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Las guerras: ¿nuestro destino?

Fuentes: Rebelión

«Tomamos las armas para abrir paso a un mundo en el que ya no sean necesarios los ejércitos«. Subcomandante Marcos «Si quieres la paz prepárate para la guerra», decían los romanos del imperio. No se equivocaron. El fenómeno de la guerra es tan viejo como la humanidad, y según van las cosas nada indica que […]

«Tomamos las armas para abrir paso a un mundo en el que ya no sean necesarios los ejércitos«.

Subcomandante Marcos

«Si quieres la paz prepárate para la guerra», decían los romanos del imperio. No se equivocaron. El fenómeno de la guerra es tan viejo como la humanidad, y según van las cosas nada indica que esté por terminarse en lo inmediato. La paz, parece, es aún una buena aspiración,…..pero debe seguir esperando.

En la actualidad, si bien ha terminado la Guerra Fría -escenario monstruoso que sentó las bases para una posible y real eliminación de la especie humana en su conjunto en cuestión de pocas horas- continúan en curso cantidad de procesos bélicos, suficientes para producir muerte, destrucción y dolor en millones de personas en todo el mundo: Irak, Libia, Afganistán, Chechenia, Congo, Uganda, Nepal, País Vasco, Colombia, Ruanda, Cachemira, Irlanda del Norte, Burundi, Sudan, Angola, Argelia, el conflicto israelí-palestino, Birmania, Liberia, Somalia, Etiopía, India, Macedonia, Sri Lanka, Nigeria, Sierra Leona , Kurdistán , Chiapas, la guerra contra el narcotráfico en todo México y su posible extensión a Centroamérica, por mencionar los más conocidos. Próximamente quizá también ¿Irán, Corea del Norte, Venezuela? La lista pareciera no tener fin.

¿Por qué la guerra? ¿Es posible evitarla? Esta pregunta viene acompañando al ser humano desde sus orígenes, con lo que se ve que el problema es particularmente arduo y no existe una solución definitiva. Alguien dijo mordazmente que su destino está marcado por la violencia, pues lo primero que hizo el primer humano al bajar de los árboles fue, nada más y nada menos, que producir una piedra afilada: ¡un arma! De ahí a los misiles intercontinentales con ojiva nuclear múltiple pareciera seguirse siempre el mismo hilo conductor. ¿Será realmente nuestro destino?

Se podría pensar que esta recurrencia casi perpetua es connatural a nuestra especie, es genética. De hecho, el ser humano es el único espécimen animal que hace la guerra; ningún animal, por sanguinario que sea, tiene un comportamiento similar. Los grandes depredadores matan para comer, continua y vorazmente…, pero no declaran guerras. Como toda conducta humana, también la violencia -y la guerra en tanto su expresión más descarnada- pasan por el filtro de lo social, del proceso simbólico. La guerra no llena ninguna necesidad fisiológica: no se ataca a un enemigo para comérselo. En su dinámica hay otras causas, otras búsquedas en juego. Se vincula con el poder, que es siempre una construcción social; quizá la más humana de todas las construcciones. Ningún animal hace la guerra a partir del poder; nosotros sí.

A partir de esto, se ha dicho entonces que si la guerra es una «creación» humana, si su génesis anida en las «mentes», perfectamente se podría evitar. En esta línea, para pensar en la posible evitabilidad de la guerra y de la violencia cruel y gratuita, puede partirse de las conclusiones a que llegaron varios científicos sociales y Premios Nobel de la Paz congregados en Sevilla (España) en 1989 para analizar con todo el rigor del caso qué había de verdad y de mentira en relación a la violencia. El Manifiesto de Sevilla que redactaron afirma que la paz es posible, dado que la guerra no es una fatalidad biológica . La guerra es una invención social . «Se puede inventar la paz, porque si nuestros antepasados inventaron la guerra, nosotros podemos inventar la paz».

