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Un ensayo de interpretación de la realidad nacional española

¿Las dos Españas o la España a la contra?

Fuentes: Rebelión

Los resultados de las recientes elecciones generales tienden a confirmar los peores augurios sobre las tendencias sociales en nuestro país que algunos -o al menos yo mismo y otras personas de diferente signo político con las que a menudo comparto tertulias- venimos advirtiendo en los últimos tiempos. Ratifican la, en principio, imparable tendencia hacia la […]

Los resultados de las recientes elecciones generales tienden a confirmar los peores augurios sobre las tendencias sociales en nuestro país que algunos -o al menos yo mismo y otras personas de diferente signo político con las que a menudo comparto tertulias- venimos advirtiendo en los últimos tiempos. Ratifican la, en principio, imparable tendencia hacia la derechización de un importante porcentaje de la sociedad española. Por que cualquier ciudadano que lea con un mínimo de atención los resultados electorales y se haya interesado siquiera brevemente por la vida política nacional los últimos cuatro años tiene que llegar a una sola conclusión: la pírrica victoria del PSOE es debida única y exclusivamente a que es el partido anti PP. Lo fue hace cuatro años y lo ha sido en 2008. Profundicemos en ello.

Nos hemos acostumbrado a escuchar aquello de las dos Españas, reminiscencia de aquellas que se enfrentaran en la gran tragedia del siglo XX español, la Guerra Civil. Y como entonces, tampoco ahora es verdad, o al menos sólo lo es a medias. En 1936 concurrieron a la contienda dos bloques sociales bien diferenciados. Por un lado una derecha que estaba cerca de ser la mitad de la población española, compacta ideológicamente en su conservadurismo pese a un indudable grado de diversidad interna, reducida pero real. Por otro, un conglomerado heterogéneo, plural y sin duda contradictorio de sujetos políticos que incluían a social demócratas, anarquistas, comunistas (tanto estalinistas como trotskistas), republicanos, liberales, intelectuales y nacionalistas periféricos que tan solo tenían en común su rechazo a esa otra España reaccionaria, cuyo autoritarismo y voluntad de involución respecto al progreso que había representado la II República les amenazaban a todos por igual. El desenlace es por todos conocido, y no en poca medida por esa diferencia de compactación social e ideológica de un bloque histórico, por emplear la feliz expresión del gran Gramsci, sobre otro.

Desde entonces la sociedad española ha cambiado mucho: se ha hecho mucho más compleja, se ha transformado profundamente, se ha modernizado, como se suele decir desde discursos dominantes. Pero determinadas constantes se mantienen aún hoy, y el del enfrentamiento de estas mal llamadas dos Españas es una de las principales. Como tantas otras cosas tampoco esta situación se solucionó tras la popularmente conocida como Transición. Hoy como ayer una mayoría social de derechas, de ideología conservadora y, por que no decirlo, autoritaria, se contrapone a todas las demás Españas en las que caben desde el nacionalismo periférico neoliberal de CiU y PNV a la izquierda radical, en perfecto buen sentido, de los movimientos sociales. Como en 1936, la derecha es la minoría mayoritaria, pero quiere imponer por la fuerza a todos los demás su «visión de España», como no se cansa de expresar Rajoy. En 2008 como en 1936 la mayoría numérica que conforman el resto de minorías unidas lucha por que esto no suceda. Claro está, hoy día no tenemos la constitución más progresista de la historia de la humanidad, ni políticos de la talla de Azaña, ni un contexto internacional de lucha contra el fascismo, ni intelectuales tan importantes como Ortega, Buñuel, Lorca, Dalí o Unamuno. Hoy el Frente Popular es el del desencanto y lo aglutina principalmente el PSOE de Zapatero, que no es precisamente Largo Caballero, como Ana Belén no es Miguel Hernández. Afortunadamente, si algo ha cambiado es que no hay demasiados militares dispuestos a tomar el gobierno por las armas. Al menos eso hemos ganado.

