Hace tiempo que la coherencia, entendida como mantener unas mismas ideas a lo largo del tiempo, dejó de ser importante. En su lugar surgió el derecho a cambiar, equivocarse, rectificar. Tiene sentido, pues la coherencia puede ser una cifra que no arrastre ningún valor. Hay coherencia, pongamos, en seguir pensando durante décadas que el dolor […]
Hace tiempo que la coherencia, entendida como mantener unas mismas ideas a lo largo del tiempo, dejó de ser importante. En su lugar surgió el derecho a cambiar, equivocarse, rectificar. Tiene sentido, pues la coherencia puede ser una cifra que no arrastre ningún valor. Hay coherencia, pongamos, en seguir pensando durante décadas que el dolor de los demás no cuenta. Por otro lado, dejar a un lado la coherencia significa aligerar el peso de la vida, no tener que cargar con gustos, ideas, incluso convicciones que hoy parecen erradas, y eso en principio está bien. Tal vez el único valor que sí tenga asignado la coherencia, y del que no es sencillo desprenderse, sea la integridad de los argumentos.
Si lo que un día se argumentó con convicción ahora es dejado atrás, parece legítimo que quien asiste al cambio, más allá de juzgar adecuada o no la elección de hoy o la de entonces, se pregunte por la fiabilidad de las conclusiones alcanzadas. Si quien hoy argumenta que los barcos son buenos, ayer con idéntico énfasis argumentó que eran malos, ¿podré creer, no ya en su convicción, que respeto pues respeto su derecho a cambiar, sino en su lógica? ¿o pensaré que quien defiende una cosa y su contraria acaso está, como ciertos sofistas, embaucando su propio entendimiento y el ajeno? El dilema no es sencillo, probablemente haya que resolverlo en cada caso atendiendo a las causas que motivaron el cambio, las circunstancias, los días. Y combinar el respeto a los cambios con una mayor atención a palabras y argumentos viejos y nuevos.
Viene esto al hilo de la palabra ilusión y de los largos tiempos en que ésta y su ya cómico derivado ilusionante atribuidos al PSOE desataban risas no por bien humoradas menos llenas de incredulidad y rabia. Viene, en fin, al hilo, de que proyectos como Podemos han tomado esa palabra de nuevo por bandera. Cuando se renegó de la ilusión no se quería renegar de los sueños sino del engaño, de lo que no se correspondía con la vida. Por eso tal vez convenga modificar el campo semántico de la ilusión y llenarlo también con lo difícil. Describamos lo difícil en las conversaciones, en los artículos y propuestas, pensemos en millones de personas ocupadas en resolver lo difícil. Pues imaginar las cosas difíciles no significa tener miedo o desánimo sino, al contrario, acercar lo que está lejos, empezar a convertirlo en realidad.
https://www.diagonalperiodico.net/culturas/24746-cosas-dificiles.html