Buen creyente, con insistencia invoca a Dios. Devoto apasionado, blande en su brazo izquierdo, para que tal fervor se le reconozca, la imagen tatuada de la Virgen del Carmen, mientras que con el derecho, agita teñida sobre su piel la figura del Divino Niño. Y si ello no fuera suficiente para proclamar su obsecuencia a […]
Buen creyente, con insistencia invoca a Dios. Devoto apasionado, blande en su brazo izquierdo, para que tal fervor se le reconozca, la imagen tatuada de la Virgen del Carmen, mientras que con el derecho, agita teñida sobre su piel la figura del Divino Niño. Y si ello no fuera suficiente para proclamar su obsecuencia a la fe religiosa, de su cuello sobresale reluciente una pesada camándula previamente pasada por agua bendita. Y se sabe de él, además, que es a un mismo tiempo diestro y zurdo…
Y siniestro.
Es el «Profe» Juan Carlos De la Cruz Mozo, paramilitar del frente «Sur de Putumayo» quien, según el diario El Tiempo, ejercía como «maestro» en las «escuelas» de descuartizadores de las Auc, dictando sofisticadas «clases» de tortura, prácticos cortes y minuciosos descuartizamientos humanos.
Ahora bien, conociéndose esta descripción del verdugo -de tan sólo uno entre quién sabe cuántos-, y simbolizando él uno de los temas más terribles de los últimos tiempos en Colombia, nadie entiende su nula o escasa mención por parte de la mayoría de nuestros columnistas quienes parecen haber dejado en manos de los reporteros y las unidades investigativas de los medios toda la carga de las denuncias sobre este horripilante drama en particular.
Porque es que al leer testimonios al respecto, desde las Columnas de Opinión de cualquier país se hubiera producido una polvareda de padre y señor mío. ¿Quién puede justificar su avaro eco frente a esta barbarie? : «Para que las víctimas no gritaran -dice un incriminado- le cortaban la vena yugular. Algunas veces, antes de cortarles la cabeza, el comandante ponía un vaso y nos hacía tomar la sangre».
Lo que hasta ahora se ha venido revelando y evidenciando gracias a la fiscalía y a la prensa, debería trascender el mero asombro para derivar en rabia, cólera y vergüenza no sólo de la opinión pública sino, y con un mayor acento, de quienes dicen interpretarla.
Los colombianos no contaminados por el espectro del paramilitarismo, tras conocer pormenores nuevos del maniobrar de este engendro pestilente con el que los innombrables asesinos quisieron fundar en Colombia «una nueva patria», no hemos sabido reaccionar. Ojalá no sea ese 30% de impasibles frente al paramilitarismo del que hablara la revista «Semana» como resultado de unas encuestas, ni aquel recurrente 80% de apoyo presidencial, quienes terminen adormeciendo la conciencia de los colombianos todos, dándole paso al incremento de los crímenes de lesa humanidad e institucionalizando la impunidad, porque de llegar a ser así, nuestro país pasaría de ser inviable para, simplemente, convertirse en una república indeseable dentro del concierto de las naciones civilizadas.
Y es que nada en la historia de Colombia en materia de horrores es comparable con lo que se viene conociendo respecto de las fosas comunes. Ni siquiera lo ocurrido en las batallas por la Independencia, o en la aciaga época de la violencia de los años 50 del siglo XX. Porque es que esta vez, la ignominia y la degradación tienen el agravante de haber campeado en las barbas mismas de los gobiernos de turno, han sido de una u otra manera auxiliadas por sectores de la economía nacional y han contado no sólo con la colaboración logística, sino con un silencio cómplice y tolerante por parte de numerosos militares y políticos.
Es decir, la permisibilidad casi generalizada que se empeña en rehuir su responsabilidad criminal, probablemente pensando que de pronto algún provecho para fines propios podría derivarse de ello.
Conocido lo ya conocido, ¿quién puede sustraerse al compromiso y la obligación de denunciarlo?
¿A cuál escritor o columnista se le ocurre impunemente distraerse ante esta atrocidad?
El conocimiento y la conciencia nos dictan el compromiso, sin demora, frente a la restitución de la vida, la honra y el bienestar del postrado y masacrado pueblo colombiano.
Quienes tuvieron la oportunidad de conocer del modus operandi en las fosas comunes, comprenderán mi indignación y seguramente se sumarán a ella. Quienes no, he aquí algunos espeluznantes detalles:
«… no solo diseñaron un método de descuartizar a seres humanos sino que llegaron al extremo de dictar cursos utilizando a personas vivas… eran pruebas de coraje… personas de edad que llevaban en camiones, vivas, amarradas… las instrucciones eran quitarles el brazo, la cabeza, descuartizarlas vivas… El uso de la motosierra no era práctico porque la motosierra se enreda en la ropa y por eso prefieren el machete… recibieron un tiro en la cabeza y luego fueron partidos en cada articulación prominente. ¿Por qué descuartizar? Por un pragmatismo macabro: ante la necesidad de correr menos riesgos con jueces de aquí y del mundo por crímenes de lesa humanidad, los tenían que enterrar. Y para no tener que cavar fosas muy profundas -para ahorrar esfuerzo- lo mejor era partirlos en pedazos… A la medida del tronco (de la víctima) usted hace el hueco, aunque hondo. Y todas las piezas las mete…»
Mientras la antropóloga María Victoria Uribe afirma acertadamente que «a la sociedad bogotana le importa un carajo que descubran 15 cadáveres en Sucre» y Claudia López señala que «es difícil creerle a Uribe que está a favor de la verdad cuando sale a amenazar a quienes la investigan y exigen», y mientras es palpable el superior afán gubernamental por atender a los victimarios por sobre las víctimas, cuánto nos gustaría que quienes no creen en estas apreciaciones, y reiteran hasta el cansancio que en Colombia ya no hay paramilitares sino sólo «guerrillas terroristas», sacaran un «tiempito» para leer, junto con los fantasiosos partes de guerra oficiales, estos tenebrosos informes.
Ciertamente, escribo avergonzado…
*Escritor colombiano
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