A partir de la segunda mitad de la década del 60 del siglo XX, comenzó un periodo de ampliación de la organización popular hasta un punto nunca antes visto en Chile. Va en aumento progresivo la organización autogestionaria ahora como poder popular constituyente, para integrarse y para cambiar la sociedad, aunque se trataba de un proceso en disputa intentado conducir desde arriba por los partidos políticos de masas.
La década del 60 vio surgir un nuevo fenómeno político, la Democracia Cristiana (DC) y su proyecto de Revolución en Libertad, la que además de orientarse por la doctrina social de la iglesia católica, se hacía eco de la norteamericana e imperialista Alianza para el Progreso, esto en el marco de la Guerra Fría. No muy diferente a la matriz populista latinoamericana, la DC, para conjurar la “amenaza” marxista apelaba al pueblo desde el liderazgo carismático, las políticas redistributivas y las reformas económicas, lo que inevitablemente desató el conflicto con la vieja oligarquía de raíz agraria. Ello agudizó las tensiones internas del partido entre un ala reformista y una conservadora generando hacia fuera el clásico zigzagueo ideológico de la DC. Pero tal ambigüedad también desencadenó procesos de fortalecimiento de la autonomía y espíritu autogestionario del movimiento antisistémico popular, abriendo espacio a nuevos actores y movimientos, los cuales llegaron a tomar distancia crítica de la DC y consolidar su propio ethos y reivindicaciones (Garcés, 2002). Así, el programa de Promoción Popular de la DC resultó ser una caja de pandora, que después no pudieron cerrar, no sin ayuda militar.
Por abajo, van convergiendo progresivamente obreros, campesinos, estudiantes y pobladores. Comienza una nueva transformación identitaria e ideologizante al darse una convivencia intensa entre pobladores/as y militantes partidarios de la llamada nueva izquierda 1/. Es el 68 chileno, expresión local de la revolución mundial de 1968. Con el arribo de la Unidad Popular, surgen los Cordones Industriales, los Comandos Comunales y diversos frentes de pobladores, estudiantes y campesinos (Gaudichaud, 2016).
En concordancia con la tónica política mundial de aquellos días, la expresión chilena de lo que llegaría a ser el 68 chileno quedó plasmada en la ampliación y diversificación de los movimientos antisistémicos, así, a las luchas clásicas de los obreros, que de 1.500 socios de sindicatos a principios de la década pasó en 1970 a más de 100 mil, se unieron las vigorosas movilizaciones estudiantiles, las de los grupos eclesiales de base, los movimientos feministas, y por supuesto, los movimientos de pobladoras/es, que agrupados en Comités de Sin Casa, comunal e intercomunalmente articulados, se expandieron ampliamente por la capital y regiones. Dado lo cual, es posible decir que el proceso autogestionario de ampliación galopante del poder popular constituyente precede, y en alguna medida funda, las condiciones de posibilidad del gobierno de la Unidad Popular. Entonces, no sólo sería ésta la época de mayor movilización social, sino, además, la de “mayores transformaciones en las relaciones sociales de poder que organizaban la sociedad civil en Chile.” (Garcés, 2012: 117).
Al enfocarse, exclusivamente, en el campo de acción de las y los pobladores, se tienen los siguientes datos; sólo considerando Santiago, las y los pobladores pasaron de autogestar 4 tomas de terrenos en 1968, a 35 en 1969 y a 103 en 1970 (Garcés, 2002). Para el periodo 1969-71 Duque y Pastrana (1972) constataban en el Gran Santiago un total de 312 tomas de terrenos en las que habitaban 54.710 familias. Según muestra Garcés (2002), las movilizaciones se expandieron vigorosamente en regiones, siendo reconocibles por los registros de prensa al menos 1000 movilizaciones de pobladores entre el 70 y el 73, con una alta incidencia en la región del Bío Bío donde las tomas específicamente alcanzaron las 172.
Desde esa perspectiva, el golpe de Estado del 73 habría sido no sólo el fin de la UP y la democracia, sino principalmente la forma de conjurar la revolución popular que se venía gestando en ese tiempo.
En el periodo 1973-1990 la tónica fue represión brutal, transformación urbana con erradicación de pobladores/as a la periferia, segregación espacial y abandono a su suerte de los sectores populares por parte del Estado dictatorial. En esos años las y los pobladores son el motor de las luchas contra la dictadura, pero son instrumentalizados por las vanguardias reformistas (Iglesias, 2011). Se da una radicalización de la violencia popular en respuesta a la represión. En el periodo 1983-89 gatillado por el ciclo de movilizaciones contra la dictadura militar que sumaron 22 Jornadas de Protestas Nacionales, los sectores movilizados fueron diversos: estudiantes, trabajadores, mujeres, profesionales de clase media, pero sobre todo, fueron las y los pobladores los que tuvieron una audaz acción protagónica, por la que pagaron un alto precio (Iglesias, 2011). En la población, las protestas no eran mero toque de cacerolas ni bocinazos como en barrios clase medieros, también barricadas, marchas, cortes de luz, paralización del transporte y sobre todo enfrentamientos con la policía y hasta el ejército.
