Treguas que se pactan y se rompen, acuerdos traicionados, mesas de negociación que se instalan y se desmantelan en medio de nuevas escaladas bélicas han marcado los múltiples intentos de sucesivos gobiernos de Colombia y distintas fuerzas guerrilleras de negociar acuerdos de paz. Después de 20 años de desencuentros, la guerra ha echado hondas raíces […]
Treguas que se pactan y se rompen, acuerdos traicionados, mesas de negociación que se instalan y se desmantelan en medio de nuevas escaladas bélicas han marcado los múltiples intentos de sucesivos gobiernos de Colombia y distintas fuerzas guerrilleras de negociar acuerdos de paz. Después de 20 años de desencuentros, la guerra ha echado hondas raíces en el tejido social colombiano, ha producido 3 millones de desplazados -el caso más trágico en la historia latinoamericana- y es hoy parte del plan militar de George W. Bush de «combatir el eje del mal«, que ha convertido a ese país sudamericano en el tercer receptor de ayuda militar estadunidense del mundo, después de Israel y Egipto.
Ese es el complejo contexto del nuevo y endeble proceso -que se anunció sorpresivamente el mes pasado en Guadalajara en la pasada cumbre eurolatinoamericana- entre Bogotá y el Ejército de Liberación Nacional, para el cual el gobierno mexicano se prestará, «con todo cariño y entusiasmo», según palabras del presidente Vicente Fox, como «facilitador».
Con ello se cumple un viejo afán de Fox, quien, aun antes de tomar posesión, manifestó su aspiración de figurar como actor en algún proceso de mediación de conflicto internacional.
Ya como presidente electo, durante una gira por Sudamérica en octubre de 2000, visitó Colombia, donde ofreció sus buenos oficios al entonces presidente, Andrés Pastrana, en las negociaciones que estaban en curso entre Bogotá y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Y el primero de diciembre de ese año, día que tomó posesión, tuvo oportunidad de dar un primer paso en ese sentido.
Cuentan quienes presenciaron la escena que entre las múltiples reuniones de ese día, Fox recibió a Pastrana y al presidente venezolano, Hugo Chávez, con sus respectivos cancilleres, y que en ese encuentro de petit comité los ministros empezaron a discutir, frente a sus jefes, sobre la frecuente acusación de los gobiernos colombianos sobre el flujo de guerrilleros por la frontera entre ambos países. En la discusión salió a colación el dato sobre la presencia de miembros de las FARC en México. Fox saltó sobre la oportunidad. En ese momento prometió «echar» a los rebeldes. Pero Pastrana le pidió no proceder así, sino esperar a ver cómo evolucionaba el proceso de diálogo que en esas fechas sesionaba en San Vicente del Caguán.
«Primeros contactos»
En 2001 ese proceso de diálogo empezaba a tropezar y el mandatario colombiano recurrió a apoyos externos para reforzar su posición ante las FARC. México nombró un «enviado plenipotenciario» -Andrés Rozental, hermano del entonces canciller Jorge G. Castañeda- para hacer «los primeros contactos» con ese proceso. Este y Luis Ortiz Monasterio, ex embajador mexicano en Colombia, acudieron a las mesas del Caguán; la cancillería entabló un nivel de interlocución con la oficina de las FARC en México y… hasta ahí llegó la gestión mexicana.
Cuando Pastrana y Fox se volvieron a reunir en marzo de 2002 en Monterrey, con motivo de la cumbre para el financiamiento, la mesa de diálogo con las FARC había fracasado y el presidente colombiano nuevamente estaba en la ruta de la confrontación militar. Entonces sí, el mandatario de Colombia pidió la expulsión de las FARC y la cancillería procedió de inmediato, escoltando hasta el aeropuerto a Marco León Calarcá, quien por años había representado en México a la guerrilla del legendario Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo.
Los cinco antecesores de Alvaro Uribe en la presidencia de Colombia llegaron al poder con una agenda de paz, así sólo fuera retórica. El actual mandatario no. Por el contrario, su bandera fue una agenda de guerra, una promesa de liquidar a la insurgencia más antigua, más experimentada y mejor armada del continente.
Interés de negociar ¿táctico o estratégico?
Entonces, ¿qué produjo el sorpresivo anuncio de Guadalajara? ¿Hay un interés estratégico del gobierno colombiano de avanzar en la vía de la salida política? ¿O se trata de un interés táctico, una carta de presentación para su aspiración a relegirse el año próximo para otro cuatrienio? ¿Será fructífera la oferta mexicana de prestar su territorio -otra vez- como sede de un proceso de paz? ¿O se trata de un gesto voluntarista y, por tanto, vano?