Porque, ¿qué tengo yo en común con un votante medio de CiU?, ¿qué tiene que ver mi anticapitalismo con un militante meapilas del PNV? Evidentemente, lo único que nos une es la conciencia de que el PP es absolutamente nocivo para este país, y en especial para su cultura política. De ahí que el PSOE recoja votos de todas las tendencias a la izquierda de los Populares: viejos socialdemócratas convencidos, clases medias progresistas con abundancia de profesionales liberales más o menos intelectuales, nacionalistas periféricos con miedo al centralismo de los de Rajoy, desencantados de todo que sólo tienen claro que no quieren ver ni en pintura al mencionado gallego en la presidencia, izquierdistas que votan con la nariz tapada (frase que tomo literalmente de un amigo mío, comunista de siempre), minorías que no comulgan con ciertos conservadurismos, clases populares que siempre han votado socialista simplemente porque para ellos es la única izquierda posible, agradecidos de cierto desarrollismo en territorios tradicionalmente deprimidos, creyentes del voto útil… Una amalgama profundamente contradictoria entre sí, de difícil encaje programático y discursivo por más que desde Ferraz se intente, que se intenta. No extraña entonces el vaivén ideológico del partido en el gobierno. Que a veces quieran ser más de derechas que nadie en cuanto al control de la emigración, el aumento de la presencia policial o la «firmeza» contra el terrorismo y tenga como promesa estrella la bajada de impuestos, mientras que en otras ocasiones apueste por conceder el derecho de matrimonio a los homosexuales, opte por el diálogo como principal arma política y afirme, aunque sea de boquilla, separarse de la estrategia de dominación estadounidense. No debe extrañarnos si tenemos en cuenta que entre sus votantes hay españolistas y separatistas, liberales y anticapitalistas, republicanos y monárquicos, cristianos y ateos. Contentarlos a todos es imposible, claro. Si se tapa la cara se destapa los pies. En misa y repicando. La clave de su permanencia en el gobierno es entonces obvia. Ya que a nadie contenta por entero, al menos se nutre del mínimo común denominador del mal menor que es evitar la presencia Popular en la Moncloa. Y eso es débil, es pobre, es volátil. Depende del grado de miedo al enemigo, algo que sus rivales se encargan de provocar solos. Ahora bien, ¿es esta estrategia sostenible a largo plazo? En mi opinión rotundamente no, más aún teniendo en cuenta como evoluciona la sociedad española. La mayoría socialista está cogida con alfileres y si todo sigue como está caerá en cuanto el gobierno actual se desgaste, el temor al PP se diluya, los derechones presenten un candidato adecuado o simplemente si su electorado fiel sigue creciendo, situaciones todas ellas harto probables. La débil victoria del 9 de marzo, pese a la ventaja que siempre da estar en el gobierno, es la muestra más palpable de la caducidad del zapaterismo.

Porque, al contrario que le sucede al PSOE, el PP tiene un voto extraordinariamente firme. A muchos les sorprende que un discurso tan absolutamente conservador y autoritario como el del PP cale tanto en tanta gente. Obviamente se trata de personas con un nivel alto de estudios, empleos relacionados con actividades intelectuales y escaso contacto con otra realidad que no sea la suya. A mí mismo me suele costar comprenderlo, pese a que hace tiempo que tengo bastante claras las causas del fenómeno. Al menos desde que hace unos años trabajé como peón en un par de obras. Entonces comprobé alarmado como la mayor parte de mis compañeros mantenían discursos abiertamente xenófobos, sexistas y homófobos al tiempo que proclamaban su apoyo, casi fanático, al PP. Imagínense mi consternación, yo, joven estudiante de sociología, de tradición familiar de izquierda y formación marxista ortodoxa… ¡los proletarios de derechas! Después pasa uno a leer investigaciones serias sobre la cultura obrera y descubre que, realmente, aún en el máximo apogeo del movimiento obrero el proletariado siempre ha sido mayoritariamente racista y machista, por razones sociológicas perfectamente coherentes eso sí, pero que me permitirán no enumerar ahora para no liarnos más de lo estrictamente necesario.

