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Las «nuevas guerras» y las viejas mañas

Fuentes: Rebelión

El conflicto armado interno de Colombia es, según Mary Keldor, un ejemplo de las «Nuevas guerras» en las que se erosiona el Estado de Derecho por la violencia organizada desde el Estado que va perdiendo legitimidad pero mantiene fachada democrática, y en la que algunas capas sociales y grandes empresas se benefician del terror y […]

El conflicto armado interno de Colombia es, según Mary Keldor, un ejemplo de las «Nuevas guerras» en las que se erosiona el Estado de Derecho por la violencia organizada desde el Estado que va perdiendo legitimidad pero mantiene fachada democrática, y en la que algunas capas sociales y grandes empresas se benefician del terror y de la «informalización» de la economía (del narcotráfico y del despojo, p.ej.) contando con la tapadera de una operación de encubrimiento en los medios masivos de comunicación -de propiedad monopólica- que ocultan los planes de la llamada «nación guardiana» en este caso los Estados Unidos.

En el conflicto armado interno colombiano pesan antecedentes como las nueve guerras civiles del siglo 19 en las que se enfrentaron concepciones divergentes del Estado pos colonial, como la del centralismo o el federalismo; el Estado laico y la educación confesional cristiana; la economía basada en el esclavismo y el naciente capitalismo junto al nacimiento del campesinado y de la clase obrera; el sectarismo liberal-conservador del siglo 20 funcional a la elevada -creciente- concentración de la propiedad de la tierra, la riqueza y el ingreso en pocas manos y la masa de desposeídos en una de los países más desiguales, más excluyentes del mundo.

La barbarie de la guerra en las últimas décadas llegó de la mano de los planes de control geoestratégico de los EUA y sus tácticas de guerra contrainsurgente o guerras de baja intensidad basadas en eliminar el Principio de Distinción entre combatientes y población civil contenido en el Derecho Internacional Humanitario, en la aplicación por la Fuerza Pública de los manuales de terror organizados por oficiales del ejército israelí junto con las mafias del narcotráfico y los grandes terratenientes, planes que se van extendiendo contra Venezuela bajo el fantasma del llamado «castro-chavismo» que los medios agitan para generar miedo en las gentes mientras sabotean las acciones de integración política, energética, defensiva y social de los países de Nuestra América situados fuera del control de los Estados Unidos.

Un conflicto que deja altas cifras de espanto en personas ejecutadas, desplazadas, asesinadas, violadas, desaparecidas, prisioneras, torturadas, un escenario de horror, una economía de la guerra de la que siguen sacando grandes beneficios las multinacionales mineras y energéticas, el sector financiero internacional, los mono-cultivadores de palma y banano, las multinacionales que impusieron los Tratados de «Libre Comercio» con los EUA y con la Unión Europea, las empresas privatizadoras de tierras del Estado y de los servicios públicos esenciales, sectores rentables y estratégicos regalados por los gobiernos colombianos a precio de «mierda de pollo» para quienes de lucran del etnocidio, del genocidio sindical, del despojo violento de tierras al campesinado y a los pueblos indígenas pero que se auto-presentan ante el país como los salvadores de la patria, de la supuesta democracia y de las libertades, pero que son, en realidad, un puñado de oligarcas de mentalidad cavernaria, fascistas, agentes del Opus Dei y del floreciente negocio de las iglesias protestantes, unos matones, beneficiaros de la corrupción generalizada, uso farsantes y manipuladores de mucho cuidado.

El papel de la fuerza pública colombiana -que actúa ante las gentes inermes del campo como si fueran el ejército de ocupación de una nación enemiga- van en alianza con los escuadrones de la muerte sembrando terror y operando bajo diferentes nombres -BACRIM, neo-paramilitares, etc.- ejecutando un plan de exterminio sistemático contra la dirigencia social opositora del neoliberalismo económico y de los proyectos minero-energéticos, y contra quienes defendemos los derechos humanos, un plan que deja en lo corrido del año 69 asesinados-as en la absoluta impunidad.

Un caricaturista nos hacía ver que Colombia, nuestro amado país, saca pecho con sus dos Premios Nobel: el de literatura para un pueblo que no lee y el Paz para un país en guerra, premio otorgado a una persona que era Ministro de Defensa mientras las tropas bajo su mando y bajo su responsabilidad asesinaban a mansalva, ejecutaban con impunidad casi total a más de 4.700 personas civiles presentados como «guerrilleros dados de baja en combate».

La paz es por ahora sólo una esperanza terca, y menos mal que es así pues siguen sin aplicarse los Acuerdos de La Habana firmados en Cartagena con las FARC hace dos meses y a los que les cabe el carácter de «Acuerdo Especial» por cuanto crean para las partes (Estado-FARC) obligaciones derivadas de los Convenios de Ginebra que están «congeladas» tras el plebiscito del 2 de octubre, un conflicto en el que se aplazaron de nuevo los diálogos con el ELN y ni siquiera se plantean con el EPL.

Una patria en medio de un empate militar negativo en el que el mejor camino es el diálogo político, la negociación, que implican de facto el reconocimiento desde el Estado de que las guerrillas son una fuerza beligerante, un sujeto político.

Las enormes movilizaciones por la paz y la justicia social jalonadas por el estudiantado en estos días dan firmeza a la esperanza de millones de personas cansadas de la guerra, ansiosas por superar el conflicto armado interno y por crear condiciones para una paz estable, una sociedad de la que habría que desterrar viejas mañas como la mentalidad traqueta del «todo vale» incluida la corrupción y la violencia para hacer plata, o para para defender el Estado, o para el ascenso personal.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.