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Las desconocidas

Fuentes: Ctxt

La mayor movilización feminista de la historia de España se produce en el contexto de la mayor radicalización derechista

He escrito otras veces que una sociedad empieza a habitar el umbral del «fascismo» cuando sus miembros dan por supuesto -y reaccionan a la medida de esta convicción- que sólo se puede esperar lo peor de los desconocidos. Podría decirse que bajo el capitalismo, donde el «contrato» regula económicamente los vínculos individuales, la desconfianza es ya un presupuesto antropológico, pero el contrato no es incompatible con la ingenua confianza en el pescadero, al que preguntamos si las sardinas están frescas (aunque su interés sea más bien mentir), o en el viandante al que consultamos la hora o la localización de una calle. Hace falta el derrumbe de todos los contratos, comenzando por el llamado «contrato social», para que los desconocidos de pronto se vuelvan fuente de amenaza y para que, al mismo tiempo, el círculo de los conocidos, al que queremos ceñir el desamparo de nuestra vida, se contraiga hasta la clausura neurótica. Los primeros desconocidos, los más visibles, son obviamente los «extranjeros», víctimas de esa inversión psicológica, explotada muchas veces a lo largo de la historia bajo el nombre de «chivo expiatorio», que convierte precisamente al más débil, rodeado, él sí, de desconocidos, lejos de su tierra, en el más desconocido de todos y, por eso mismo, en la mayor fuente de peligro.

La traducción política de este paso de la desconfianza contractual al terror antropológico es el desplazamiento del áspero eje schmittiano amigo/enemigo al mucho más estrecho conocido/desconocido. La decisión política por excelencia es -decía el jurista filonazi Carl Schmitt- la de trazar una línea entre amigos y enemigos para regular a continuación la relación con el adversario. A los enemigos, claro está, hay que combatirlos, pero también se puede negociar con ellos; y el reconocimiento de ese estatuto -el de enemigo- era para Schmitt la condición misma de la reglamentación y la negociación. El eje conocido/desconocido es, en este sentido, mucho más primitivo y excluyente. La decisión política de distinguir a los conocidos de los desconocidos es acompañada, en el mismo gesto, de la imposibilidad de todo arreglo o acuerdo. Con los enemigos se negocia; a los desconocidos se los expulsa o extermina.

¿Quiénes son los desconocidos? En primer lugar los que están «fuera» y pretenden entrar: los invasores de toda laya, incluidos los marcianos. Así se genera ese falso club de conocidos, más o menos amplio, que llamamos Nación: yo no veo ni pobres ni ricos, ni hombres ni mujeres, sólo veo españoles, decía Rivera contra los independentistas catalanes y contra los «comunistas». Pero esa actividad clasificatoria, en precipicio enloquecido, va cerrando cada vez más «España», como el caballo blanco de Santiago, y el desconocido se vuelve enseguida interno: el inmigrante, claro, completamente marcianizado, pero también, sí, el catalán, la feminista, el activista de izquierdas. El eslogan «los españoles primeros» es inseparable de la virtual decimatio demográfica del número de españoles, reducidos al angosto ámbito de mi tribu ideológica. La imagen de Santiago Abascal asomado a un balcón con la bandera española y tocado con un morrión imperial del siglo XVI es una buena síntesis de esta matanza ideológica: la «reconquista» apunta precisamente a todos esos «desconocidos internos», población numerosísima de la anti-España histórica, que amenazan con convertir la Nación en un país extranjero. Digamos la verdad: España ha estado siempre felizmente poblada de «extranjeros internos». Pero digamos la verdad: salvo en períodos muy breves de «olvido» democrático, España ha estado siempre infelizmente poblada de extranjeros internos en peligro.

Las guerras civiles -recordémoslo- son guerras entre conocidos. O mejor dicho: son las guerras que estallan inevitablemente cuando los conocidos se convierten en desconocidos internos. No hay nada más amenazador -«lo siniestro», según Freud- que el hecho de que un conocido devenga de pronto extraño, irreconocible, incomprensible. Contra él se desencadena no el odio impersonal de los fuertes contra los débiles sino la concreta rabia aniquiladora de los despechados, los traicionados, los acorralados: los que defienden su pequeña casa del vecino felón. Esta actividad clasificatoria astringente en torno al eje conocido/desconocido anuncia, según el título de un viejo libro de Hans Magnus Enzensberger, «perspectivas de guerra civil» en toda Europa. En España, que ostenta el récord histórico de guerras fratricidas, deberíamos tener mucho cuidado a la hora de recuperar este modelo de memorización intravenenosa.