Es la estructura de clases de la sociedad contemporánea, la del capitalismo post-fordista, la que, como nos muestran Robert Castel o Zygmunt Bauman, nos da la clave de tal giro tragicómico de la historia. Vivimos en la llamada sociedad de los tercios, marcada por el progresivo desmantelamiento de los dispositivos jurídicos de regulación del mercado de trabajo y de las instituciones públicas de redistribución de la renta y protección social que conformaban el Estado del Bienestar Keynesiano o Fordista. La nueva mercantilización de la sociedad da lugar a tres grandes clases sociales, no necesariamente equivalentes estadísticamente: una de excluidos del mercado, pobres de larga duración; otra de clases medias altas integradas en la nueva economía del conocimiento, de alta cualificación, familiarizados con la alta tecnología. Entre ambas se sitúa un amplio grupo de clases trabajadoras en riesgo. Gentes que no pueden prever su futuro porque dependen de los vaivenes del mercado de trabajo, y por tanto piensan sólo a corto plazo. Que pierden poder adquisitivo, por lo que celebran las bajadas de impuestos aunque ello signifique que empeoren los servicios públicos. Que no comprenden un mundo que cambia rápidamente y en el que parecen no tener lugar. Que en buena lógica se caracterizan por el miedo y la ansiedad perpetuas. Esto conduce a la paranoia, a ver la amenaza en todas partes y en ninguna: en el extranjero, el marginado, el diferente, el pequeño delincuente. Por eso entre ellos calan discursos que hablan de seguridad, de orden, de autoridad, de recuperación de tradiciones y grandezas pasadas, de normalidad, de lo que de verdad importa: los precios y no el cambio climático, la vivienda y no los derechos de los homosexuales, el paro y no el lenguaje sexista. ¿Les suena el perfil? Seguro que conocen a mucha gente que encaja en él como un guante. Se trata de un fenómeno mundial que no hace sino crecer: Bush, Sarkozy, Berlusconi, incluso el propio Putin… Todos ellos líderes populistas que manejan a la perfección este discurso simplón y agresivo, pero claro y firme, que tanto llega a estas amplias capas sociales que les votan masivamente, como al PP en España. El regreso de la ultraderecha a los parlamentos de media Europa debe interpretarse también en esta clave.

Y por supuesto, está la herencia de cuarenta años de dictadura franquista, que sigue pesando como una losa: en la cultura política nacional, tan pobre e inmadura respecto a la de otros países europeos; en un intenso desapego por los asuntos públicos; en una simpatía mal disimulada por un estado fuerte; en la preferencia por grandes proyectos desarrollistas. Pero sobre todo porque durante la larga noche franquista se consolidó una mayoría social conservadora entre amplias capas de las clases medias urbanas, pequeños empresarios y parte de la población rural, significativamente en Galicia o Castilla León. Se trata de la parte de la población española que con más fuerza apoyó el régimen de Franco y que tras el advenimiento de la Monarquía Constitucional continúa sosteniendo una ideología tradicionalista, deferente y religiosa. Sobra decir que partido monopoliza casi por entero los votos de este bloque social.

