Las fuerzas políticas y sociales del campo popular y los espacios de pensamiento crítico en Colombia están llamados a encarar la tarea de combatir la banalización de la política en su propósito de pensar y edificar una nueva sociedad. La banalización de la política es una tendencia promovida por las clases dominantes, cuyo propósito es […]
Las fuerzas políticas y sociales del campo popular y los espacios de pensamiento crítico en Colombia están llamados a encarar la tarea de combatir la banalización de la política en su propósito de pensar y edificar una nueva sociedad. La banalización de la política es una tendencia promovida por las clases dominantes, cuyo propósito es bloquear la participación informada, real y decisoria de las mayorías en los debates de fondo que afectan los intereses colectivos; para ello, se promueve una idea superficial de qué es política, se le presenta no como confrontación y lucha entre proyectos de sociedad, sino como un espectáculo mediático ligado a la negociación de cargos y al conteo de votos que implica la aceptación irreflexiva de las instituciones y vicios que caracterizan el régimen político colombiano. En esta tendencia participan decididamente las grandes corporaciones mediáticas, e infortunadamente, algunas expresiones que haciéndose llamar de izquierda, entre la candidez y el oportunismo, reproducen las prácticas de la «dirigencia» nacional en la carrera desenfrenada por hacerse a un lugar en la burocracia del Estado. Frente a esta tendencia, es necesario seguir avanzando en una mirada del régimen que vaya más allá de la farándula electoral que reduce la política a una pasarela de candidatos, es preciso volver al análisis de las propuestas de país que representan las fuerzas políticas en contienda.
Desde el punto de vista mediático, las señales de esta banalización de la política se pueden ver con claridad, por ejemplo, en el peso cada vez mayor que cobran las firmas encuestadoras como «intérpretes» de la voluntad de las mayorías y en la precarización del análisis político que protagonizan propagandistas que se hacen llamar especialistas del periodismo de opinión. En el contexto político interno, tanto el juego amañado de las estadísticas como los juicios superficiales encubiertos en la sofisticación del lenguaje jurídico o de la ciencia política, se vislumbran como artificios que siguen alejando a las capas más amplias del país de la posibilidad de hacerse a una visión clara, realista e histórica de las tendencias que demarcan el campo político nacional, y en tal sentido, como prácticas que producen nuevas formas de analfabetismo político. De cara a una nueva coyuntura electoral, los opinólogos y las firmas encuestadoras seguramente cumplirán su tarea de mostrar a los representantes de la clase política tradicional como insignes estadistas, portavoces legítimos de las voluntades ciudadanas, a los hijos de expresidentes y exministros como las nuevas voces de la política, y por supuesto, a los sectores más recalcitrantes de la ultraderecha, quienes gobernaron directamente casi una década, como los portavoces de una «nueva fuerza de oposición».
De la mano de estas formas de tergiversación de la realidad, resulta de vital importancia resaltar que una de las tareas más arduas y comprometidas desplegadas por los agentes del bloque de poder es estimular una confianza acrítica en la formalidad de las normas y en las instituciones, aun cuando son evidentes las señales de ruptura de las reglas de juego desde dentro de la oficialidad. Así las cosas, una de las expresiones de esta trivialización de la política ha sido extender la idea de que el país es conducido desde un Estado Social y Democrático de Derecho -por el solo hecho de que esto verse en la Constitución Política-, y en la actualidad, transita por un cambio fundamental en sus estructuras políticas que se expresa en un saneamiento de las instituciones, en una gestión moderna de la administración pública y en señales supuestamente inequívocas de paz que indicarían que problemas tales como la infiltración de las instituciones políticas nacionales, regionales y locales por el narcoparamilitarismo, así como la violación sistemática y generalizada de los Derechos Humanos son asuntos del pasado. Para algunos medios de prensa, el cambio en la forma de gobierno ha sido tan radical que no han dudado en señalar que el reconocimiento de la existencia de un conflicto armado interno en Colombia, así como la apertura de espacios de diálogo con las insurgencias, se puede leer como una señal irrefutable de debilidad y postración frente al terrorismo.
No obstante esta visión de la realidad, existen claras señales en el campo político colombiano que evidencian que aún es muy largo el camino que se debe recorrer para que sean superadas problemáticas como el cierre de los canales de participación para los proyectos que no pertenecen a las fuerzas políticas tradicionales. La destitución del alcalde de Bogotá Gustavo Petro por parte del Procurador General de la Nación, independientemente de las decisiones jurídicas que en adelante puedan tomar organismos como la Corte Interamericana de Derechos Humanos o instituciones nacionales como el Consejo de Estado y la Corte Suprema de Justicia, pone de manifiesto el poder que conservan y ejercen los sectores más conservadores de las clases dominantes en el seno de las instituciones del Estado. Aunque se ha difundido la idea de que el copamiento institucional por parte de fuerzas políticas ultraconservadoras se puede explicar por los escándalos más recientes de la llamada parapolítica, lo cierto es que este no es un fenómeno nuevo, y por el contrario, hace parte de la herencia del Frente Nacional – a la que también pertenece Juan Manuel Santos- que fundó una forma de gobierno basada en la exclusión, en la distribución clientelista de lo público y en la persecución de quienes se diferencian, así sea tibiamente de la política tradicional.