Si esto es cierto, si todos lo tenemos claro, ¿por qué el fenómeno no decae, sino que, por el contrario, aumenta? ¿Por qué sigue en ascenso la inversión en armamentos a nivel global? (más de un billón de dólares anuales), -armas que, indefectiblemente, son usadas en contra de otros humanos, y por tanto continuamente renovadas, mejoradas, ampliadas-. ¿Por qué, pese a que en muchísimos países en estas últimas décadas han aumentado la información, la participación ciudadana en la toma de decisiones, la cultura democrática, se decide con valentía intelectual acerca de temas candentes como la eutanasia, el aborto o los matrimonios homosexuales, por qué pese a todo ese avance civilizatorio las posibilidades reales de desaparición de las guerras se ven como algo tan quimérico? Hay en todo esto una relación paradójica: de liberarse toda la energía de las armas atómicas acumuladas hoy día sobre la faz del planeta, se generaría una explosión tan monumental que su onda expansiva llegaría a la órbita de Plutón. ¡Proeza técnica!, sin dudas. Pero ello no impide que el hambre siga siendo la primera causa de muerte de la humanidad. Pareciera más importante hacer la guerra que la paz.

Aunque vivimos el fin de un período especialmente bélico como fue la llamada «Guerra Fría» (una virtual Tercera Guerra Mundial), la virulencia del actual marco guerrerista es infinitamente mayor a aquél. Es mayor, fundamentalmente, porque el mundo está unipolarmente conducido por una potencia militar hegemónica que, con una supremacía hoy por hoy abrumadora, marca el ritmo e impone la guerra. Resultado de esto es una proliferación de armas como nunca se había visto anteriormente en la historia; y obviamente, su utilización. Es importante mencionar que aproximadamente un cuarto de la economía estadounidense está directa o indirectamente ligado al negocio de la guerra, es decir: al negocio de la muerte.

Si bien es cierto que la humanidad ha pasado el peor momento respecto al holocausto termonuclear a cuyo borde vivió por varias décadas, la paz hoy está infinitamente lejos de avizorarse. Nuevas y más maquiavélicas formas de violencia se van imponiendo. La guerra, la muerte, la tortura pasaron a ser «juego de niños», literalmente. Cualquier menor de edad, en cualquier parte del mundo, se ve sometido a un bombardeo mediático tan fenomenal que lo prepara para aceptar con la mayor naturalidad la cultura de la guerra y de la muerte. Sus juegos, cada vez más, se basan en esos pilares. Los íconos de la post modernidad chorrean sangre, y pasó a ser un juego en cualquier «inocente» pantalla la decapitación de alguien, su desmembramiento, el bombardeo de ciudades completas, el triunfador «bueno» que aniquila «malos» de cualquier calaña. La cultura de la militarización lo invade todo. Parece que la máxima latina sigue más que vigente: la paz se consigue con preparativos bélicos. Dicho sea de paso, la industria armamentista es el renglón más redituable a escala planetaria: unos 35.000 dólares por segundo, más que el petróleo, las comunicaciones o las drogas ilícitas.

Si fuera cierto que las guerras se mantienen porque, en definitiva, son un buen negocio para algunos, esto debería llevarnos a preguntar: ¿es acaso esa la esencia de lo humano? ¿La primera piedra afilada del Homo habilis de dos millones y medio de años atrás, un arma, es nuestro ineluctable destino? La pulsión de autodestrucción que invocaba Freud en su «mitología» conceptual para entender la dinámica humana, el Thanatos, no parece tan descabellada.

Retomando entonces el esperanzado y optimista Manifiesto de Sevilla: ¿es cierto que la guerra puede desaparecer? Si no es un destino ineluctable de nuestra especie, si la clave es preparar y educar a la gente para la paz, ¿por qué cada vez hay más guerras pese a los supuestos esfuerzos por construir un mundo libre de este cáncer?