En todo caso, si el destropopulismo consiste en la multiplicación alófoba del número de los desconocidos, la solución no está en defender el cosmopolitismo abstracto o los grandes principios descarnados; se tratará más bien de aceptar este marco de las cortas distancias como territorio en disputa para ampliar, en dirección contraria, el número de los conocidos. Los conocidos son siempre «ficciones»: nos tranquiliza, por ejemplo, tropezar con un español en un mercado de Bali, con independencia de su voto, su equipo de fútbol o sus aficiones. «Español» es una ficción performativa y vinculante; «internacionalista», por ejemplo, no. Si queremos ejercer el internacionalismo habrá que estirar y estirar, contra la construcción de desconocidos internos, el número de los conocidos internos que llamamos «España».

Por eso es tan importante el feminismo. Porque si se trata de aumentar el número de los conocidos desde las cortas distancias, ningún movimiento cuenta con una experiencia histórica más favorable y potencialmente más «universal». La guerra civil se produce -decíamos- cuando los conocidos se convierten en desconocidos internos. Pues bien, el feminismo consiste en subvertir esta metamorfosis; en voltear su tendencia excluyente y neurótica. Sólo hay «guerra de sexos» -y sólo por parte de los hombres contra las mujeres- cuando las mujeres son consideradas, como ha ocurrido a lo largo de la historia y sigue ocurriendo en tantos sitios, como «desconocidas». La relación de poder que llamamos patriarcado, con su cultura aparejada, ha transformado sin interrupción a las mujeres en «nuestras desconocidas internas». Los hombres se casaban siempre, y aún se casan muchas veces, con una «desconocida» (es decir, una «mujer»), lo que alimentaba al mismo tiempo su amenaza y su misterio; en cuanto a las «desconocidas» no casadas, aún más peligrosas, sólo podían ser putas o brujas. Estas «desconocidas» tenían además la llave de la reproducción y del placer sexual, de tal manera que no se podía desactivar su poder y controlar sus cuerpos sin aumentar su «enigma». Como explica muy bien Angela Carter en un libro de 1979 de necesaria relectura (La mujer sadiana) la sacralización del útero, con la consiguiente divinización de la mujer, era inseparable del dominio masculino y de su invulnerabilidad metafísica. Muerta la diosa, mueren los dioses; muere, dice Carter, la noción misma de eternidad: «si la diosa está muerta, la eternidad ya no tiene dónde ocultarse. El último expediente de regreso al hogar nos es negado. Debemos enfrentarnos con la mortalidad, como si fuera la primera vez. Creo que esta es la razón por la que tanta gente encuentra aterradora la idea de la emancipación femenina».

Así que la igualdad entre hombres y mujeres -su inclusión común en el mismo club de conocidos- pasa por la «muerte de la diosa» y el reconocimiento de una fragilidad compartida. Esta es la verdad que explica la aparente contradicción entre las conquistas feministas y el aumento de la violencia de género en pareja: no se mata a las mujeres porque sean desconocidas sino porque, al darse ellas a conocer, los hombres se vuelven frágiles. La agresividad del maltratador machista no es la rabia aniquiladora del xenófobo o del anticomunista proyectada sobre el amenazador conocido transformado en extraño sino, al contrario, el dolor homicida, cuerpo a cuerpo, del cobarde que ve cómo su mujer, hasta ahora misteriosa y controlada, se vuelve tan familiar como él. El marido maltratador no es un «fascista» ni un «terrorista», enemigo schmittiano o desconocido invertido: es un conocido sufriente y debilitado al que su mujer, incluso víctima de su violencia, ha derrotado ya. Por eso el neomachismo político, muy poderoso, es una tentativa de devolver su misterio a las mujeres para devolver así su inmortalidad a los hombres. Muchas mujeres quieren seguir siendo misteriosas y mucho hombres quieren seguir siendo inmortales y por la misma razón: porque unas y otros se sienten así más protegidos. Por eso no hay que desdeñar las resistencias al feminismo como pura «alienación» ignorante ni criminalizarlas como mera barbarie patriarcal. No todos los dolores son expiatorios; hay dolores injustos y criminales que agravan, a fuerza de dolor, el dolor de los más débiles. Pero lo cierto es que a veces -dejadme decir este disparate- matar duele. Si queremos evitar más muertes de mujeres y extender la potencia emancipatoria del feminismo al 99% de la población es necesario comprender el dolor cultural inmenso, injusto y sincero que genera este indispensable impulso liberador.

