La tirante relación entre el periodismo y el poder solo se queda en la superficie en Los archivos del Pentágono
Tom Hanks y Meryl Streep en una escena de la película The Post (Steven Spielberg, 2017)
Cuando Daniel Ellsberg (Matthew Rhys), en la película Los archivos del Pentágono de Steven Spielberg, sale de la Corporación RAND con la primera tanda de papeles del Pentágono escondida en su maletín, el primer lugar al que acude es una imprenta hippie especializada en carteles de cine. Una glosa verdaderamente acertada sobre la parábola periodística que vendrá a continuación: los principales guardianes de esta saga donde el cuarto poder revela las artimañas oficiales de Estados Unidos y sus asesinatos a escala mundial son, como el mismo Spielberg, rebeldes de clase media vinculados con el mundo del cine.
Nunca satisfecho con dejar pasar una oportunidad didáctica sin alegato en la pantalla, Spielberg hace que Ellsberg entre en la imprenta mientras vemos un póster de la película que le permitió hacer carrera a Robert Redford, Butch Cassidy and the Sundance Kid, en lo que por desgracia no es más que la primera de una serie de aburridas referencias a su notablemente superior predecesora en cuanto a hagiografía cinematográfica del WashingtonPost se refiere: la adaptación de Todos los hombres del presidente que Alan J. Pakula dirigió en 1976 (porque en esa película, Redford era el periodista del Post Bob Woodward). Y, para asegurarse, cuando Ellsberg extrae los vitales documentos para fotocopiarlos clandestinamente, aparece de pie frente al póster de la película The Blob (La masa devoradora), una obra de ciencia ficción alegórica de la Guerra Fría que trata sobre la pérfida expansión del enemigo comunista, y que aquí evoca un símbolo de la maquinaria de guerra estadounidense sin rumbo ni concierto. Si no puede ser congelada y abandonada en el círculo polar ártico, como se hizo con la masa devoradora original, entonces la maquinaria de prensa estadounidense tendrá que ponerle freno si es necesario.
Según se ha dicho, el estreno de la película de Spielberg se precipitó porque el director comprendió la urgencia del mensaje que transmite Los papeles del Pentágono en un momento en que los medios estadounidenses están siendo acosados casi a diario por la más que metafórica masa devoradora conocida como Donald Trump. La idea general era subir la alicaída moral de la prensa con un emotivo recordatorio cinematográfico sobre los principios del periodismo en una democracia: hacer valer el derecho del público a conocer cómo se conducen los asuntos que conciernen a las personas, aun cuando un siniestro y conspirador ocupante del despacho oval (Nixon en el drama de Los papeles del pentágono, y Trump en el nuestro) esté decidido a relegar al olvido a los mensajeros públicos propiamente designados.
Sin duda, esta es una digna moraleja que llevarse a casa entre todo el caos que propaga el Trumpismo, pero como Spielberg es quien lleva las riendas, la tirante relación entre el periodismo y el poder solo se queda en la superficie, y tampoco pasa del estilo reconfortante y complaciente de un póster cinematográfico.
La historia de Los archivos del Pentágono es sobre todo la historia de cómo Katharine Graham (Meryl Streep) aprende a decirle la verdad al poder, bajo la paciente tutela del desinhibido redactor jefe brahmán Ben Bradlee (Tom Hanks). Graham, que se convirtió en editora del Washington Post cuando su marido Phil se suicidó en 1963, se enfrenta a su propia encrucijada profesional al inicio del relato: está a punto de completar la primera salida a bolsa de la Washington Post Company, para poder capitalizar el periódico y situarlo firmemente en el mapa nacional. La primera vez que la vemos, aparece despertándose del susto en la cama, rodeada de varios documentos financieros relacionados con la oferta pública de venta (OPV), y a partir de ese momento seguimos su cada vez mayor implicación en la decisión de alto riesgo que supone publicar los papeles del Pentágono, todo intercalado con el drama corporativo de completar el trato con los nerviosos inversores, en un clima de rencor creciente (y riesgo penal) por parte de la Casa Blanca de Nixon.