Esta importancia de la fuerza pobladora en la lucha contra la dictadura, especialmente su protagonismo en las Jornadas de Protesta Nacional, ha sido ampliamente documentado, entre otros por Iglesias (2011), así como por Garcés (2012; 2019), quien afirma:
“Si bien al principio los sindicalistas jugaron un papel relevante, sobre todo en las convocatorias, en realidad lo que más se movilizaban eran las mujeres, los estudiantes y los pobladores. Esta inédita situación en la movilización social interpeló por mucho tiempo a la izquierda política que, por razones ideológicas, estimaba que los principales opositores la dictadura eran los trabajadores (…). Por otra parte, donde la protesta tuvo mayores dificultades para instalarse fue justamente entre los trabajadores formales, tanto del sector público como privado.” (2019: 38).
Durante las jornadas, que podían durar varios días, Santiago veía completamente perturbada su operacionalidad cotidiana, lo que tarde o temprano surtiría su efecto sobre los ojos del gran capital trasnacional, que veía con preocupación cómo el país se había vuelto inestable y nada propicio para la inversión extranjera. Talón de Aquiles para la dictadura, fue este el punto de inflexión ante el que Pinochet, no pudo sino terminar por abrir conversaciones para cerrar su sangriento periodo de espurio mandato. Aún así, los actores populares y de orientación anticapitalista no pudieron proyectar políticamente la potencia de sus previas movilizaciones.
A partir de 1973, en medio de la represión brutal, segregación y abandono por parte del Estado dictatorial, subsiste, aunque contraída, la cultura autogestionaria, además se da una radicalización de la violencia popular en respuesta a la represión desde las Jornadas de Protesta Nacional, lo que constituye un cambio importante en la subjetividad pobladora, en la que se afirma la concepción de una lucha que no es solo por vivienda sino también por justicia y democracia.
En la coyuntura, el reordenamiento del cuadro político entre los opositores a la dictadura se reestructuró en torno a dos bloques: la Alianza Democrática (AD), y el Movimiento Democrático Popular (MDP). La primera buscaba abrir el diálogo político con los líderes de la dictadura para negociar una salida pactada, y el segundo se orientaba a la radicalización de la movilización legitimando todas las formas de lucha de modo de llegar a lo que se conceptualizaba como una rebelión aguda de masas , la que debía derribar la dictadura y permitir retomar el camino hacia el socialismo (De la Maza y Garcés, 1985). En el esquema de la AD, a las y los pobladores y el pueblo organizado en general, no le cabía más que el secundario papel de agentes liderados prestos a movilizarse y desmovilizarse en cuanto los dirigentes reformistas lo dispusieran. En el esquema del MDP se les conminaba a sumarse a la revuelta revolucionaria, no obstante, también bajo el liderazgo, esta vez, de las vanguardias de izquierda. Una vez más, quedaba de lado el autogestionario proceso de liberación y autonomía con que los estratos populares venían autoeducándose y dotándose de poder constituyente a sí mismos. Así, cuando aparentemente las movilizaciones no estaban logrando derribar la dictadura sino más bien haciendo recrudecer la represión, y la confrontacional línea política de la vanguardia de izquierda no lograba los rendimientos esperados, la AD aprovecho la coyuntura para imponer su línea política de transito institucional, completamente acorde con lo prescrito por la dictadúra cívico-militar.
Luego del plebiscito y el mañoso slogan de la alegría ya viene, comenzó un ciclo donde la política se reafirmó una vez más como mero oficio de representación, ahora con mucha mercadotecnia y cada vez mayor distancia con los movimientos y la vida cotidiana del mundo popular y el ciudadano de a pie. Transición en la medida de lo posible (Aylwin dixit) que abre un periodo de democracia de baja intensidad. A su vez, este proceso chileno es parte del flujo geopolítico mundial que marca el agotamiento del liberalismo como geocultura indisputada del sistema mundial, en que las grandes mayorías ya no parecen tan dispuestas a depositar su esperanza en la ideología del desarrollo, ni confiar en el Estado como genuino garante de derechos (Wallerstein, 2001).
