Hacia la década de los setenta, una entidad privada de estudios venezolana, orientada por las corrientes político económicas neoliberales, acuñó la expresión ‘ilusión de armonía’ para sintetizar su diagnóstico sobre las crecientes dificultades del país. Los acuerdos básicos que sostenían la arquitectura de la actividad económica no eran más que ilusiones que agravaban problemas e […]
Hacia la década de los setenta, una entidad privada de estudios venezolana, orientada por las corrientes político económicas neoliberales, acuñó la expresión ‘ilusión de armonía’ para sintetizar su diagnóstico sobre las crecientes dificultades del país. Los acuerdos básicos que sostenían la arquitectura de la actividad económica no eran más que ilusiones que agravaban problemas e impedían su enfrentamiento. Similares ilusiones parecen nutrir la evolución política chilena reciente. Las imágenes mediáticas de la última elección, que han presentado a vencedores y vencidos rebosantes de alegría intercambiando afectuosos saludos y mutuas felicitaciones, adecuadamente comentadas por solícitos periodistas, contrastan con los alegatos sobre sus diferentes visiones de país durante la campaña previa. La proyección de una ‘política de caballeros’ entre ‘gente decente’, término tan del gusto de la conservadora clase media chilena, surge nítidamente dejando muy en sordina y sólo en el recuerdo a los ‘rotos’ -los ‘pata en el suelo’ venezolanos- vencidos en el golpe pinochetista del 73 y que reaparecieron a fines de la década de los ochenta en las protestas de masa contra la dictadura.
Más incongruentes resultan aún las inmediatas reacciones triunfalistas de algunos burócratas de la Concertación comentando su derrota -«Nos hemos ganado el derecho a seguir pensando en Chile»- al contrastar el legado real de la coalición en el nivel de vida popular. El 68% de la población chilena no tiene contrato laboral permanente y otro 68% gana menos de $180.000 pesos, unos 360 dólares mensuales, poco más de un sueldo mínimo con el que un trabajador paga un mínimo de 50 en transporte y 140 en el arriendo de una pieza en Santiago. No sorprende por tanto que el 62% de los nacimientos anuales sean con padre desconocido, que el 46% de los chilenos tenga depresión y que el 66% no lea ningún libro en el año.
Podría alegarse como justificación que tales ilusiones proyectadas por las altas cúpulas de la Concertación no parecerían ser tan recientes o, a lo menos, podrían corresponder a características históricas de larga data en la sociedad chilena. Ya Julio Cesar Jobet, destacado ensayista chileno, hizo una observación lapidaria sobre la conformación social de comienzos del siglo XX. Para él no había clase social más ‘tartufa y cruel’ en América latina que la oligarquía chilena. La hipocresía, como autoengaño deliberado, parece ser, por tanto, un rasgo que permeó en demasía a amplios estratos de la sociedad chilena del siglo XX, del cual no se ha librado ni siquiera sectores de la vieja izquierda del siglo XX.
En todo caso, sin entrar en exámenes de historia social y preocupándonos solo de la coyuntura post-electoral en este siglo XXI, tales imágenes televisivas más propias del mundo político desarrollado no se corresponden congruentemente con realidades sociales propias del Chile actual. Pero ¿reflejan esos resultados políticos un marco democrático real y sostenible propio a una sociedad en trance de integración a un imaginario ‘primer mundo’?. Específicamente, ¿qué significados tienen tales resultados electorales desde un enfoque histórico político, aún cuando éstos sólo puedan plantearse en términos de hipótesis?. Veamos.
La Concertación perdió 680.000 votos entre 1993, fecha en que obtuvo su más alta votación, y enero de 2010. La derecha, que eligió a su último representante del siglo XX con el 31% de los votos, ganó en el 2010 con el 51,6%. Triunfo no sólo cuantitativa sino que cualitativamente significativo dentro de un arco electoral histórico en el que Sebastián Piñera es elegido con el 29,85% de todos los votantes -de un universo de 12.000.000- a diferencia del 51,6% con el que venció el primer presidente de la Concertación. Triunfo cualitativamente significativo por su significado contradictorio, además: aplastante derrota de la Concertación pero con una votación pírrica del triunfador, desde un ángulo histórico relativo. A todas luces es el fin de una coalición política gobernante durante veinte años, pero es el inicio de una gestión política cuya base social, vista más allá de los inscritos en el padrón electoral, es mínima. Los resultados electorales vistos en profundidad, en primer lugar, indican que se agotó no sólo una coalición política, sino que se agrietó medularmente un bloque hegemónico que sostuvo el régimen político post-dictatorial.