Como es lógico, uno de los grandes problemas de este enfoque narrativo es que una situación no es igual a la otra. Sí que es cierto, como la película deja bien claro en repetidas ocasiones, que la OPV contenía cláusulas estándar que permitían a los inversores echarse atrás en caso de «evento catastrófico» (como por ejemplo la imputación penal de sus directivos por violar la Ley de Espionaje, tal y como amenazaban los matones del departamento de Justicia de Nixon por el papel que desempeñó el periódico en la publicación de los papeles del Pentágono). Asimismo, una gran cantidad de tiempo de pantalla se dedica a mostrar cómo la decisión de Graham de seguir adelante con la publicación de los documentos filtrados por Ellsberg podría poner en riesgo su legado corporativo. En uno de los discursos culminantes, que pronuncia Tony (Sarah Paulson), la mujer de Ben Bradlee, la valentía de Kay Graham reside en decidir si quiere «arriesgar su fortuna y la empresa que ha sido toda su vida». Tony también indica que la decisión de Graham es una bofetada en favor de la por entonces incipiente causa por la igualdad sexual, y en contra de las estructuras de poder dominadas por los hombres, que no es que «miren por encima, sino que miran a través de ti, como si ni siquiera estuvieras presente».
De hecho, el reclutamiento de Katharine Graham para agrandar las filas del feminismo corporativo es el otro tema principal de la película. Durante la decisiva reunión de la junta directiva de la Washington Post Company en la que se aprobaría la OPV, la ultrapreparada Graham aparece contestando con tranquilidad las preguntas de los poderosos hombres presentes en la habitación, aunque continuamente se hace caso omiso de sus respuestas, que luego repiten los menos avivados miembros masculinos de la junta ante una repentinamente interesada audiencia. El incesante espectáculo de arrogancia patriarcal es tan desmoralizante que hasta la misma Graham se pone nerviosa en el momento decisivo y olvida todos los argumentos que había ensayado, hasta que uno de los principales ayudante masculinos interviene y la rescata. Por si esta afrenta corporativa no fuera suficiente (y recuerden que estamos hablando de Steven Spielberg, así que nunca nada es suficiente) al poco tiempo vemos a la extraordinaria anfitriona de Georgetown, Kay Graham, propuesta como símbolo multiuso de la reivindicación feminista, en las entrañas de Wall Street ni más ni menos. Antes de entrar por la puerta de la bolsa para lanzar la oferta, aparece de manera incongruente rodeada de una misteriosa e inexplicable congregación de mujeres, que parecen estar ahí solo para conferir el simbólico mensaje de: «¡Hablas por todas nosotras!».
Esta iconografía sin aristas se vuelve todavía más absurda hacia el final de la película, cuando Graham sale de la Corte Suprema tras escuchar la sentencia sobre la constitucionalidad de los mandatos judiciales que utilizó el gobierno de Nixon para evitar que el Post y el New York Times publicaran el material que aparecía en los papeles del Pentágono. En ese momento, un grupo exclusivo de aduladoras mujeres, que estaban protestando contra la guerra, rodea de forma espontánea a la editora del Post, y asiente con vigor como aprobando las acciones de la editora, en un acto que solo puede equipararse con la elevada versión blanca, protestante y anglosajona de un canto feminista. (Algunas críticas sobre la película sugieren que se supone que una de las mujeres asintiendo en presencia de Graham es Hillary Clinton, que de ser verdad, solo serviría para reforzar el tratamiento decoroso que la película hace del poderoso y selectivo clasicismo dirigido al poderoso y selectivo clasicismo). La escena es desconcertante por muchos motivos: para empezar, es difícil imaginar a alguien más fuera de lugar entre un corrillo de manifestantes hippies que a una graduada de Georgetown como Katharine Graham, que pasa la mayor parte de sus otras apariciones en pantalla presidiendo elegantes fiestas que cuentan entre sus invitados destacados a Robert McNamara, el despiadado tecnócrata anteriormente empleado de la Ford Motor Company que autorizó el mayor envío de tropas estadounidenses a Vietnam durante el gobierno de Lyndon Johnson.
Más aún, esta comunión mística entre la propietaria y las manifestantes, unidas por un tácito enfrentamiento común contra el patriarcado, elude los verdaderos y polarizadores conflictos sexuales que existían dentro del movimiento antibélico, en el que sus principales estrategas de pelo en pecho se burlaban del alzamiento feminista que tuvo lugar entre sus filas denominándolo «liberación de las nenas». En lugar de representar al supuesto séquito de Graham como realmente eran (ruidosas y combativas adversarias del poder social dentro de un movimiento antibélico profundamente sexista), Spielberg las presenta como seguidoras silenciosas y dóciles en búsqueda de una líder carismática y aristocrática. Para ser una película que supuestamente contiene un mensaje feminista sobre lo que significa enfrentarse a los privilegios masculinos en los núcleos de poder, parece especialmente raro que la gran mayoría de las mujeres que protestan por la participación de EE.UU. en la guerra de Vietnam estén motivadas por un instinto mudo y místico de autosegregación pasiva. (La representación visual de este instinto también hace parecer a la cultura antibélica hippie poco más que una celebración litúrgica ortodoxa, en el que las mujeres se apartan hacia un lado sin intervenir en el evento principal).