En el mismo sentido, este hecho político desnuda además que, a pesar de que uno de los caballitos de batalla de la dirigencia nacional para fundamentar las bondades democráticas del sistema político colombiano es una tradición de «apego a la legalidad», los sectores más recalcitrantes de la derecha están dispuestos a romper la ley, a violar las normas nacionales e internacionales las veces que sea necesario con el propósito de salvaguardar sus intereses de clase e impedir el más tenue viraje en la política interna. En este caso, el procurador, sin el menor asomo de recato, desconoció la Convención Americana de Derechos Humanos (art. 23) que explícitamente señala que solo las autoridades judiciales tienen la facultad de limitar el ejercicio de los Derechos Políticos, en una decisión que internacionalmente, por los antecedentes del Sistema interamericano de Derechos Humanos puede ser considerada como un exabrupto jurídico. Este caso también es evidente la desmesura de quienes se enquistan en las instituciones públicas para aplicar un doble rasero en sus actuaciones oficiales: mientras los cambios en el modelo de recolección de basuras resultarían argumentos suficientes para destituir y decretar la muerte política de Petro, las alianzas con los grupos paramilitares de políticos como Mario Uribe y Álvaro Araujo no ameritaron más que solicitudes de absoluciones por parte de la Procuraduría ante la justicia colombiana.
Con estas actuaciones de los organismos oficiales, pareciera que la consigna de algunos sectores de la «dirigencia» política nacional es que el derecho es la continuación de la guerra por otros medios, premisa que resulta pertinente si consideramos que en sus actuaciones públicas, el Procurador ha hecho explícito su rechazo hacia los diálogos que se desarrollan en La Habana. De hecho, como si fuese un candidato más del Uribe Centro Democrático, se ha autoproclamado vocero de las víctimas y de la sociedad civil manoseando el discurso de los Derechos Humanos para oponerse al que considera un proceso de impunidad. En este caso, resultaría ciertamente ingenuo reducir el comportamiento de Ordoñez a un mero delirio individual y de ambición de poder. La destitución de Petro puede ser leída como un mensaje para seguir atizando el guerrerismo que han estimulado la fuerzas de la seguridad democrática, pues llega precisamente poco tiempo después del anuncio de un acuerdo en la mesa de Habana acerca de las condiciones de participación política para un eventual momento de postconflicto.
Aunado a lo anterior, los mensajes de este suceso son claros en lo atinente a la visión de lo público y del modelo de ciudad que defienden los portavoces oficiales del empresariado que se han enriquecido con la privatización de los servicios públicos y que han promovido la exclusión y el encarecimiento del costo de vida en los centros urbanos del país. Aceptar los ajustes implementados por la administración del Distrito al modelo de recolección de basuras sería tanto como reconocer que es posible limitar o restringir las voraces políticas privatizadoras que han mercantilizado la provisión de bienes y servicios esenciales como el agua potable, la energía eléctrica, el transporte y la salubridad pública. En este caso, la decisión del Procurador es una defensa, no de los intereses generales sociedad, ni de los Derechos sociales que se deben garantizar universalmente, sino de los intereses de las mafias que se han asegurado estos negocios y que propugnan por una ciudad que segrega, en la que no hay ciudadanos sino clientes y consumidores.
En este contexto, uno de los mensajes que deja la coyuntura es que de poco sirven los coqueteos y las alianzas sin principios con los personeros del régimen, quienes se han especializado, precisamente, en la cultura de la componenda. El llamado sistema de pesos y contrapesos de la democracia colombiana, es decir, los mecanismos de control del poder político entre las distintas ramas del poder público no dejan de ser más que quimeras cuando se cuecen consensos para administrar las cuotas de poder en el bloque dominante. Si se observa desde el punto de vista institucional, el procurador no llegó por equivocación a este cargo, por el contrario, Ordoñez fue el candidato tanto del gobierno, como de las altas cortes que estarían llamadas a juzgarlo penal o disciplinariamente, en lo que podríamos llamar un círculo perfecto de inmunidad. Las lecciones de la historia son contundentes y en tal sentido, no hay que olvidar que precisamente Petro, en su ejercicio como senador de la república apoyó la postulación de Ordoñez a pesar de la pluralidad de voces que desde distintas orillas -el movimiento de Derechos Humanos, movimiento LBTI, Movimiento de mujeres- anunciaban el retroceso que se podría desencadenar con esta designación en áreas tan sensibles como los DDHH. Los hechos hablan por sí mismos, y todo indica que Petro, pese a su abyección, no ha dejado de ser visto como un advenedizo por quienes ejercen como inquisidores y conservan sus posiciones de privilegio en las instituciones estatales.
