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Las frases afortunadas

Fuentes: Cubarte

Muy pocos mortales son agraciados con el don de pronunciar frases inolvidables. Y si esa rara iluminación le ha sido permitida a ciertos escritores y poetas, es mucho más rara hallarla en los ámbitos de la política y la filosofía. Cuando se halla, tenga por seguro que no olvidaremos a quien las pronuncia o escribe, […]

Muy pocos mortales son agraciados con el don de pronunciar frases inolvidables. Y si esa rara iluminación le ha sido permitida a ciertos escritores y poetas, es mucho más rara hallarla en los ámbitos de la política y la filosofía. Cuando se halla, tenga por seguro que no olvidaremos a quien las pronuncia o escribe, de hecho, se trata de un don tan raro que suele atraer votos y adhesiones. Porque a todos nos gusta ser estremecidos por alguna ocurrencia sorprendente, que sustituya de manera insuperable, en unas pocas palabras, una larga disertación y un discurso con argumentos interminables. Sobre todo si están impregnadas de la fina ironía que siempre es señal de genio e inteligencia superior.

Un joven Winston Churchill, recién graduado de teniente en 1896, no halló mejor empleo para sus rebosantes energías y sus ansias de ver una guerra en el terreno, cansado de estudiarla en mapas y descripciones aburridas, que pedir venir a Cuba con su amigo Regie, y ser aceptados como observadores militares en alguna de las columnas españolas que perseguían a los mambises. Fue aceptado, vino, observó, y casi muere en una emboscada cerca de Sancti Spíritus, cuando una bala de los libertadores pasó a escasos centímetros de la misma cabeza maciza de bulldog que lo haría tan reconocible.

Churchill comenzó en esta isla su carrera como publicista, mandando sus impresiones a un periódico de New York. Criticó acerbamente la desorganización del ejército español, la corrupción imperante en la intendencia, la falta de motivación en los soldados, reclutados casi a la fuerza y tratados como animales por sus oficiales, y sobre todo, lo insostenible de una guerra contra un pueblo decidido a ser libre. No es que simpatizase con los cubanos, demasiado mestizos y negros para su gusto aristocrático. Y en medio de esa ambivalente actitud, acuñó una de esas frases inolvidables, que pronto lo singularizó: «Simpatizo con la revolución, no con los revolucionarios».

Carlos Marx fue pródigo en frases contundentes, como contundente fue y sigue siendo su método de análisis de la sociedad burguesa y el capital. Filósofo genial, no lo fue menos como escritor. Puede decirse, sin temor a errar, que de haberse dedicado a la literatura hoy estuviese entre los clásicos de todos los tiempos, a la altura de Balzac, Hugo o Dickens. A pesar de la aridez y seriedad de los temas que abordó en sus obras, estas muestran la garra del escritor de raza, la ironía socarrona de una mente superior, el espíritu libertario, juguetón y rebelde de los que hablan y actúan con la honestidad que los lectores siempre agradecen, y de los que ven más allá que el común de los mortales. Una de sus obras mejor escritas es «El 18 Brumario de Luis Bonaparte». En ella figuran algunas de sus frases más afortunadas, de las que pueden equipararse a otras que han marcado desde entonces la mente de los hombres y los pueblos, como por ejemplo «Proletarios de todos los países, uníos», «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo», «El capitalismo lleva en si mismo el germen de su propia destrucción» «Los proletarios no tienen nada que perder, más que sus cadenas», «Todo lo sólido se disuelve en el aire», » Los filósofos no han hecho más que explicar el mundo, cuando de lo que se trata es de transformarlo».

En «El 18 Brumario de Luis Bonaparte», desde el primer párrafo, Marx nos estremece. «Hegel dice, en alguna parte,-afirma- que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se repiten, para decirlo de alguna manera, dos veces. Pero se olvidó de agregar: la primera como tragedia, y la segunda como farsa.» Y no es la única frase iluminada, abundan aquí como si viniesen de un torrente, como si Marx hubiese escrito en estado de gracia, conjugando una envidiable concisión filosófica con la elegancia de un estilista del idioma, y las fintas de un invencible duelista, al que le basta, para derrotar a sus rivales, apenas un roce de florete.

