Los excesivos costos y las continuadas alzas en los medicamentos que vienen afectando los afligidos ánimos y los escuálidos bolsillos del común de los colombianos, nos lleva de nuevo a ocuparnos de este tema que en anterior columna de la revista colombiana Semana (Las enfermedades: ¡Qué negocio! 26 de enero de 2008) tratamos sin imaginarnos […]
Los excesivos costos y las continuadas alzas en los medicamentos que vienen afectando los afligidos ánimos y los escuálidos bolsillos del común de los colombianos, nos lleva de nuevo a ocuparnos de este tema que en anterior columna de la revista colombiana Semana (Las enfermedades: ¡Qué negocio! 26 de enero de 2008) tratamos sin imaginarnos que por aquellos días iría a levantar un chispero entre impacientes empresarios farmacéuticos y pacientes y maltratadas víctimas de toda clase de males.
Lo primero que debemos lamentar y denunciar en esta oportunidad es que estando en nuestro sistema político el manejo de la salud en manos privadas, y por ende bajo características netamente mercantilistas, cuya máxima finalidad y exclusivo interés no es otro que el de mejorar la productividad y acumular utilidades sin control alguno, a dicha máquina de hacer dinero desde los hospitales, las clínicas o los medicamentos, lo que menos le podría convenir es operar sus negocios en medio de una sociedad saludable. De hecho, pues, mientras la salud sea un negocio y no una responsabilidad social del Estado celosamente vigilada por los gobiernos, los ciudadanos tendremos que estar expuestos constantemente a sufrir el menoscabo de nuestras economías personales y a adaptarnos a una vida de constantes altibajos en cuanto a nuestra salud, ya que si repentinamente las industrias farmacéuticas produjeran drogas que curaran definitivamente algunas enfermedades, sus empresas se vendrían a pique y ya no tendrían razón de ser.
Con cuánto acierto hace referencia a este tema el columnista de Le Monde Diplomatique, Pascual Serrano, al observar que «uno de los problemas del capitalismo consiste en que cuanto mayor es un problema más dinero reciben los sectores empresariales que se dedican a afrontarlo. Si ese problema lo solucionaran, ellos mismos acabarían con su negocio. Los fabricantes de armas se arruinarían si no hubiese guerras, los bufetes de abogados si no hubiera delitos y conflictos, y las empresas farmacéuticas si sus medicinas acabasen con las enfermedades.» Y más adelante, registrando el libro de Miguel Jara «La salud que viene. Nuevas enfermedades y el marketing del miedo», señala con dedo acusador a los grandes pulpos de la producción de medicamentos, también denominados «Big Pharma», -Bayer, GlaxoSmithKline (GSK), Merck, Novartis, Pfizer, Roche, Sanofi-Aventis-, como los industriales del «marketing del miedo» que atizan la aprensión normal de las gentes frente a las enfermedades en beneficio directo de sus inagotables intereses económicos.
Pero esto no es todo. Habría que ver, aparte de la fabricación y puesta en el mercado de medicamentos medianamente eficaces (que medio curen pero no del todo porque entonces… Y aquí, ahora, recuerdo el «misterio» de las cuchillas de afeitar, el más colosal ejemplo del engaño), el afán desmedido de las grandes compañías farmacéuticas por desprestigiar todos aquellos remedios genéricos que naturalmente son de más fácil acceso para los consumidores.
¿Pero por qué los genéricos son más baratos teniendo las mismas virtudes y efectividad de los originales? La explicación nos la da el también columnista de Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet: «Los genéricos son medicamentos idénticos, en cuanto a principios activos, dosificación, forma farmacéutica, seguridad y eficacia, a los medicamentos originales producidos en exclusividad por los grandes monopolios farmacéuticos. El periodo de exclusividad, que se inicia desde el momento en que el producto es puesto a la venta, vence a los diez años; pero la protección de la patente del fármaco original dura veinte años. Entonces es cuando otros fabricantes tienen derecho a producir los genéricos que cuestan un 40% más baratos. El objetivo de las grandes marcas farmacéuticas consiste, por consiguiente, en retrasar por todos los medios posibles la fecha de vencimiento del periodo de protección de la patente, y se las arreglan para patentar añadidos superfluos del producto (un polimorfo, una forma cristalina, etc.) y extender así, artificialmente, la duración de su control del medicamento.»
Por último, bien vale la pena traer a colación una pequeñísima muestra de lo ocurrido recientemente con la declarada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) pandemia de gripa AH1N1. Esta Organización, que debería preocuparse tanto por la salud física de los seres humanos como porque su cuidado no afecte su economía individual buscando con ello la equidad que las desigualdades económicas latentes en el mundo exigen, optó por otorgar la patente del producto sanitario que combatiría la gripa a cuatro farmacéuticas que se arrogaron el monopolio de su producción y venta haciendo su agosto por el corto tiempo que duró el escándalo mediático apropiadamente orquestado por los grandes beneficiarios de aquella pandemia «terrorífica».
Bien sea porque el costo de los medicamentos hiere nuestros bolsillos, o bien porque su efectividad está fríamente calculada para que sus efectos se den a medias, lo cierto es que, así las cosas, tenemos que aceptar que las enfermedades, al menos en esta Colombia maltrecha, no tienen ni tendrán jamás remedio alguno.
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