En lo académico, el golpe de Estado abrió la pendular posibilidad de volver a reducir el concepto de movimiento de pobladores al permitir un escenario desde donde poner en tela de juicio buena parte de las tesis científico sociales que destacaban el potencial revolucionario de las fuerzas pobladoras. Sin embargo, esta puesta en duda no la trajeron los hechos de la dictadura tanto como las posiciones teóricas intrumentalizantes de diversos intelectuales asociados, especialmente, a la Corporación Sur, particularmente los llamados Touraine Boys, representantes de la sociología pesimista, quienes tenían por avatar intelectual a Alain Touraine (1987), quien sostenía que:
“en mi vocabulario diría que [el de pobladores] no constituye propiamente un movimiento social, sino un movimiento histórico, donde el tema no es manejar los recursos de una sociedad, sino manejar el proceso de transformación social cuyo agente central no es una clase dirigente, sino el Estado” (p. 221).
Este enfoque y posicionamiento conservador tuvo amplia acogida intelectual en el país, y profundas consecuencias políticas. Lo que llevó a Eugenio Tironi (1986) a afirmar que se trataba no de movimientos sociales sino de meras organizaciones políticas de militantes en la población, e incluso a negar la posibilidad de su pasada, presente y sobre todo futura existencia:
“En estas circunstancias parece difícil, por ejemplo, referirse a los pobladores como a un movimiento social. En efecto la crisis de la acción reivindicativa y los límites del comunitarismo desembocan en un fenómeno que corresponde a lo que Touraine denomina a veces genéricamente como un “antimovimiento social”, cuya expresión más patente es la violencia” (p. 30).
Así, aceptando el núcleo teórico básico de sus predecesores de la teoría de la marginalidad (Vekemans et all), pero pertrechados con la teoría de Touraine para actualizarla con hipótesis ad hoc, los sociólogos pesimistas desarrollaron una perspectiva que iba aún más lejos en la reificación de una identidad de pobladores, desde donde de plano, se declaraba la imposibilidad de ser y o llegar a devenir, movimiento social al sujeto colectivo poblador, y más aún al actor político. Teorizaciones estas que no eran ni desinteresadas ni imparciales, y que se daban en el contexto de hegemonizar, en parámetros liberales, la “transición” fuera de la dictadura, en circunstancias que, unificado o no, el movimiento de pobladoras/es en sus territorios tuvo un protagonismo cardinal en la desestabilización de la tiranía militar durante el ciclo de las Jornadas de Movilización Nacional. Ingobernabilidad que fue astutamente ocupada por los adherentes a la liberal Alianza Democrática, que en 1990 se transformó en la Concertación de Partidos por la Democracia, y a quienes teóricos como Tironi, hoy consultores empresariales (Salazar, 2009), antes como ahora prestaron sus servicios ideológicos.
En junio del 92, se realiza en lo alto de Peñalolén, la que Salazar considera “la última toma de terrenos de carácter emblemático por parte del movimiento de pobladores” (2012: 185). Se trata de la toma de Esperanza Andina, la cual incubaba en su acervo histórico, la memoria colectiva, y las tácticas y estrategias de 35 años de tomas de terreno, tanto respecto a la operación militar propia de asegurar la toma, como respecto a la operación política de lograr la legalización posterior de la misma. Después de ocurrida la mediatizada victoria de esta movilización popular, todavía hubo un último intento de toma en 1999 antes que se diera un periodo de repliegue y transformación popular. Se trató de la llamada Toma de Peñalolén, en los terrenos de Miguel Nasur, la cual no sólo era expresión de la necesidad de vivienda, sino también de resistencia a las políticas de vivienda que condenaban a emigrar a las y los pobladores de sus comunas de origen hacia la ultra-periferia, y a mal vivir en casas de pésima calidad. Para las y los actores conglomerados en la Federación Nacional de Pobladoras y Pobladores (FENAPO), la ultima toma emblemática fue la Toma de Nasur, para ellos y ellas las raíces de su historia directa surgen aquí, ya que algunos de las y los militantes iniciales se curtieron en este ejercicio de poder popular o aprendieron de quienes estuvieron involucrados en el.
En el periodo 2003-2009, en que se re-fortalece la autonomía de los movimientos pobladores y en que van surgiendo organizaciones y movimientos de pobladoras/es de nuevo tipo, multiplicándose lentamente a nivel nacional, entre ellos la FENAPO y el ANDAH (la Asociación Nacional de Deudores Habitacionales) el Movimiento de Pobladoras y Pobladores en Lucha (MPL), el Movimiento Pueblo Sin Techo. Posteriormente otros como el Movimiento Territorio y Vivienda; el Movimiento de Pobaldoras/es Vivienda Digna; Movimiento Solidario Vida Digna; Coordinadora de Allegados Los Sin Tierra; Coordinadora de Allegados de La Pintana; Movimiento Autónomo de Allegados, entre otros y junto a multitud de comités de sin casa que van apareciendo dada la crisis de habitabilidad en el país.