Es verdad que Graham fue una editora heroica y digna de admiración (su rol para conseguir que el Washington Post mantuviera su independencia durante los modernos juicios constituyentes fue un factor muy importante en mi decisión de mudarme a Washington para trabajar en la sección literaria del periódico allá por el año 2000). Pero también es verdad que el feminismo de Graham, aunque existía, era en gran parte una función del privilegio que disfrutaba por pertenecer a la clase propietaria de Estados Unidos. Por eso, que la película ilustre los orígenes de la segunda ola de feminismo con el drama de una miembro muy poderosa de la élite estadounidense blanca, protestante y anglosajona es análogo, poco más o menos, a situar a la industria cinematográfica estadounidense a la vanguardia de las manifestaciones antibélicas.
Por desgracia, esa no es la única clase de amnesia social que demuestra el por otra parte cautivante drama Los archivos del pentágono. Igual que la visión de la rebelión feminista que se nos muestra en pantalla imita las decorosas jerarquías del privilegio blanco, protestante y anglosajón, la principal trama dramática peca de lo mismo, y no por la reivindicación que hace del derecho sagrado del cuarto poder a desafiar al poder ejecutivo, sino por el más insular y provinciano asunto de lo que sucede en última instancia con la OPV de la Washington Post Company. Siempre atento a convencer a los espectadores, Spielberg proyecta la identidad funcional de la crisis de los papeles del Pentágono mediante el atribulado desarrollo de la OPV del Post, y muestra de nuevo a Graham despertándose del susto, solo que esta vez se ha quedado dormida leyendo la cobertura que hizo el Times de los papeles del Pentágono. O dicho de otra manera: la misma tarea aristocrática, pero con diferente material.
La misma confusión deliberada entre los medios corporativos y los fines periodísticos queda absurdamente patente en el clímax del drama que rodea la publicación de la filtración de Ellsberg. Cuando Graham se enfrenta en el último momento a la posibilidad de que la encarcelen a ella, a Bradlee y a todos los demás directivos por publicar los papeles del Pentágono, ¿recurre ella a la santa memoria de John Peter Zenger, Elijah Lovejoy y otros grandes defensores de la libertad de expresión en la tradición política estadounidense? No, instintivamente recurre al texto que contiene la OPV del Post y, tras ser informada de los numerosos motivos por los que seguir adelante con la publicación de los documentos filtrados por Ellsberg pondría en peligro el futuro económico de la empresa, y supondría por tanto abandonar su propio deber fiduciario de proteger la buena situación del periódico, la editora finalmente supera su paralizante olvido y utiliza los argumentos de la OPV frente a la propia junta directiva del periódico. «Sin embargo,» anuncia de manera triunfante a su séquito de asesores corporativos «el texto también habla de la misión del periódico y dice que el periódico se debe al país y al principio de la libertad de prensa». Esas palabras distan mucho del «dadme libertad o dadme muerte», o incluso del «sin miedo ni favor», que pronunciaron otros defensores de la libertad.
Aunque es el mismo estándar que Bradlee adopta por instinto, y que aparece por otra parte representado como un intrépido guardián de las libertades de la Primera Enmienda que se enfrenta a la insidiosa tiranía de Nixon. Al mostrar con orgullo la amplia gama de periódicos metropolitanos que se han apresurado a reimprimir los primeros artículos del Times y del Postsobre los papeles del Pentágono, Bradlee ofrece la siguiente y optimista afirmación sobre el perfil comercial del Post en la víspera del veredicto de la Corte Suprema: «Da igual lo que pase mañana, hemos dejado de ser un pequeño periódico local».