Y esto no es cualquier cosa, pues significa que es necesario abandonar la hipótesis de la derechización de la Concertación y la explicación del voto castigo, que asume erróneamente un componente histórico de ‘izquierda’, para enfrentar el hecho de que esta coalición no fue más allá de una aglutinación de fuerzas de centro y de una derecha moderada, democrática, sin compromisos con la dictadura. Se debe enfrentar el hecho de que la oligarquía política que la controló durante veinte años aunó una Democracia Cristiana y un Partido Socialista de contenidos partidarios prácticos y teóricos que no tuvieron nada que ver con los que poseían antes de 1973. La dictadura pinochetista fue una ruptura histórica no sólo social, económica y políticamente sino que involucró un vaciamiento de todos los contenidos críticos al orden histórico chileno de la Izquierda del siglo XX.
Desde este ángulo, y en segundo lugar, los resultados electorales remiten a un periplo de agotamiento definitivo de la ‘Izquierda del siglo XX’ cuya parábola describe un arco que va de la Unidad Popular a la Concertación. La UP marcó el agotamiento histórico del Partido Comunista chileno, cuya responsabilidad política en el mayor desastre histórico que hayan tenido los sectores populares ha sido pudorosamente, hipócritamente, velado en la subcultura política de la actual izquierda chilena. Aunque no por cierto para aquéllos dirigentes comunistas jóvenes que acudieron a su Regionales en la mañana del 11 de septiembre de 1973 preguntando a sus dirigentes qué hacer frente al golpe en marcha.
Y recibiendo por respuesta: ‘Ud sabe cual es la línea del partido compañero. Váyase a su casa’. La Concertación marca el agotamiento histórico del Partido Socialista al embarcarse en los lineamientos socialdemócratas de su ‘Renovación’ partidaria post golpe, con la reedición actual de sus pintorescos ‘guatones’ en su política interna, los dirigentes jurásicos para la juventud socialista de la década de los sesenta. No olvidemos las sarcásticas apreciaciones de Onofre Jarpa -viejo oligarca terrateniente- sobre un senador socialista respecto a sus comunes posiciones políticas, en una ya antigua entrevista para El Mercurio, diario de la derecha histórica. Ha muerto la ‘izquierda del siglo XX’, ¡paz a sus restos!. Tienen toda la razón los que argumentan que terminó una etapa de la política chilena.
Más allá de estas conclusiones, sin embargo, hay que precisar otros aspectos. La Concertación no logró cumplir totalmente el papel histórico asignado por la ‘tartufa y cruel’ clase dominante chilena. Si mantuvo la continuidad del modelo económico dictatorial no logró consolidarlo, y esa es la tarea histórica de Sebastián Piñera. Inútil recordar la aplastante mayoría ciudadana en desacuerdo con el modelo económico neoliberal en las encuestas internacionales y nacionales realizadas, cuidadosamente, hipócritamente no consideradas como noticia de primera plana y rápidamente ocultadas a la opinión pública.
De ahí su planteamiento sobre la necesidad de un ‘gobierno de unidad nacional’, de una ‘democracia de acuerdos’, de su apertura democrática a llegar a acuerdos con los nuevos líderes de una Concertación que haya logrado ‘resolver sus desacuerdos internos’. Para la continuidad del modelo económico es condición la continuidad del pacto entre las oligarquías políticas de centro y de derechas. De ahí que para Alejandro Foxley, ex-ministro de Aylwin y de Bachelet, «La política de los acuerdos es necesaria como lo fue el los ’90′». Cabría preguntarse por qué, y la respuesta es taxativa: «el país ya hizo la transición más importante que es aprender a vivir civilizadamente». En aras de la forma de vida ‘civilizada’ en que vive el 70% de la población chilena la continuidad de la oligarquía política es vital para la continuidad económica. Ya en los noventa, «Yo era Ministro de Hacienda …y (Piñera) fue el principal interlocutor que tuve para construir los acuerdos en materia económica». Realizados los acuerdos, todo el problema de la insatisfacción que revelan los resultados electorales se reduce a una cuestión de… más empleos.
En realidad, no hay ‘enigmas’ en los resultados electorales, ni en la Concertación. La popularidad de la Presidenta es explicable por su política populista de ‘chorrear’ las migajas de la riqueza generada por un modelo depredador de recursos naturales y explotador de recursos humanos. No podía trasladar su popularidad al candidato oficialista por la sencilla razón de que la Concertación no logró cohesionar fuerza social porque sus éxitos no lo fueron para la gran mayoría.