Recomiendo:
0

Las mafias al poder, característica de nuestros tiempos

Fuentes: Rebelión

En sentido estricto la mafia es el conjunto de pequeñas asociaciones clandestinas regidas por las muy peculiares «leyes» del honor y del silencio, que ejercen el control de algunas actividades económicas y de un virtual gobierno paralelo en la región de Sicilia, Italia. En relación a la etimología del término, si bien no está muy […]

En sentido estricto la mafia es el conjunto de pequeñas asociaciones clandestinas regidas por las muy peculiares «leyes» del honor y del silencio, que ejercen el control de algunas actividades económicas y de un virtual gobierno paralelo en la región de Sicilia, Italia. En relación a la etimología del término, si bien no está muy claro, puede hacérsela derivar de la voz árabe mahias -«fanfarrón»-, significado que aparece por primera vez en 1658. Aunque también se atribuye la génesis de la palabra a tiempos mucho más remotos: se relaciona con un levantamiento popular de sicilianos contra el ejército francés en el año 1282, a partir de un hecho doméstico (la violación y muerte de una joven italiana a manos de un soldado francés) que desató el espíritu de venganza popular al grito de «Morte alla Francia, Italia anela» («Italia quiere la muerte de Francia»), frase que habría terminado siendo el acrónimo de la palabra «mafia». Quizá es imposible comprobar la veracidad del episodio; lo importante es que condensa las dos características definitorias de la asociación: la defensa del honor, y la venganza como método de «resolver» conflictos, siempre en la lógica de la secretividad del grupo.

Con el paso del tiempo el término fue derivando hacia un uso generalizado equivalente a «grupo de hampones»; e incluso, simple y llanamente «grupo cerrado», «pandilla», «cenáculo» con un dejo de marginalidad y ligazón a algo de algún modo ilícito. Hoy día decir mafia es sinónimo de grupo con poder, de camarilla decisoria, y lejos está de referirse sólo a los hampones sicilianos.

Los Estados modernos, a partir de la globalización que los ha establecido ya como norma universal dejando de lado -o sepultado sin más- culturas tradicionales, en términos generales son administrados por partidos políticos más o menos abiertos; o, en menor medida, por partidos únicos, o bien por monarquías. Pero en todos los casos se rigen por reglas consensuadas, por leyes, que son las que establecen los límites al ejercicio de sus poderes. El poder político, si bien siempre lejano a la incidencia real de las mayorías -aunque se ejerza el voto como práctica supuestamente democrática respetando la voluntad de las mayorías- está sujeto a regulaciones que van más allá de las personas que lo encarnan.

Sin embargo, desde hace ya unas décadas, existe un fenómeno curioso que vemos afianzarse cada vez con mayor fuerza: es el establecimiento de mafias en los aparatos político-estatales de muchos países. Ello no es privativo sólo de lo que -obviamente desde un prejuicio- se podría ver como propio del sur, del Tercer Mundo, países con «déficit» democrático, según los patrones impuestas por las «democracias desarrolladas» del Norte. Se lo encuentra por todos lados: en las ex repúblicas soviéticas, en los Estados Unidos de América, en África, en Bangladesh o en Guatemala, en Argentina o en Rusia. Grupos de poder con manejos no muy distintos al de los hampones sicilianos: mafias que se constituyen en poderes paralelos dentro de los Estados, que cooptan a éstos y terminan siendo gobiernos paralelos, con mayor poder que el oficial.

El caso de ninguna manera es nuevo, pero ahora puede señalárselo como llamativo dada su enorme frecuencia y extensión. Si la consigna de la revolución bolchevique de 1917, cuando se abría la esperanza de construir un mundo nuevo, llamaba a consolidar «todo el poder a los soviets» -es decir: gobierno de los pobres, de los consejos obrero-campesinos, intento de democratizar genuinamente la toma de decisiones-, el momento actual va en dirección contraria. Ahora el poder se concentra cada vez más en menos manos; manos que, con criterios mafiosos, se adueñan de los Estados y pisotean la legalidad -queda claro que legalidad no es sinónimo de justicia: es la legalidad instituida por los sectores dominantes, impuesta como la única legalidad posible-. O sea: concentración absoluta del poder discrecional, impune, sin límites, en grupos regidos por lógicas en cierta forma delincuenciales. El narcotráfico -uno de los renglones más grandes en orden de volumen económico a nivel mundial- no es ajeno a este fenómeno; en definitiva, el capitalismo de fines del siglo XX y comienzos del presente se nutre cada vez más de aportes de capital manejados mafiosamente.

Podría intentarse explicar la tendencia a partir de una serie de causas interconectadas: victoria de los ideales neoliberales, empobrecimiento hasta la casi destrucción de los Estados nacionales (en el Sur, facilitando el ingreso de los capitales del Norte en una marea privatista que no se detiene), fracaso de la democracia representativa y del sistema de partidos, tolerancia y/o apología de la impunidad en el marco de una cultura del triunfalismo individualista y hedonista, contribución de los medios de comunicación a construir mitos de éxito y ascenso social vertiginoso, panegírico del «éxito» económico sobre cualquier cosa.

El capitalismo ultra desarrollado que vivimos hoy día, en su fase de imperialismo planetario donde el mercado financiero (la pura especulación) superó a la producción, ha perdido los ideales fundacionales de la ética capitalista: trabajo honrado, ahorro, esfuerzo. El puritanismo protestante de 300 años atrás es ya historia; el modelo de triunfalismo actual es, antes bien, mafioso. Se endiosa el ascenso vertiginoso, se premia la especulación, se entroniza el grupo de amigos y los favores políticos.

Si bien no se puede decir que todo el sistema capitalista en su conjunto funciona así, vemos que es una marcada tendencia que se va repitiendo en forma extendida. Seguramente el desarrollo cumbre del capital en su hiper concentración monopólica no tiene otra alternativa que esto; en su fisonomía especulativa, gangsteril incluso, que el neoliberalismo promueve, el estilo mafioso es casi una punto de llegada obligado. La libre competencia, razón de ser de los albores del mundo moderno, ha ido reemplazándose por una monumental centralización.

El «estilo mafioso» -si así podemos llamarlo- va destronando el libre juego institucional. Es un fenómeno curioso: por un lado avanza el proceso civilizatorio, inundando la vida con leyes, reglamentos y regulaciones, y al mismo tiempo se consolida un poder monstruoso que muestra con evidencia meridiana la vigencia de la sentencia del griego Trasímaco de Calcedonia: la ley es lo que conviene al más fuerte. Para muestra, un botón: «Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos», dijo con desprecio John Bolton, funcionario de alto nivel de Washington.

Más que la «la justicia al poder» podemos decir «las mafias al poder».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.