Así pues, estos dos grupos sociales -la nueva clase trabajadora amenazada por el orden capitalista neoliberal y el viejo conglomerado de colectivos conservadores- sustentan con solidez al PP, al que votan con fidelidad casi militar. De hecho, la mezcla de elementos ideológicos tradicionalistas y neopopulistas que caracterizan el discurso de los Populares apelan precisamente a estos dos bloques. Discurso convenientemente amplificado por una red de medios de comunicación afines que ha crecido espectacularmente en los últimos años. Federico Jiménez Losantos, Cesar Vidal, Pio Moa, FAES, El Mundo, Cadena Cope, Libertad Digital, Popular TV, La Razón… Aún con sus divergencias internas, todo este entramado mediático e intelectual ha ido tejiendo una cosmovisión conservadora extraordinariamente consistente y al tiempo profundamente sectaria. Poco a poco, casi sin que el resto de Españas se diesen cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que ha sido demasiado tarde, su mensaje ha ido encontrando una audiencia más y más receptiva. Enfrentándose a la hegemonía que desde el advenimiento de la libertad de prensa habían representado los medios de las otras Españas, en especial la PRISA vinculada al PSOE, esta revolución intelectual conservadora ha dado sentido y voz a un porcentaje alarmantemente grande de la población española, que tiende cada día más a escorarse hacia la derecha más cavernícola. Cerrada y circular, esta ideología cala en tanta gente porque da respuestas en una era de incertidumbres. Por eso, quienes la profesan no quieren saber nada de opiniones ajenas: les basta con la suya, no vayamos a desestabilizar nuestras trabajadas certezas. De lo que se desprende que es posible emitir cualquier consigna, por contradictoria que sea, que será asimilada a pies juntillas, con fanática devoción. Qué importa que me salte todas las reglas no escritas del juego político si luego afirmo que es el adversario quien me excluye y mis votantes me creerán. Da igual si digo que el mercado de trabajo se encuentra intolerablemente precarizado, que nadie se acordará que soy el principal responsable. Tanto da lo absurdos que sean los argumentos con los que trate de justificar la participación de ETA en el 11-M, que aún así muchos se los tragarán y los defenderán como si fuesen suyos. A mí me han llegado a decir que Zapatero «le da todo a los gays, todo para ellos», ¡porque se legalizó el matrimonio homosexual! Cualquier mensaje, por disparatado, alejado de la realidad y contradictorio que resulte es inmediatamente asimilado por la base social conservadora sin apenas cuestionamiento. Discurso de orden y autoridad, que niega legitimidad alguna al otro – la única razón posible ha de vencer antes que convencer- y en el que cualquier gesto de diálogo, de entendimiento, de democracia en suma, es interpretado como una debilidad. ¿Recuerdan a la muchachada popular abucheando como locos cuando Mariano Rajoy anunció que había llamado al candidato socialista para felicitarle por su victoria electoral?, ¿a aquellas ancianas insultando a voz en cuello a Zerolo? Son sólo algunas imágenes que ilustran esto que les digo, pero seguro que a ustedes se les ocurren unas cuantas más.

Asistimos así a un empobrecimiento de la ya de por sí débil cultura política nacional que entierra casi definitivamente el mito de la Transición. Pero que da un margen de maniobra considerable al PP, seguro de apoyarse en un electorado muy fuerte y muy fiel. ¿Cuál es el problema? Que hasta ahora no es suficiente para conquistar el gobierno. Todavía queda un resto de población que el PP necesita para auparse a la Moncloa: el centro liberal, moderado, tecnocrático, de clases medias-altas urbanas con educación superior, el que representan Rato y Piqué, o PNV y CIU en Cataluña y Euskadi. En 1996 y 2000 los Populares consiguieron conquistar este segmento electoral merced a una impecable imagen gestora, pero la deriva derechista en la que desde entonces se embarcó Génova les ha alejado del voto popular. Esta es la ventaja con la que por el momento cuenta el PSOE, único partido nacional que insisto, por el momento, es capaz de acumular los votos de centro que, por pocos que sean, continúan teniendo la llave del gobierno. Pero, ¿qué pasaría si esto deja de ser así?, ¿qué sucedería si un nuevo partido como UPyD arranca los suficientes votos centristas como para que el PP alcance la victoria sin necesidad de recurrir a esa población?, ¿o si el PP da con un líder del calibre de un Sarkozy que arrastre por sí solo a una mayoría social? Y lo que es peor, ¿y si ese bloque de clases trabajadoras vulnerables que escuchan el discurso neopopulista conservador sigue creciendo hasta suponer la mayoría de la población española? En ese momento el PP podrá permitirse gobernar sin necesidad de pactar con nadie, tendrá libertad y cobertura legal para, por ejemplo, que el Plan Hidrológico Nacional «se haga por cojones», frase literal de cierto ex ministro como recordará el lector. Decía Miguel Ángel Rodríguez el pasado domingo en uno de esos multitudinarios debates con las que las televisiones trataban de «analizar» los resultados electorales, que el PSOE había ganado las elecciones creciendo exclusivamente por la izquierda, en alusión al enorme descenso de votos de IU y ERC. Y quizá tuviese parte de razón. Parte porque él presuponía, o mejor dicho quería vender el cuento según el cual el PP sí había conquistado el voto centrista, lo que entre otras cosas, tiende a consolidar la idea de que su partido no se ha derechizado, sólo refleja lo que es natural, evidente por sí mismo. Y eso, evidentemente, no es cierto. Pero no deja de ser verdad que el PSOE, como ya hemos dicho, ha conseguido la victoria sólo por la voluntad de gran parte de la ciudadanía por evitar que el PP ganase las elecciones. ¿Cuánto tiempo seguirá siendo así?