El ELN y el gobierno de Ernesto Samper (1994-1998) entablaron un proceso de negociación que los llevó a España y Alemania en 1997 y 1998. Desde entonces los elenos definieron su objetivo de acordar una «zona de encuentro» donde pudiera desarrollarse una «convención nacional», descrita en su momento por el comandante Pablo Beltrán como «una propuesta de salida política y de reconstrucción de la sociedad colombiana». A cambio de ello ofrecían el abandono de la práctica del secuestro.
Con Pastrana esta negociación con el ELN se trasladó primero a Caracas y después, de manera más estable, a La Habana, en 2001. Ahí se llegó a firmar un «Acuerdo por Colombia».
No obstante, el fracaso de la negociación con las FARC en el Caguán le cobró también la factura al ELN y Pastrana abortó unilateralmente este proceso.
Antes de conocerse públicamente la propuesta de Guadalajara, los llamados «gobiernos alternativos de Colombia» -los alcaldes y gobernador del Polo Democrático Independiente que gobiernan Bogotá, Medellín y El Valle- habían intercambiado comunicaciones con el ELN y las FARC, intentando abonar el camino de retorno al diálogo.
Una vez lanzada al aire la propuesta de Guadalajara, el gobierno colombiano trasladó a Bogotá, por un día, a uno de los comandantes de los elenos preso en Antioquia, Francisco Galán, quien participó en una reunión con el vicepresidente Francisco Santos; el comisionado para la paz, Luis Carlos Restrepo, y el embajador mexicano Jesús Mario Chacón.
El guerrillero también fue llevado al Congreso, donde sesionaba un foro internacional sobre minas personales. Ahí Galán ofreció, a nombre del Comando Central del ELN, como primer paso de un acuerdo humanitario, que su organización dejaría de usar minas antipersonales en su zona de acción.
Alejo Vargas, catedrático de la Universidad Nacional de Colombia, quien participó en la Comisión Facilitadora Civil entre el gobierno y el ELN en las rondas de La Habana en 2002, comenta en un artículo: «Realizado este primer paso y sin olvidar las diferencias, es necesario definir una estrategia de continuidad», que, en su opinión, debe incluir un acuerdo de las partes para dar continuidad a la convención nacional que se había empezado a discutir en Cuba.
¿Hacia la paz?
Antes de sacar de la chistera la iniciativa de una nueva negociación con el ELN, en Guadalajara, las primeras semanas de mayo arrancó el plan Patriota, nueva ofensiva dirigida directamente a «decapitar» a las FARC, según la definición de altos mandos del ejército colombiano. Más de 17 mil soldados han sido desplegados desde el sur de Bogotá hasta la frontera con Ecuador, en los departamentos de Meta, Guaviare, Caquetá y Putumayo, llevando la guerra a territorios que los militares no pisaban en los pasados 15 o 20 años.
Fuentes militares estadunidenses reconocen este operativo como «crucial para definir» la guerra contra las FARC. Con el objetivo de que la operación tenga éxito, el comandante saliente del Comando Sur, general James Hill, se dedica a cabildear en el Capitolio, a nombre de Bush, para comprometer al Congreso en un mayor involucramiento de Estados Unidos en las acciones militares de este plan.
El inicio de esta campaña militar -la mayor bajo el régimen de Uribe- coincidió con el anuncio del inicio de negociaciones entre el gobierno y las Autodefensas Unidas de Colombia, organización paraguas de decenas de grupos paramilitares.
Media docena de esos grupos negociarán su «reinserción» a la legalidad y obtendrán posiblemente puestos políticos en sus regiones a cambio de su desmovilización. Pero, sobre todo, privilegian en la agenda de negociaciones la no extradición de seis de sus máximos jefes, reclamados por la justicia de Estados Unidos junto con otros 23 capos, por delitos de narcotráfico.
Entre ellos figura el antioqueño Diego Murillo, también conocido como Don Berna, quien además de realizar el trabajo sucio del ejército para atacar blancos de la «subversión», fue jefe de una banda que enfrentó a Pablo Escobar a principios de los 90 y que, ante su caída, heredó el imponente imperio del cártel de Medellín. Los analistas señalan que el gobierno aceleró este proceso de incorporación de los paramilitares al sistema político, ya que sus estrechas relaciones con las redes del narco estaban a punto de estallar en un inmanejable escándalo para Uribe, a quien sus críticos llaman «presidente paramilitar».
Frente a este contexto y sin ánimo de echarle la sal a la perspectiva de una salida negociada a la guerra en Colombia, no es descabellado temer que la puerta que hoy se abre podría cerrarse sin mayores resultados.