Es curioso: nunca antes en la historia se habían destinado tantos esfuerzos a educar para la paz, para la no-violencia; nunca antes se había legislado tan profusamente acerca de todos los aspectos vinculados a la muerte y la agresividad. Nunca antes se había intentado poner fin a los tormentos de la guerra, la violación sexual, la tortura como lo que vemos actualmente, con tratados y convenciones por doquier. Pero tampoco nunca antes se habían visto tantas guerras, tan violentas, crueles y brutales. La actual tecnología militar nos hace ver las hachas, las flechas o las bombardas como inocentes juegos de niños, no sólo por el poder letal de las actuales armas de destrucción masiva, sino por la criminalidad de la doctrina bélica en juego: golpear poblaciones civiles, desaparición forzada de personas, concepto de guerra sucia, grupos élites preparados como «máquinas de matar», y como un ingrediente descomunalmente importante: guerra psicológica.

Crecen los esfuerzos por la paz, pero también crecen las guerras. Lo cual lleva a pensar si crecen realmente esos esfuerzos, si están bien direccionados, o si quizá hay que plantear la cuestión en otros términos. Las guerras, en definitiva, se hacen a partir del ejercicio de poderes, y la defensa a muerte de la propiedad es el eje común que los aglutina. Todo indica que vale más la defensa de la propiedad privada que la de una vida humana. La esperanza que queda es que si se cambian las relaciones en torno a la propiedad, podría cambiar también la civilización basada en la guerra. La cita del Subcomandante Marcos del epígrafe va en esa línea.

Para conseguir la paz (lo cual suena bastante grande por cierto, ampuloso incluso): ¿alcanza «educar para la paz»? ¿Se pueden cambiar las crudamente reales relaciones de poder apelando a una transformación moral? ¿Cómo conseguir efectivamente reducir la violencia, reinventar la solidaridad y liberar la generosidad, tal como piden las declaraciones de Naciones Unidas? Obviamente están planteados ahí enormes desafíos: está claro que no hay un destino genético en juego que nos lleva a la guerra como nuestro sino inexorable. Hay grupos humanos actuales, en pleno siglo XXI, aún en la fase neolítica de desarrollo, nómades sin agricultura ni ganadería, recolectores y cazadores primarios, sin concepto de propiedad privada, que no hacen la guerra. ¿Podremos llegar a imitarlos pese a toda la parafernalia técnica que desarrollamos?

Quizá la educación no termina de transformar la realidad. Un persona con mucha educación formal -con todos los post grados universitarios que se quiera- no es necesariamente un agente de cambio; por el contrario, puede ser de lo más conservador, y por tanto defender a muerte el actual orden de cosas justificando la guerra («A veces la guerra está justificada para conseguir la paz», dijo el educado afrodescendiente Obama, presidente de la principal potencia bélica del mundo cuando recibió el Nobel de la Paz). Una transformación implica básicamente cambios en las relaciones de poder. Y esto último nos lleva -círculo vicioso- a un cambio que se resiste a ser operado si no es desde una acción violenta, como han sido hasta ahora todos los cambios en las relaciones de poder habidos en la historia. «La violencia es la partera de la historia», dedujo Marx, analizando con otros términos la máxima latina. Si hay cambios posibles entonces, ¿más guerra todavía? La Revolución Francesa, paradigma primero de nuestra actual sociedad planetaria democrática y ¿civilizada?, triunfó cortando la cabeza de los monarcas.

Hoy, desde las ciencias sociales de los poderes que marcan el ritmo global (la historia la escriben los que ganan, no olvidar), se habla insistentemente de resolución pacífica de conflictos; acción violenta y lucha armada quedaron en la historia como un pecado del que no hay que hablar, que cayeron junto con el muro de Berlín, y la línea en juego actualmente nos lleva a desarrollar una educación para la convivencia armónica. Lo curioso, lo fatal y tristemente curioso es que pese al Decenio para la Paz que fija la Organización de Naciones Unidas, estamos cada vez más inundados de guerras. Y todavía no empezaron todas las que están en lista de espera de la actual administración de Washington. Claro que… quien juega con fuego se puede terminar quemando.

Con el «pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad« que la situación requiere, como reclamaba Gramsci, creamos firmemente y hagamos lo imposible para que ese supuesto destino ineluctable no se termine concretando.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.