Hay quienes opinan, como el director del diario Público Ignacio Escolar, que el PP ha tocado techo electoral en los alrededor de 11 millones de votantes que ha logrado en estas elecciones, que son muy similares a las de comicios anteriores. Es posible. Personalmente soy más pesimista. Porque el bloque de votantes del PP es más sólido y su mensaje potencialmente más atractivo, o al menos más fácilmente permeable. Y lo que es peor, los grupos sociales que forman su base social tienden a crecer, en especial las clases trabajadoras en riesgo que antes mencionábamos. La enorme importancia que tienen en nuestra economía dos sectores fuertemente precarizados y dependientes de los ciclos como la construcción y el turismo así lo indican. Por no mencionar ciertos colectivos inmigrantes, en especial los procedentes de Europa del Este, quienes, por increíble que parezca a tenor del discurso xenófobo del PP, parecen más proclives a este partido que a ningún otro, según los escasos datos disponibles al respecto. También resultará interesante observar a donde ha ido el voto joven, quizás nos llevemos la sorpresa de comprobar que quizá tengamos que dejar de asimilar la juventud a la izquierda. En este contexto, considero que el PP va a seguir teniendo un margen de crecimiento superior a cualquier otra fuerza política, al menos si todo sigue evolucionando como en los últimos años. Y aunque no fuera así y efectivamente el PP se estanque en once millones de votos fanáticos, ¿puede un país sostenerse así?, ¿es posible una democracia en la que una parte importantísima de la población y uno de sus dos partidos mayoritarios se enroca permanentemente en un reaccionarismo exacerbado? Cualquiera de los dos escenarios es poco halagüeño.

Obviamente, el futuro está abierto y muchas cosas pueden pasar para que cambie. Porque una cosa debe tenerse clara. El problema de la emergencia mundial de esta nueva derecha no está en el crecimiento de los grupos sociales que la sustentan. La causa está en la izquierda, por no haber sabido comprender que está sucediendo en el planeta ni como actuar frente a ello. Por haber permitido que la derecha conquiste a las clases en riesgo con el discurso del miedo y no con el del anticapitalismo, la solidaridad y la reivindicación. La izquierda está perdida, despistada no desde la caída del Muro de Berlín como suele decirse, sino desde que se agotase a finales de los 70 el ciclo largo de luchas iniciado en Mayo del 68, fenómeno que curiosamente coincide con la aparición de los primeros gobiernos neocon de Margaret Tatcher en Reino Unido y Ronald Reagan en EEUU. Por supuesto, en la socialdemocracia cabe poco o nada confiar dado que no es otra cosa que una fuerza del sistema, y como tal no puede salirse del guión neoliberal. Cada cierto tiempo trata de vendernos la ilusión de una supuesta renovación que en realidad no es más que retórica vacía: la Tercera Vía de Blair y Schroeder en los 90, el teóricamente nuevo republicanismo del PSOE de Zapatero inspirado supuestamente en el mediocre Philip Petit actualmente, el «we want change» de Barak Obama en un futuro. Todos ellos responden antes al desgaste de los gobiernos de derecha tras años de desvaríos que a verdaderos movimientos de regeneración política. Difícilmente podrían hacerlo desde la comunión con el poder del capital. Todos ellos cómplices de la aparición de esta nueva cosmovisión conservadora, con la que coquetean constantemente y con poco disimulo, lo que no deja de desplazar el centro del debate político hacia donde la derecha más rancia quiere. Un ejemplo tomado de la experiencia española: ¿se sorprende el PSOE del rechazo que suscitó en una parte importante de la población la negociación con ETA para buscar una salida pacífica al conflicto vasco? Era imposible que se comprendiese así como así la complejidad de un proceso como ese cuando el discurso público en torno a Euskadi lleva años marcado por el maniqueísmo, la manipulación y la simplicidad, de las que el PSOE ha participado plenamente. Si se educa a la ciudadanía en esos parámetros no puede esperarse una respuesta diferente, madura.

