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Las fumigaciones: otra cara del genocidio en Colombia

Fuentes: Insurrección

Colombia es poseedora de una de las más ricas biodiversidades del continente americano y de un sinnúmero de recursos naturales que la privilegian, al punto que es uno de los cinco países de América Latina con capacidad para autoabastecerse. El petróleo, el agua y su inmensa riqueza forestal y animal la hacen presa apetecida de […]

Colombia es poseedora de una de las más ricas biodiversidades del continente americano y de un sinnúmero de recursos naturales que la privilegian, al punto que es uno de los cinco países de América Latina con capacidad para autoabastecerse.

El petróleo, el agua y su inmensa riqueza forestal y animal la hacen presa apetecida de las voraces transnacionales y de las ambiciones de los Estados Unidos.

Esta realidad es silenciada por los grandes medios de comunicación, así como la miseria en que se mantiene al pueblo colombiano. Sin embargo, en cualquier parte del planeta donde se escucha el nombre de Colombia, inmediatamente se relaciona con el narcotráfico.

Tras esta terrible fama existe todo un fenómeno de orden económico, social, geopolítico y ecológico sin precedentes del cual no se habla porque se impone la visión del problema que más conviene a la gran potencia.

Una de las causas del fenómeno de narcotráfico son las contra reformas agrarias que la oligarquía colombiana ha impulsado utilizando la violencia para desalojar a los campesinos de las mejores tierras y apoderase de ellas, bien usurpándolas o comprándolas a precios ínfimos.

La violencia de los años 40 y 50 del siglo pasado, además del genocidio de más de 300.000 colombianos, también significó un cambio drástico en la composición espacial de la población y en la estructura de la tenencia de la tierra.

En 1938, el 70% de la población vivía en las zonas rurales y en 1964 había disminuido al 48%. Actualmente se calcula que aproximadamente el 74% de colombianos viven en las ciudades, millones de ellos desplazados por el terrorismo de Estado.

Además del gravísimo problema del hacinamiento y la proliferación de los cinturones de miseria en las zonas urbanas, se profundizó la desigual tenencia de la tierra: actualmente el 1,3% de los propietarios es dueño del 48% de las tierras.

Una parte de los campesinos desterrados de sus fincas por la violencia de la década del 50 emigraron hacia otras regiones a colonizar selvas, como las del Magdalena Medio, la Orinoquia, la Amazonía, el Catatumbo. Carentes de vías para transportar sus cosechas, de recursos, de toda ayuda gubernamental y cargados de deudas con agiotistas, sobrevivieron a duras penas.

En la década del 70 tomó auge el cultivo de la marihuana y posteriormente, en los años 80 y 90, el de la coca y la amapola. Esta actividad permitió a los campesinos una rentabilidad de aproximadamente el 30%, que sin sacarlos de pobres, sí les dio más ganancia que cualquier otro cultivo. Los narcotraficantes les garantizaron semillas y otros insumos, así como la compra de la base.

El incremento de los cultivos de estas plantas narcóticas también se debió a que el neoliberalismo fue dejando en la miseria a otros sectores campesinos como los caficultores, por ejemplo. Actualmente se calcula que unas 300.000 familias se dedican a los cultivos de uso ilícito y que escasamente reciben el 1.5% del precio de las drogas vendidas al consumidor final.

Con la caída del socialismo en Rusia y los países del Este europeo, EEUU levantó la bandera de lucha contra el narcotráfico, pretexto bien aceptado en la opinión nacional e internacional pero cuyo verdadero fin es intensificar su injerencia, especialmente en la región Andina.

Siendo ese su verdadero interés, no hay una lucha real contra el siniestro comercio de drogas, sino que lo trata solamente como un problema de los países productores, sin tener en cuenta que en sus ciudades está el mayor comercio y consumo.

La fumigación de las plantaciones, la persecución implacable a los campesinos cultivadores y de los narcotraficantes que les conviene, son los métodos que están empleando con el supuesto objetivo de controlar el fenómeno.