Así las cosas, afloran algunas preguntas que parecen ineludibles ¿de qué democracia hablamos en Colombia?; ¿Dónde están la llamada transición política y las garantías para el ejercicio de derechos tan elementales como elegir y ser elegido? ¿Hacia dónde caminará la izquierda en este contexto? Estas preguntas son suma relevancia si consideramos que nuevamente en el año 2014 el panorama político estará marcado por «nuevas citas con la democracia» y frente a este escenario, uno de los retos más notables es que desde las diversas expresiones del campo popular se desarrolle un balance crítico de los impactos, métodos y propósitos de la participación electoral en el pasado reciente de la sociedad colombiana. Eventos como la destitución de Petro, y la respuesta masiva de organizaciones campesinas, indígenas, de diversas fuerzas políticas que se manifestaron en señal de rechazo ratifican cuan equivocados se encuentran quienes han preferido callar frente a los profundos vicios de la «democracia» colombiana para congraciarse con la oligarquía y se han referido a la movilización popular y social como expresiones arcaicas o premodernas, innecesarias en una sociedad gobernada por la utopía constitucional de 1991. La realidad es terca y pone de presente el límite histórico de las formas de hacer política sustentadas en la exaltación absoluta y sin matices de la Constitución de 1991, en detrimento del debate crítico y colectivo sobre las fallas estructurales del sistema político colombiano. Por fortuna, la fuerza persistente de la acción colectiva expresa que la lucha por una sociedad democrática, en la que las mayorías puedan decidir sobre sus proyectos de vida, no ha sido abandonada y mucho menos endosada a voces solitarias desligadas de los movimientos populares. La organización popular junto con el poder que se expresa en la calle siguen siendo legítimos y necesarios para reivindicar la democracia que en Colombia parece que existe solo en la formalidad del derecho.
Una de las lecciones que deja el momento político es que resultaría ciertamente ingenuo -o sumamente oportunista- que los sectores que reivindican un ejercicio político electoral desde una postura de izquierda insistan en el repertorio de transacciones y acuerdos de cúpula que han resultado a todas luces infructuosos en la transformación de las estructuras de poder en el país. El fracaso de esta forma de hacer política en la que se concibe la participación electoral no como un medio para propósitos más altos, sino como un fin en sí mismo, ha sido estrepitoso, de tal suerte que no solo no se ha logrado romper la hegemonía del bloque de poder, sino que además, los personalismos en torno a las candidaturas, el clientelismo en las organizaciones sociales y sindicales, la cooptación y la fuga de líderes sociales hacia la carrera por los cargos, así como la instrumentalización de las organizaciones populares y gremiales se han constituido en nuevas fuentes de conflictos intestinos en el campo popular y de fragmentación de sectores sociales que se reclaman críticos o alternativos.
Sin detenernos en un balance profundo de las experiencias históricas, procesos latinoamericanos como el Partido de los Trabajadores en Brasil, el Frente Farabundo Martí en el Salvador, el Frente Amplio en Uruguay, el MAS en Bolivia, entre otras expresiones políticas, han puesto de presente que una incidencia real y contundente en la arena política nacional por la vía del voto supone no sacrificar e insistir en la acción colectiva. La disputa del espacio político institucional desde fuerzas alternativas requiere el fortalecimiento de los vínculos entre los movimientos sociales, populares, entre los procesos organizativos de base y los instrumentos políticos con los que se participa en la escena electoral. La propia experiencia colombiana ha demostrado que, difícilmente se cristalizarán condiciones de democratización real a favor de las mayorías si los propósitos de las organizaciones políticas se reducen a rasguñar curules o cargos públicos, si la lucha política deja de tener como objetivo central la construcción de una nueva sociedad para concentrarse en un reconocimiento precario en instancias políticas -como el congreso- que se caracterizan por su falta de legitimidad y que están copadas por el establecimiento.
Precisamente, la lucha por una democracia real y radical para la sociedad colombiana implica la profundización de la construcción de otro poder desde abajo y de la movilización social y popular. Las manifestaciones populares, indígenas, estudiantiles, que se han llevado a cabo durante los últimos años, el paro agrario en el que se expresó la fuerza y la valentía de un campesinado que se hizo sentir con movilizaciones a lo largo y ancho de la geografía nacional, así como las masivas manifestaciones en las que diversas fuerzas sociales, políticas, comunitarias expresaron su indignación en Bogotá y algunas ciudades del país reflejan la vivacidad de un poder constituyente que hasta el momento no ha sido realizado a plenitud sus demandas de democracia y de justicia. Precisamente, en contextos antidemocráticos y de negación de las libertades básicas de participación política una de las tareas más exigentes para las fuerzas que aspiran la conquista de una nueva sociedad es demostrar por medio de la acción colectiva que es posible pensar y construir la democracia no como un método de administración de los privilegios sino como una exigencia, una práctica y una condición para que las mayorías asuman el ejercicio pleno de su soberanía y su autodeterminación.
Artículo editorial publicado en papel en la revista CEPA No. 18, que acaba de entrar en circulación. Rebelión lo redifunde con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.