No menos culpable es la izquierda real, anticapitalista y antisistema, ya sea desde partidos o movimientos sociales. Seducida, prematuramente en mi opinión, por los valores de la llamada nueva izquierda o izquierda identitaria ha dejado de lado algunos grandes problemas de la sociedad contemporánea para centrarse en otros, sin duda no menos importantes, pero no únicos como en ocasiones parece por la sorprendente agenda de reivindicaciones que de corriente maneja. ¿Cómo es posible que siendo quizá el mayor problema de España no haya cuajado hasta hace menos de dos años un movimiento relativamente potente en torno a la vivienda digna?, ¿por qué no ha recibido atención alguna un movimiento original e innovador como el de los becarios científicos a pesar de ser el único capaz de cambiar en los últimos veinte años no una sino dos legislaciones laborales?, ¿dónde ha quedado la lucha contra las ETT?, ¿por qué no se ha considerado la situación de las personas dependientes y con discapacidad como una palanca de lucha?, ¿cuántas reacciones ha suscitado la privatización progresiva de los servicios públicos?, ¿cuándo vamos a afrontar que hemos de cambiar el modelo de sindicalismo e idear nuevas formas de presión que se adapten a la realidad del trabajo precario?, ¿cuándo vamos a aprender de la experiencia de Ralph Nader en Estados Unidos que siendo el consumo la relación social más importante de las sociedades contemporáneas puede ser también una formidable piedra de toque para la lucha? No niego en ningún momento que el maltrato a los animales, la autodeterminación de los pueblos, la conservación de hábitats naturales en peligro por la depredación capitalista o la solidaridad internacional sean temas que deban ser fundamentales para la izquierda anticapitalista. Sólo que algo falla cuando se manifiestan contra la construcción de una central térmica jóvenes estudiantes mientras los vecinos del pueblo se enfrentan a ellos por que la central creará puestos de trabajo. No quiere decir que haya que ponerse irreflexivamente de lado de esos vecinos, pero sí que no hemos sido capaces de ponernos en su lugar, comprender sus problemas y ofrecerles alternativas. No puede ser que abandonemos el debate sobre el modelo económico, la protección social y las condiciones de vida y de trabajo. Que sólo discutamos sobre lenguaje, interculturalidad, identidad, alimentación, paz, minorías, diferencia… que hablemos más de Cuba, Venezuela, Irak, Palestina o EEUU que de la propia España. En ese sentido me reafirmo: somos culpables de arrojar en brazos de la derecha a muchas personas, por no tener en cuenta las preocupaciones centrales de la mayoría de la sociedad.

Atrapada entre la nube de mosquitos de una multiplicidad de movimientos pequeños, aislados entre sí y en muchas ocasiones preocupados sólo de temas sectoriales, y los partidos que coquetean con el sistema, entre su pasado esclerotizado y una voluntad de llegar al futuro sin pasar por el presente, la izquierda se ha alienado de su base social natural: los débiles, los que sufren, los que tienen miedo, la sociedad civil. Hace ahora cuatro años escribí en este mismo medio un artículo en el que denunciaba que el descalabro electoral de Izquierda Unida respondía a una política errática, dubitativa, poco comprometida con lo que debe ser una izquierda real, más preocupada por lo que pensase el PSOE y en arañar votos y poder que en conquistar la hegemonía ideológica para cambiar la sociedad. También decía que seguir por ese camino, que era lo más probable, sólo significaría empeorar. El tiempo ha demostrado que mis intuiciones eran acertadas. Hoy pienso igual, pero acerca del conjunto de la izquierda, la partidaria y la no partidaria. Es hora de dejar de mirarse el ombligo. De dejar de hacer que hacemos para empezar a hacer. De elaborar estrategias y discursos. De superar la dispersión y apostar por la unidad en la diversidad. De proponer y movilizar y no sólo de debatir entre nosotros. De afrontar los problemas reales de la ciudadanía y apostar por que la realidad no sólo se puede, sino que se debe cambiar. De lo contrario, no tendremos legitimidad moral alguna para llevarnos las manos a la cabeza si se consuma el desastre.