La destrucción de cultivos y la represión no han dado los resultados que se propagandizan. En cambio son numerosas las comunidades campesinas, indígenas y afro colombianas que están profundamente afectadas, tanto por la represión como por las consecuencias nefastas de las fumigaciones, así como por la incalculable la destrucción ambiental que se está produciendo.

Mientras el gobierno, la DEA y demás «asesores» de los EEUU aseguran que las fumigaciones constituyen un medio eficaz para disminuir los cultivos, el Defensor del Pueblo, la Contraloría General de la República, algunos congresistas, organizaciones de defensa de los derechos humanos y del medio ambiente y gobernadores de algunos de los departamentos más afectados, valoran que luego de 20 años de fumigaciones los cultivos no disminuyen.

Las sustancias químicas que se están utilizando (glifosato combinado con cosmoflux poea y cosmoin) son altamente venenosas y no solo han destruido las plantaciones de coca o amapola, sino también los cultivos de alimentos, la cría de animales y han afectado de manera grave la salud de las comunidades.

No existen mecanismos para evaluar los efectos de las aspersiones con esos venenos.

Especialistas en el tema aseguran que Colombia es el único país de los 32 que tienen cultivos de plantas narcóticas que es forzada por una potencia extranjera a realizar fumigaciones con sustancias nocivas, sobre un área de 250 mil hectáreas, es decir, dos veces mayor que la que se reporta cultivada (115 mil hectáreas).

La deforestación que se está llevando a cabo mediante las fumigaciones es incalculable. Son numerosas las protestas y denuncias sobre la destrucción de los parques naturales y las principales fuentes hidrográficas del país.

Se alega que la causa de la deforestación en los parques nacionales, que son ricas reservas de biodiversidad y recursos minerales, son los cultivos de coca y amapola. La policía antinarcóticos asegura que estos cultivos «ilícitos» ocupan 10.431 hectáreas, mientras que un organismo especializado asegura que solamente son 4.616 hectáreas.

¿Qué se esconde detrás de estas cifras alteradas?

Sencillamente los megaproyectos de las transnacionales. Parques como el de la Sierra de Macarena, la Sierra Nevada de Santa Marta, Casanare y el Tayrona, entre otros, hace años que están en la mira del imperio.

Para que no queden dudas es necesario recordar que todo lo relativo al Plan Colombia lo dirigen ellos, el Departamento de Estado y el Pentágono, directamente. Además las operaciones las realizan no solo los 500 militares y 300 «contratistas» estadounidenses civiles que impuso el congreso de ese país, sino un número no conocido de mercenarios guatemaltecos, hondureños y peruanos, que empresas como la DynCorp ha traído, muchos de los cuales han declarado que se les pidió experiencia en combate cuando los contrataron.

Existe un gran debate en el país sobre los métodos de atacar el fenómeno de narcotráfico, especialmente sobre las fumigaciones. Hay cuestionamientos de orden técnico y crece el rechazo nacional e internacional a las aspersiones con venenos. Hay también propuestas que buscan solucionar realmente el problema, teniendo en cuenta las causas que lo engendraron.

El ELN plantea que para erradicar este flagelo se requiere de un plan integral que ataque las causas y no las consecuencias.

En primer lugar es necesario un acuerdo global de carácter internacional, que tome medidas efectivas para el control del consumo y de las mafias que procesan y negocian no solo en los países productores, sino también en los principales mercados (EEUU y Europa), donde quedan las mayores ganancias.

Por otra parte, como la causa principal del problema es socio económica, se requieren planes de desarrollo integral, que garanticen a la población ingresos sustitutivos.

La erradicación de los cultivos debe ser manual para proteger las comunidades y el medio ambiente. Los métodos represivos deben ser reemplazados por educación y programas de desarrollo social, empezando por una verdadera reforma agraria.

Mientras estos mínimos pasos no se den y la lucha contra el narcotráfico siga siendo solo un pretexto para profundizar la intervención yanqui, con la venia del gobierno, se mantendrán los cultivos, las fumigaciones continuarán destruyendo miles de hectáreas de selva, animales y cultivos de alimentos y seguirá el genocidio contra el pueblo colombiano mediante la represión y el envenenamiento por las aspersiones.