Emergencia poblacional que también se da en otros países de Latinoamérica, como Argentina, México, Venezuela, y Brasil, reconfigurando un escenario de movimientos urbanos-populares que en los noventas había sido dado por muerto. A diferencia del ciclo anterior, ahora la orientación es abiertamente antisistémica, las estrategias son prefigurativas autogestionarias, y si bien se relacionan -de distintas maneras según cada territorio- con los sistemas partidarios (como la FENAPO con Igualdad), la centralidad está puesta en la autonomía, y en la prefiguración constituyente del hábitat. Se trata de un ciclo en que, además, se está gestando un nuevo y más favorable escenario para la rearticulación global de los movimientos antisistémicos populares.
En el actual contexto de las Jornadas Populares Plurinacionales del 18/O, al interior de la plataforma intersectorial de movimientos: Unidad Social, se configuró el Bloque Poblador, bloque que por la circunstancia y su magnitud constituye un fenómeno histórico en cuanto a la unidad y coordinación autogestionaria compleja de los movimientos y organizaciones de pobladores/as. Bloque el cual, de seguir su marcha, podría preparar el escenario para el surgimiento de una nueva fuerza pobladora antisistémica nunca antes vista en Chile. Junto a esto, otro suceso inédito es el proceso de convergencia entre movimientos de pobladores y trabajadores públicos del área de vivienda social (MINVU/SERVIU/SEREMI), convergencia que se materializó en un cabildo autoconvocado en noviembre de 2019, donde se definió luchar juntos en torno a las demandas de ambos sectores de cara al mal gobierno. Habrá que capear la tormenta pandémica del Covid-19 y el recrudecimiento de las desigualdades y criminalizaciones del mal gobierno de Piñera, para ver como sigue esta historia, pero como decía el compañero presidente: “la historia es nuestra, y la hacen los Pueblos”.
Referencias
De la Maza, G., y Garcés, M. (1985). La Explosión de las Mayorías: Protesta Nacional, 1983-1984. Santiago: Ediciones Eco.
Duque, J. Y Pastrana, E. (1972) La movilización reivindicativa urbana de los sectores populares de Chile: 1964-1972. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO No 4.
Garcés, M. (2002). Tomando su Sitio. El movimiento de pobladores de Santiago, 1957 – 1970. Santiago: LOM Ediciones.
Garcés, M. (2012). El Despertar de la Sociedad: Los movimientos sociales de américa latina y chile. Santiago: LOM Ediciones.
Garcés, M. (2019). Pan, Trabajo, Justicia y Libertad. Las luchas de los pobladores en dictadura (1973-1990). Santiago: LOM Ediciones.
Gaudichaud, F. (2016a). Chile 1970-1973: Mil días que estremecieron al mundo: poder popular, cordones industriales y socialismo durante el gobierno de Salvador Allende. Santiago: LOM Ediciones.
Iglesias, M. (2011). Rompiendo el Cerco: Movimiento de pobladores contra la Dictadura. Santiago, Chile: Ediciones Radio Universidad de Chile.
Salazar, G. (2009a). Del Poder Constituyente de Asalariados e Intelectuales (Chile, siglos XX y XXI). Santiago: Lom.
Salazar, G. (2012). Movimientos Sociales en Chile. Trayectoria Histórica y Proyección Política. Santiago: Uqbar. Clacso.
Tironi, E. (1986) La Revuelta de los Pobladores: Integración social y democracia. Nueva Sociedad, (83), 24-32.
Touraine, A. (1987). La Centralidad de los Marginales. Proposiciones, 1(4), 214-224.
Wallerstein,
I. (2001). Saber el Mundo, Conocer el Mundo.
Una nueva ciencia de lo social. Madrid: Siglo XXI.
1/ Mi posición se sitúa lejos de visiones históricas que niegan la existencia de las y los pobladores como agente social y político autónomo, como las que propusieron los sociólogos pesimistas (Touraine et al), pues para estos se trataría de meras organizaciones partidarias acarreando pobladores como masas. Pero también tomo distancia de visiones (como la de Salazar, 2012) que niegan la relevancia histórica de la existencia de importantes relaciones entre sujetos pobladores y actores político-partidarios que redundaron en transformaciones en la mutua convivencia, y con ello en el enriquecimiento ideológico y político de los y las pobladoras en su largo y estrecho contacto con los partidos de izquierda. Por el contrario, es posible señalar que ha existido un proceso histórico de mutua transformación en la convivencia entre la izquierda y las organizaciones pobladoras, proceso que actualmente redunda, por una parte, en la ampliación de capacidades y de la autonomía de estas últimas, así como en la complejización de sus procesos de trabajo autogestionario. Por otra parte, redunda en la reevaluación, por parte de cierta izquierda, de la importancia del poder popular constituyente para la transformación del sistema, aún cuando a veces esa valoración sea todavía insipiente y vacilante, y prefiera hablarse en muchos casos -y eufemísticamente- de participación ciudadana.
Ignacio Muñoz Cristi es Científico Social y Militante MPL-FENAPO-Igualdad