(Como hay que aceptar asimismo que no se puede desacralizar completamente el mundo sin poblarlo de desconocidos o, en su defecto, de protocolos, por lo que, si queremos secularizar a la mujer, habrá que sacralizar a cambio los cuidados que hemos llamado «madre», columna no política sobre la que se ha sostenido el universo. Toda la seguridad de los humanos procede, no de la policía ni de los gobiernos, sino de las «madres», aunque no tengan necesariamente útero ni sus hijos sean necesariamente biológicos).

En todo caso, lo cierto es que, muerto el comunismo y resucitado el nacionalismo identitario «para conocidos», únicamente el feminismo puede reducir el número de desconocidos victimizables. «Mujer» es, como España, una ficción, pero una ficción en la que, si no se hacen muy mal las cosas, pueden caber también los hombres (para constituir así una ficción Humanidad más o menos performativa y vinculante).

Dos son, a mi juicio, los peligros: uno el de «politizar» el feminismo, en el sentido de convertirlo en un partido, una asignatura escolar o una identidad «para conocidas». O en el de ceder a la ilusión, o a la tentación, de una inmediata traducción de las masivas movilizaciones feministas al terreno electoral. Me atrevo a observar -y quizás incluso es bueno- que conciencia feminista y contienda electoral discurren en paralelo y sugiero que la mejor manera de frenar a los partidos neomachistas es justamente no ceder a la politización que ellos denuncian y demandan, idéntica a la suya. Conviene recordar, en todo caso, que la mayor movilización feminista de la historia de España se produce en el contexto de la mayor radicalización derechista de la reciente historia de España.

El segundo peligro, al contrario, es el de despolitizarlo (el feminismo). Creo que hay que alegrarse de que los partidos neomachistas se hayan sumado a regañadientes a esta hegemonía discursiva y movilizadora, y no importa si piensan lo contrario de lo que dicen: huelgas como la del 8-M tienen el efecto inmediatamente político de cerrar bocas y obligar a revisar estrategias e incluso cálculos electorales. Pero el contraataque de la derecha, ahora en ese mismo marco «feminista» donde se la ha encerrado, es visible y peligroso. Cuando se quieren dejar las cosas como están, decía Maquiavelo, se cambian las palabras o se adoptan las del rival. Así las oligarquías se hacen llamar democracias y la fuerza se hace llamar derecho. La reacción de los medios y partidos neomachistas a las manifestaciones del 8-M ha sido la de acusar a la «izquierda» de robar un patrimonio común; es decir, la de llamar sectarismo y partidismo y hasta vandalismo al feminismo y llamar feminismo… al machismo. Para mantener politizado el feminismo, como condición de urgentes transformaciones más generales, es necesario seguir controlando, por tanto, el marco hegemónico y sus discursos, y ello implica paradójicamente, frente a esta acusación de «empequeñecimiento» sectario, asumir el riesgo de aceptar a muchas y muchos desconocidos a fin de que el feminismo sea el normal patrimonio común de todos los que no caben en la España cerrada por Santiago ni en la democracia encogida por las oligarquías. Lo mejor que se puede decir del feminismo, y de ahí las esperanzas que despierta en este momento de contracción neurótica, es que gracias a él, después de siglos de crueles misterios religiosos, los hombres y las mujeres empezamos por fin a conocernos. Estamos, por así decirlo, en nuestra primera cita; ni la lluvia ni el fuego ni los dioses deberían impedir la segunda.

Fuente: http://ctxt.es/es/20190313/Firmas/24892/Santiago-Alba-Rico-desconocidos-feminismo-fascismo-patriarcado-neomachismo.htm

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