«Los que desean la guerra, la preparan y por medio de vagas promesas de una paz venidera o creando el miedo a invasiones intentan convertirnos en colaboradores de sus planes, son amenaza para nuestro mundo y para cualquier tipo de paz» (Hermann Hesse ) Hemos estado acostumbrados, especialmente en América Latina y otras regiones de la […]
«Los que desean la guerra, la preparan y por medio de vagas promesas de una paz venidera o creando el miedo a invasiones intentan convertirnos en colaboradores de sus planes, son amenaza para nuestro mundo y para cualquier tipo de paz» (Hermann Hesse )
Hemos estado acostumbrados, especialmente en América Latina y otras regiones de la periferia capitalista, a escuchar enérgicos discursos en contra del «imperialismo yanqui». Y sin duda que ese imperialismo posee un historial muy poco agraciado, el cual va desde la injerencia en las políticas internas de los países hasta las intervenciones militares -directas o indirectas- dependiendo, casi siempre, de cuántos recursos -petroleros, energéticos, geoestratégicos, etc.- estén en juego. En todas esas injerencias, la sangre de muchos inocentes de la periferia ha sido derramada.
Sin embargo, en medio de la algarabía de los discursos antinorteamericanos se fue perdiendo el contenido del término imperialismo. Recuperando -sin mucha emoción- algunas intuiciones sugeridas por V.I. Lenin (quien, recordemos, replanteó los argumentos de R. Hilferding a la vez que respondió a la polémica mantenida con K. Kautsky durante los inicios de la Primera Guerra Mundial ), vale retomar la noción del imperialismo como una fase superior del capitalismo caracterizada al menos por los siguientes patrones:
– El aparecimiento del capital financiero como fusión entre capitales productivos y no productivos -bancarios, comerciales, especulativos entre otros que podrían entrar en la categoría de capital ficticio-. Dicho capital financiero adquiere cierta -pero no absoluta- autonomía e influencia global.
– La exportación de capitales y su permanente relocalización con el fin de ampliar las fronteras de explotación tanto de la fuerza de trabajo como de la Naturaleza de las regiones periféricas (exacerbando en dichas zonas tanto la sobreexplotación laboral como el extractivismo).
– La mundialización de los procesos de concentración-centralización del capital, que termina llevando al surgimiento de oligopolios transnacionales con influencia económica global.
– La pugna de dichos oligopolios en la división del mundo en zonas de influencia, tanto con el afán de ampliar sus fuentes de medios de producción (en especial la obtención de recursos naturales), ampliar sus mercados, y hasta ampliar su poderío hegemónico en general. Esto último implica, entre otras cosas, el dominio imperialista ideológico y cultural impulsado a través de dispositivos de control hegemónico modernizados que incluyen celulares , redes sociales, buscadores de Internet, tiendas en línea y demás avances consumistas de nuestros tiempos (utilizados incluso para que, voluntaria y gratuitamente, la población entregue información personal -y hasta sensible- a grandes corporaciones).
– El capital ficticio no solo presiona por la obtención de ganancias especulativas, sino que incluso retroalimenta la acumulación del capital productivo, creando una maraña en donde no se sabe dónde termina la producción y empieza la especulación. Esta compleja relación es conocida desde hace muchos años atrás. Un banquero inglés, James William Gilbart, en su libro The History and Principles of Banking, en 1834, fue categórico: «Todo lo que facilita el negocio, facilita la especulación, los dos en muchos casos están tan interrelacionados, que es difícil decir, dónde termina el negocio y empieza la especulación«. Esta conclusión, entre otras, permitió a Karl Marx desarrollar sus reflexiones sobre crédito y capital ficticio (ver capítulo 25 del tomo III de El Capital).
– La entrada tanto en la banca como en el sistema financiero internacional de recursos nacidos desde procesos de lumpen-acumulación como el narcotráfico, la trata de personas, la venta de armas y demás mecanismos violentos que cada vez son más habituales en la lógica capitalista de lucrar como sea (para muestra basta mencionar el papel de los recursos del narcotráfico para sostener a la banca internacional durante la crisis de 2009 ).
– La agudización de la diferenciación entre los países de la periferia y semiperiferia capitalista y los grandes centros que cada vez consolidan un mayor poder económico global (con procesos como, por ejemplo, la agudización del intercambio desigual o la extracción de recursos usando alguna de las múltiples formas de acumulación por desposesión ).
Nótese que, de los patrones presentados, ninguno considera que el imperialismo del siglo XXI es una característica propia de un país específico. Al contrario, el reparto del globo que se observa en esta fase superior del capitalismo se da entre grandes capitales oligopólicos de múltiples regiones del mundo, con una relativa menor participación de los Estados en relación a los imperialismos clásicos. Clara muestra de la naturaleza multipolar del imperialismo contemporáneo es la pugna entre los grandes capitales asociados a EEUU y a China, los cuales se disputan los mercados de manera feroz y sin escrúpulos (al punto de declararse la » guerra económica » entre ambas potencias, con escaramuzas bastante peculiares como lo sucedido con la empresa china Huawei ).
Es decir, el imperialismo en el siglo XXI no tiene una nacionalidad definida, sino que cada vez adquiere una mayor multiplicidad de nacionalidades; tan múltiples como múltiples son las potencias capitalistas que se reparten el mundo. En particular, podemos pensar en -al menos- dos grandes «campos» del imperialismo que desde hace algún tiempo se enfrentan entre sí: imperialismos occidentales (con capitales oligopólicos originalmente enraizados en EEUU, en Europa Occidental y otros), e imperialismos orientales (consolidados originalmente en regiones como Rusia, China, Europa Oriental y otras zonas que entraron abiertamente en la lógica capitalista luego del fracaso del bloque soviético).
