«La propia historia nos alecciona para no repetir los errores del pasado, como sucedió con los acuerdos de La Uribe y la Unión Patriótica»
La burguesía colombiana, adaptando su discurso a las políticas norteamericanas de cada momento, ha mantenido a lo largo de los años su política de terror, garantizando por medio de la violencia sistemática su permanencia en el poder y la eliminación de todo vestigio de oposición revolucionaria. Pero además, en una muestra de su doble moral, mientras por un lado adopta la política antidrogas de los EEUU que eleva el narcotráfico a la categoría de amenaza para la seguridad nacional, asimila la llamada clase emergente, surgida a partir del narcotráfico, fusionando los intereses de la vetusta oligarquía latifundista con los dineros e intereses de los capos de la mafia, alianza que dará origen al monstruo del narcoparalatifundismo, con su principal exponente, Álvaro Uribe Vélez.
Del mismo modo obrará luego del 11 de septiembre de 2001 cuando el gobierno de los EEUU, declaró su guerra contra el terrorismo. Sumisa y oportunista, la oligarquía colombiana cambia nuevamente el empaque a su campaña de terror oficial, para comenzar a venderla bajo la presentación de lucha contra el terrorismo.
Basta examinar objetivamente los resultados de las últimas décadas de esa política de terror oficial, para comprender a qué intereses ha obedecido: Genocidio contra la Unión Patriótica, asesinato selectivo de centenares de dirigentes sindicales y populares e incontables masacres de humildes campesinos; más de 6 millones de colombianos desplazados de sus territorios y un botín de guerra de 10 millones de hectáreas expropiadas a sus dueños y a disposición de la clase dominante y las compañías transnacionales para la realización de los mega proyectos minero – energéticos, agro exportadores y de agro combustibles. Todo lo cual no ha hecho más que acrecentar, profundizar y complejizar el conflicto colombiano hasta llevarlo a adquirir un carácter socioeconómico, político, territorial, ambiental y de soberanía, siendo la lucha armada apenas una de sus expresiones.
Un examen sencillo del Acuerdo General de La Habana, permite observar que en su preámbulo, así como en sus seis numerales, se recogen aspectos centrales de la problemática que caracteriza hoy el conflicto colombiano. Pero además podemos decir que los acuerdos parciales firmados en la Mesa, relacionados con los temas de desarrollo agrario, participación política y drogas ilícitas, así como los principios convenidos para la discusión del punto de víctimas, constituyen un avance significativo, pese a que sobre ellos pende la máxima de que nada está acordado hasta que todo esté acordado, y salvando las diferencias sustanciales recopiladas en las salvedades que habrán de retomarse en algún momento.
De lo que se trata es de encontrar unos mínimos que permitan poner fin al enfrentamiento entre hermanos, lo cual es abiertamente contrario a lo presentado por los grandes medios, en el sentido de que queremos hacer la revolución en la Mesa. Nuestra posición tampoco puede ser entendida como la disposición a la rendición o la desmovilización incondicional, para insertarnos dentro del actual modelo de democracia restringida, sin ningún tipo de cambio en el régimen de dominación oligárquica, sin medidas que ataquen las ya mencionadas causas estructurales que dieron origen y alimentan el conflicto.
Como es apenas previsible que al avanzar en acuerdos persistan las diferencias frente a algunos temas, se hace necesario pensar en una fórmula a fin de evitar que aborte el proceso. Al respecto hemos propuesto una Asamblea Nacional Constituyente, cuya convocatoria y composición debe ser convenida por las partes, como la fórmula más realista y democrática para que sea el pueblo soberano el que entre a definir de fondo sobre esos asuntos. Pero, además, que dicha Asamblea Constituyente sea la encargada de diseñar el marco político que refleje la nueva realidad surgida de la firma de los acuerdos definitivos, dando a su vez garantía de cumplimiento de lo pactado, mediante normas que no puedan ser cambiadas por futuros gobiernos. La propia historia nos alecciona para no repetir los errores del pasado, como sucedió con los acuerdos de La Uribe y la Unión Patriótica.
Sabemos que la culminación exitosa del proceso, así como la profundidad y el alcance de las trasformaciones económicas, políticas y sociales que se acuerden, dependen de la capacidad de movilización del pueblo colombiano. Nunca hemos creído que la salida a la encrucijada nacional pueda encontrarse sin contar con el concurso de las más amplias mayorías, única garantía de poner freno a las fuerzas que abogan por la continuidad de la guerra. Los episodios alrededor de la reciente campaña presidencial muestran claramente la forma en que manejan estos temas tan delicados para el futuro de la nación los grupos de poder que componen la clase dominante. Por un lado está claro hasta dónde están dispuestos a llegar quiénes se oponen al proceso que se adelanta en La Habana, mientras que por el otro se hace evidente el maniqueísmo y el tratamiento oportunista que el gobierno le da al tema de la paz.
Como revolucionarios nacidos de las entrañas del pueblo, sabemos de los padecimientos que significa la guerra, muy especialmente para los sectores populares de donde provienen los combatientes de uno y otro bando. Nos duelen profundamente todos los muertos de esta guerra fratricida y, en correspondencia con nuestros principios y convicciones humanistas, creemos que es urgente poner fin al derramamiento de sangre entre colombianos. Por experiencia sabemos que lo más sensato sería adelantar las conversaciones en medio de un cese al fuego bilateral, que pare de una vez por todas ese desangre; pero que además contribuya a ampliar el ambiente político y de opinión favorable a la solución política, a la vez que le resta espacio de maniobra al militarismo de civil y de uniforme que le sigue apostando a la guerra y todos los días conspira contra la reconciliación de los colombianos.
En esa dirección apuntan la reiterada propuesta de cese al fuego bilateral rechazada por el gobierno y las cuatro declaratorias de cese al fuego unilateral que hemos dispuesto en el transcurso de los diálogos de La Habana. En contraste, hemos tenido la oportunidad de escuchar repetidamente las amenazas proferidas por el Presidente Juan Manuel Santos, los ultimátum y negativas a considerar el cese al fuego bilateral, todo lo cual revela una macabra concepción: a más muertos, más barata saldrá la paz.
Ahí tiene uno de sus retos principales el bloque mayoritario de fuerzas que se viene agrupando en torno de la lucha por la paz con justicia social. Imponer un cese el fuego bilateral, arrebatando de las manos de los enemigos del proceso, el pretexto más socorrido en el pasado para provocar el fracaso de la reconciliación nacional y la reconstrucción de la patria.
Montañas de Colombia, 9 de agosto de 2014.
(*) Carlos Antonio Lozada es miembro del Secretariado Nacional de las FARC-EP.