Permítanme ejercer mi derecho a la Primera Enmienda y preguntar: en serio, ¿a quién coño le importa? Spielberg, gracias a un instinto aparentemente perfeccionado a lo largo de más de cuatro décadas como popular fabulista cinematográfico, solo puede imaginar los valores periodísticos triunfando a través de la incontestable métrica de la cuota de mercado. Por ejemplo, imagínense que Lovejoy, el mártir abolicionista de la libertad de expresión, basara su reclamo a la protección constitucional en la esperanza de que ya no publicará un «pequeño periódico local», o que apelara a la anodina idiosincrasia de un texto de inversión en lugar de hacer un alegato abolicionista basado en las supremas leyes de la consciencia bíblica. Al permitir que la OPV del Post sirva de árbitro último en el debate sobre la libertad de expresión que rodea la publicación de los papeles del Pentágono, Spielberg ennoblece sin querer las mismas fuerzas de mercado monopolistas que han vaciado la sólida práctica del periodismo de investigación en los cuarenta y siete años que han pasado desde que se publicaron los papeles del Pentágono.
Como comprobación, basta con observar cuál ha sido la suerte del Washington Post desde los buenos tiempos de Bradlee y Graham. Es cierto que últimamente el periódico ha experimentado un cierto resurgir como guardián del interés público bajo la dirección de Marty Baron, y hasta ha recuperado un poco su margen de beneficios, gracias en gran parte a los incansables ciberanzuelos de Donald Trump en Twitter. Aunque tampoco lo gestiona ya la benevolente familia Graham, que vendió la propiedad en apuros económicos al capo de Amazon y hombre más rico del planeta, Jeff Bezos, en 2013. Por el momento, el régimen de Bezos ha sido bastante benévolo y ha permitido que prospere el periodismo estelar de David Fahrenthold, Greg Sargent y otros curtidos antagonistas de Trump. Sin embargo, eso no significa que sea un medio fiable en lo que respecta a cuestiones urgentes sobre economía política o sobre creación de opinión alejada del poder establecido.
En otras palabras, un monarca benevolente sigue siendo un monarca. Igual que no es un buen signo de salud democrática que Oprah Winfrey sea un avatar oficioso de «la resistencia», es bastante preocupante que los defensores de la libertad de prensa en Washington (esforzándose bajo el sentencioso eslogan «La democracia muere en la oscuridad») estén al servicio exclusivo del megamultimillonario responsable de algunas de las peores prácticas laborales del sector comercial. Mientras Los archivos del Pentágono va en camino de embolsarse un predecible costal de parabienes en los Oscars, Bezos ha iniciado una carrera entre diversas municipalidades estadounidenses hambrientas de ingresos para ver quien se lleva la sede alternativa del imperio cibernético de abundante empleo y bajo coste que es Amazon.
Una espantosa ironía que no habría caído en saco roto en Ben Bagdikian, el antiguo periodista del Washington Post que averiguó la fuente de la filtración de los papeles del Pentágono y prometió a Ellsberg que el Post publicaría los papeles, aunque eso significara desafiar el mandato judicial del gobierno de Nixon contra el New York Times. Bagdikian dedicó el resto de su distinguida carrera a documentar los peligros que representan los aspectos económicos de la concentración mediática para la democracia de Estados Unidos, en algunos libros de referencia como por ejemplo El monopolio mediático.
Bagdikian, por cierto, tuvo una vida más que cinematográfica, ya que emigró a Estados Unidos huyendo del genocidio armenio e informó sobre las vergonzosas condiciones de la institución penitenciaria del estado de Huntingdon, en Pennsylvania, haciéndose pasar por un asesino convicto. Bagdikian también fue el autor del argumento más convincente que emplea el personaje de Hanks, Bradlee, en su intento por asegurar que Graham apruebe la publicación de los documentos filtrados por Ellsberg: «la mejor manera de afirmar el derecho a publicar es publicando».
Pero, ¿qué estoy diciendo? Bagdikian abandonó el Washington Post en 1972 de forma abrupta, cuando su turno como segundo defensor del lector en el periódico hizo que discutiera amargamente con Bradlee. Seguramente no hubo fiestas de Georgetown para conmemorar su paso por el periódico, y dudo que hubiera podido recitar un folleto de emisión o una disposición estatutaria de la empresa ni aunque la vida le hubiera ido en ello. Que es casi lo mismo que decir: ¿qué diantres podía hacer Steven Spielberg con un héroe así?
Chris Lehmann es redactor jefe de The Baffler y autor de Rich People Things. Su último libro es The Money Cult.
Este artículo se publicó en The Baffler.
Traducción de Álvaro San José
Fuente: https://ctxt.es/es/20180530/Politica/19911/The-Post-Spilberg-periodismo-cine-poder-relacion.htm