Si bien, en consonancia con lo dicho antes, muchos de estos capitales ya han perdido su ubicación geográfica original y se localizan en donde puedan maximizar sus beneficios, aún mantienen lazos financieros con bolsas de valores y hasta con gobiernos de regiones específicas del mundo, lo cual permite su distinción. Al mismo tiempo, los capitales de los diferentes imperialismos crean espacios donde interactúan y negocian unos con otros -cual reuniones entre diferentes capos de la mafia-, conformando órganos que aspiran a actuar casi como gobiernos globales; un ejemplo es el foro de Davos, en donde la hipocresía no logra ocultar cómo muy pocos grupos de poder aspiran a definir el futuro del mundo …
Tanto los imperialismos occidentales como orientales tienen el mismo fin: la autovalorización ad infinitum del capital y de los procesos de concentración-centralización, cueste lo que cueste (sin importar ni siquiera la devastación climática, un campo de batalla donde los imperialismos ya empiezan a identificar otra fuente de lucro ). Esto no implica que, al interior de cada uno de esos imperialismos también existan disputas encarnizadas. Pero dichas disputas muchas veces pueden mantenerse en pausa cuando se trata de sostener el poder ante otros imperialismos.
En el caso latinoamericano, la cuestión se devela de forma clara: mientras que en la larga y triste noche neoliberal los imperialismos occidentales se encargaron de expoliar a los pueblos de la región, durante el auge y caída de los progresismos dicha expoliación quedó mucho más en manos de los imperialismos orientales. En ambas épocas, tanto gobiernos neoliberales como «progresistas» se volvieron meras piezas dentro del reparto planetario de grandes oligopolios capitalistas -norteamericanos y chinos, sobre todo- que dominan el mundo económico de nuestros tiempos.
Así, mientras en una época la deuda externa latinoamericana crecía gracias a la fuerte influencia del Fondo Monetario Internacional -bajo la tutela norteamericana- en una época subsiguiente el endeudamiento creció especialmente con el apoyo del Eximbank de China. Mientras en una época los «elefantes blancos» servían para extraer divisas de los países a través de proyectos empujados por el Banco Mundial, en otra época esos «elefantes blancos» pasaron a ser financiados por el Banco de Desarrollo de China. Mientras que en una época las redes de corrupción venían de la mano de un neoliberalismo salvaje que jugó con nacionalizar deudas privadas y privatizar activos estatales, en otra época se formaron redes de corrupción «progresista» y neoliberales financiadas tanto por empresas oligopólicas transnacionales regionales (como Odebrecht ) en conjunto con capitales del imperialismo oriental (como las múltiples constructoras chinas y hasta rusas que entraron en la región). Corrupción que, por cierto, galopa a la par de los extractivismos , que resultan un elemento más del campo de batalla de los imperialismos.
Pero la disputa entre los imperialismos del siglo XXI no solo se ha vivido en tierras latinoamericanas. Basta recordar los casos de Libia y sobre todo Siria para notar como, mientras unos grupos «rebeldes» -incluyendo a extremistas y terroristas- eran apoyados por los imperialismos occidentales, las fuerzas gubernamentales -represivas y autoritarias- eran apoyadas por los imperialismos orientales. En Libia ganó occidente (con la caída de Gadafi ), en Siria al parecer ganó oriente (con la supervivencia y consolidación de Al Assad ). Afganistán sería otro caso de estudio, en donde los imperialismos se han sucedido desde hace décadas buscando consolidar una posición geoestrtágica sobre los recursos energéticos existentes en dicho país. Y en la mitad, entre miles de muertos y desplazados, los supervivientes de los conflictos vivieron -y todavía viven- en medio del infierno de la guerra. Aquí también podemos recordar la guerra de Irak fomentada por los imperialismos occidentales (sobre todo norteamericanos), las invasiones y bombardeos vividos en su momento en Georgia por parte de los imperialismos orientales (sobre todo rusos), o la disputa en Ucrania (donde ambos bandos parecen seguir en disputa)…
Todos estos casos -y muchísimos otros que deberán citarse en su momento- son ejemplos de una violencia exacerbada por las guerras imperialistas del siglo XXI. Guerras en donde el enemigo del pueblo vive en todos los bandos; no solo en el lado del «imperialismo yanqui» sino también en el lado del «imperialismo europeo», el «imperialismo ruso», el «imperialismo chino» … en definitiva, el enemigo vive entre los imperialismos occidentales y orientales. Mientras tanto, varios gobiernos del mundo levantan banderas y discursos antiimperialistas solo contra uno de los bandos en disputa; banderas y discursos que sirven de muletillas que ocultan el entreguismo de esos gobiernos hacia algún otro bando imperialista (ejemplo paradigmático fue el discurso del fetichismo progresista en contra del «imperialismo yanqui», mientras por debajo se aupaba al imperialismo chino).
Tal realidad -violenta, sanguinaria y multipolar- de la fase superior del capitalismo debe llevarnos a una reflexión muy seria sobre la idea misma de imperialismo, particularmente en Latinoamérica, pues esta idea no solo que ha sido vaciada de contenido, sino que merece ser reinterpretada a la luz de un mundo tan cambiante en el cual el capital sigue dominando. Una reflexión que es urgente, más aún cuando las tenazas de unas y otras potencias del mundo se ciernen sobre el pueblo venezolano; un pueblo inocente que puede volverse otro campo de batalla de las guerras imperialistas del siglo XXI si no se logra una salida democrática, soberana y, sobre todo, en paz.
El autor es economista ecuatoriano.
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