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Las cosas, por su nombre

Fuentes: Insurgente

El reciente llamado (octubre) de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) a renovar el compromiso contra el hambre me despierta una analogía. Tal parece que una porción de la humanidad está reproduciendo el acto de Ulises de amarrarse al mástil de su nave y ordenar a sus compañeros taponarse […]

El reciente llamado (octubre) de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) a renovar el compromiso contra el hambre me despierta una analogía. Tal parece que una porción de la humanidad está reproduciendo el acto de Ulises de amarrarse al mástil de su nave y ordenar a sus compañeros taponarse los oídos con cera para no sucumbir a la seducción mortal del canto de las Sirenas.

Una «agraciada» y minoritaria parte de los terrícolas se niega a escuchar la alarma sobre una penuria mundial «inaceptablemente alta cuando hay alimentos para todos», como ha subrayado otra fuente que desmiente a Malthus (1766-1834), aquel meditador inglés que intentaba legitimar la explotación capitalista con la tesis de que el aumento de la población responde a una progresión geométrica, en tanto el incremento de los medios de subsistencia solo ocurre en progresión aritmética. Como ley inapelable.

Según la autorizada voz de Jacques Diouf, director de la FAO, «nuestro planeta produce alimentos suficientes para toda la población; ¿porqué 854 millones de personas se van a la cama con el estómago vacío?» Buena pregunta. Ahora, para empezar en el camino de la solución deviene necesario, como premisa, llamar las cosas por su nombre. Si a estas alturas resulta más que aceptada la aseveración de que el progreso de la ciencia y de la técnica lleva a un aumento enorme de las fuerzas productivas, y hace que el rendimiento de la producción social se acreciente con una rapidez sensiblemente mayor a la del aumento de la población, ¿quiénes son los culpables de que solo se haya «cumplido gradualmente» (más bien, incumplido) el Derecho a la Alimentación, famoso artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos?

Recordemos que el orbe sigue dirigido por aquellos cuyas faltriqueras rebosan de plusvalía: «valor creado por el trabajo del obrero por encima del valor de su fuerza de trabajo y que el capitalista se apropia a título gratuito» -mera síntesis de manual-; o sea, el trabajo no pagado, el que se embolsilla el malhechor de cuello blanco que llaman dueño.

Malhechor que medra a expensas de la enajenación de la propia esencia del trabajador. Porque no hay que ser docto para apreciar lo que Marx descubría y describía, encrespado, casi desde el inicio de su discurrir filosófico, económico, político (1844): En las condiciones del sistema social basado en la propiedad privada, el obrero afronta el producto de su trabajo como una potencia extraña, independiente de él, cuya vida, puesta en el objeto, deja de pertenecerle, de manera que crea y multiplica las riquezas a costa de su miseria. Del hambre.

No sé si me he expresado con suficiente aliño conceptual. Pero ello no me preocupa en demasía, pues aquí lo importante es que esos machos cabríos -eufemismo, por supuesto- que detentan las fábricas, la tierra y las finanzas andan enmarañando la pita y destrozándole la existencia a 854 millones de seres, los hambrientos, distribuidos de la siguiente guisa: 820 millones en los países en desarrollo, 25 millones en los de economía de transición (lástima de terminología aséptica, convencional) y nueve millones en las naciones industrializadas. Ni los Estados Unidos de Norteamérica, de tripas dizque pletóricas, escapan de una realidad hiriente, con sus más de 36 millones de pobres. De personas aún más enajenadas.

Y digo enajenadas, o alienadas, no solamente por lo que escribía arriba. Muchas de ellas, en el sentido que planteaba Antonio Gramsci, el gran marxista italiano. En el modo de producción capitalista el poder está dado fundamentalmente por la hegemonía «cultural» que las clases dominantes logran ejercer sobre las sometidas, «educadas» en la aceptación de su sometimiento y de la supremacía de las otras como algo natural y conveniente… ¡En cuántas ocasiones no se ha generado un sentimiento de identidad interclasista en contra de un «enemigo exterior», en pro de un supuesto destino nacional!

Qué triste que algunos norteamericanos, en verdad cada vez menos, aprueben el hecho de que su presidente desande los cuatro confines combatiendo el «terrorismo» universal, con medidas como el gasto de 610 mil millones de dólares con miras a la guerra en la añosa Mesopotamia. Esto, sin contar los últimos 70 mil millones aprobados por el Senado para Iraq y Afganistán, en conjunto.

Cifras astronómicas que bien pudieran al menos paliar ese engendro del capitalismo que es el hambre, aunque la salida definitiva resulte la eliminación de la enajenación del trabajo, de la propiedad privada. Propiedad de aquellos que, remedando al héroe homérico, a Ulises, se empeñan hoy en soslayar ciertos «cantos» de sirena.

Veremos hasta cuándo.