«La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos», es otra de las frases afortunadas en esta obra de Marx, que continúa de manera aún más contundente: … «y cuando estos se preparan a justamente a revolucionarse y revolucionar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria, es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, sus ropajes para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal».

Otra de ellas define de manera magistral las características que deben ostentar las revoluciones de nuevo tipo, especialmente, las proletarias. No puede haber sido más económica en sus recursos y más profunda en su descripción. «La revolución social del Siglo XIX-escribe- no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia para aturdirse acerca de su propio contenido… Allí la frase desbordaba el contenido; aquí el contenido desborda la frase».

Y una más, para aquilatar lo afortunado de estas frases que llenan esta obra de Marx, especialmente hermosa y excitante por la exacta conjunción entre contenido y forma de expresión. «No basta con afirmar, como dicen los franceses que su nación fue sorprendida. Ni a la nación ni a la mujer, se les perdona la hora de descuido en que cualquier aventurero ha podido abusar de ellas por la fuerza… Quedaría por explicar cómo tres caballeros de industria pudieron sorprender y reducir al cautiverio, sin resistencia, a una nación de treinta y seis millones de almas».

El notable historiador Arnold Toynbee nos legó una excelente descripción del pánico que sentía, a partir del Siglo XIX, la sociedad burguesa ante el auge de las revoluciones proletarias. Su libro «Guerra y civilización» concluye, precisamente con la enumeración del estado de ánimo de quienes sienten la amenaza de la constante rebelión de quienes se tenían por «doblegados en un arraigado hábito de sumisión». En la tradición de los iluminados para legarnos una frase, un párrafo, una descripción inolvidables, pertenece Toynbee por derecho propio, como se puede apreciar aquí:

«Los espectros de la guerra y la revolución, que hace poco pasaran a ser leyenda, se yerguen de nuevo, como antaño, a la luz del día, y una burguesía que hasta ahora nunca viera sangre, se apresura a erigir muros circulares en torno a sus abiertas ciudades con cualquier material que le caiga en las manos: estatuas mutiladas y altares profanados, y dispersos fragmentos de columnas y bloques de mármol con inscripciones, desprendidos de abandonados monumentos públicos…»

Pertenece a Daniel Bell, en su obra «Las contradicciones culturales del capitalismo», otra definición inolvidable, especialmente viniendo de un autor caracterizado por su militancia conservadora, contraria a las ideas de izquierda. En este caso, se trata de la caracterización de la nefasta influencia ejercida por el imperialismo sobre los Estados Unidos, como nación:

«En el auge de la república imperial, el apacible sentido de tener un destino y el áspero credo de la conducta personal fueron reemplazados por un virulento «americanismo», un destino manifiesto que nos llevaba allende a los mares y un hedonismo materialista que brindaba el incentivo para trabajar. Hoy este destino manifiesto está destruido, el americanismo se ha desgastado y sólo queda el hedonismo. es una pobre receta para la unidad y propósito nacionales».

Los cubanos tenemos nuestras frases inolvidables, algunas de las cuales pueden competir en igualdad de condiciones con otras más eruditas. Martí fue un pensador especialmente sentencioso, y muchas de sus definiciones forman parte del imaginario nacional. Pero menos conocidas son las frases inolvidables de alguien como Máximo Gómez, más reconocido como estratega militar que en esta otra faceta. Hombre astuto y auténtico exponente de la casi infalible sabiduría popular, Gómez pronunció una de esas frases insuperables cuando, a principios de 1898 un reportero quiso saber su opinión sobre la posible ingerencia yanqui en la guerra de los cubanos contra el colonialismo español:

«Es como la lluvia,-sentenció- buena si cae, buena si no cae»

No es difícil adivinar el brillo de sus ojos achinados al pronunciar tales palabras, y un cierto timbre socarrón en su voz habituada a mandar en el campamento. Y claro está, con aquel enigma le ahorraba al corresponsal y a sus lectores el despliegue de un extenso discurso que no lo hubiese podido explicar mejor.

Porque eso tienen las frases afortunadas: una vez pronunciadas todos comprendemos que no hay definición más exacta con tal economía de recursos. Y quienes las leemos o escuchados nos sentimos admirados y respetados. ¿Se puede pedir más?