrario que sus homólogos europeos, conservadores, democristianos o liberales, los populares españoles no participan de una legitimidad de origen fundada en la victoria contra el fascismo, sino que son el resultado de una evolución adaptativa del bloque de poder que promovió y usufructuó la dictadura y, en principio, pretendió salvaguardar lo que pudiera de ella. En la cúpula del PP no hay un Sarkozy promoviendo en los institutos la lectura de la carta de despedida de Guy Moquet, joven resistente comunista fusilado por los nazis en 1941. No cuentan con el Jean-Claude Juncker que, como primer ministro luxemburgués, culminaba el prólogo de un libro homenaje a los brigadistas de su país en estos términos: «La conmemoración más importante –y también el mayor reconocimiento de los méritos históricos y personales de los «combatientes de España»– son nuestros pasos de libertad, nuestros pasos de justicia, nuestros pasos de amor en las arenas comunitarias e individuales de nuestro día a día político y personal. Pues la libertad está siempre cercada. Como Madrid en 1936. ¡No pasarán!» En el PP no tienen a una Angela Merkel dispuesta a limpiar el ejército de simpatizantes del nacionalsocialismo y a aplicar todo el peso de la ley a los infractores de las leyes de exaltación del Tercer Reich.
Tienen, por contra, a un presidente que deja pasar la ocasión de serlo de todos los españoles, incluidos aquellos a los que Max Aub describió de manera desgarradora en Campo de los almendros: «Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España, los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo. No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides».
La derecha española tiene unos órganos de propaganda como aquel que, con motivo del aniversario de las elecciones del 15 de junio de 1977, publicó una delirante portada, joya del humor idiosincrático marca de la casa, en la que se atribuían a Fraga los votos del PP actual y a Ciudadanos los de la UCD de entonces, reclamando así la herencia de una Alianza Popular liderada por un cenáculo de jerarcas del búnker e incurriendo en el anacronismo de creer que, con tal combinación electoral, la transición habría dado idénticos resultados. Una vindicación que, en última instancia, evidencia que la derecha mantiene con mayor coherencia y menor empacho que la izquierda el hilo de la memoria con su pasado.
La derecha, por último, tiene a un expresidente cuya concepción estrecha de lo español le llevó a desconocer la intervención de la Compañía La Nueve en la liberación de París, o el papel jugado por los miles de guerrilleros españoles en el sur de Francia o en las operaciones contra la retaguardia alemana en el frente ruso, o la resistencia interior que el catalán Francisco Boix, el madrileño Saturnino Navazo, el asturiano Luis Montero y así hasta 9.300 rotspanier –rojos españoles– llevaron a cabo en los campos de concentración nazis. Aquellos, por cierto, a los que les había arrojado como apátridas «cuyo regreso no interesa» un personaje, Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores, al que un canal de televisión líder de audiencia en la España pastoreada por el PP dedicó hace poco un glamuroso, almibarado y falsario serial. Pero, claro, como dijo Mayor Oreja, aquellos fueron tiempos de extraordinaria placidez y, a la postre, el biopic de los amores de la marquesa de Llanzol y el cuñado de Su Excelencia trataba sobre ricos, guapos y, sobre todo, vencedores. Siempre ha habido clases.
Fernando Hernández Sánchez. Profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales. Universidad Autónoma de Madrid.
Fuente: http://ctxt.es/es/20170621/Firmas/13437/Francisco-Boix-derecha-Paris-pasado-CTXT.htm