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Las paradojas del conflicto inexistente

Fuentes: Revista Cromos

El gobierno colombiano, iluminado por la sabiduría política y jurídica de José Obdulio Gaviria, sostiene que en Colombia no existe un conflicto armado sino la persecución oficial, con las armas de la República, a una banda de terroristas. Como se sabe, también combatían a esos delincuentes otros terroristas, los paramilitares, contabilizados inicialmente por el gobierno […]

El gobierno colombiano, iluminado por la sabiduría política y jurídica de José Obdulio Gaviria, sostiene que en Colombia no existe un conflicto armado sino la persecución oficial, con las armas de la República, a una banda de terroristas.

Como se sabe, también combatían a esos delincuentes otros terroristas, los paramilitares, contabilizados inicialmente por el gobierno en 12.000. La suma de los guerrilleros, según las cuentas oficiales, llegaba en el año 2002 a 20.600 hombres, de modo que, al llegar, este gobierno enfrentaba en total un problema de 32.600 combatientes al margen de la ley. Con esa cifra, cualquiera en cualquier parte hablaría de un conflicto armado, pero aquí los términos son muy importantes, no sólo porque Colombia se precia de valorar inmensamente el lenguaje y de llamar a las cosas por su nombre, sino sobre todo porque depende del nombre que se dé a las cosas el tratamiento que merecen.

El primer fruto positivo de la política de Seguridad Democrática consistió en la desmovilización de 25.000 paramilitares, es decir, asombrosamente, el doble de los que se perseguían. Llama la atención que un gobierno se pueda equivocar en el ciento por ciento al calcular la cifra de sus enemigos armados, así haya quien afirme que los paramilitares no eran del todo enemigos del Estado y que por ello fueron tratados con benevolencia.

Ahora bien, el combate del Estado con las guerrillas ha producido en cinco años 27.290 capturas, 9.841 bajas y 13.333 desmovilizaciones, de modo que de los 20.600 guerrilleros que había en el 2002 han salido de la guerra nada menos que 50.464 en cinco años. Una cifra desconcertante, pero no se puede decir que no es una victoria de la política de Seguridad Democrática que, en total, en un lustro, 75.000 guerreros de los distintos bandos hayan quedado por fuera de un conflicto inexistente en el que el Estado no parecía tener más que 32.600 enemigos armados.

Pero eso no significa que los guerrilleros se hayan acabado. Al parecer, con su proverbial exactitud, las cifras demuestran que todavía quedan en armas 12.499. Por eso el principal tema de la seguridad democrática sigue siendo la lucha contra la guerrilla, y el principal problema del país sigue siendo la guerrilla, cada vez más diezmada, si hemos de creerles a las incomprensibles cifras, y cada vez más mentirosa, si hemos de creerles a las evidencias, pero tan capaz de poner al gobierno y al país a girar en torno suyo como en tiempos del Caguán.

Esos 10.000 muertos en cinco años (algunos temen que la cifra incluya alarmantemente muchas ejecuciones extrajudiciales, es decir, dada nuestra constitución, crímenes, pero nuestro deber es pensar que las armas que pagamos con nuestros impuestos no se manchan contra la majestad de la ley) son básicamente muertos en combate, vidas de colombianos extraviados perdidas para siempre. Hay que añadirles vidas que duelen mucho más, las de los jóvenes soldados que mueren en lucha con sus hermanos guerrilleros. Hace poco el gobierno puso el grito en el cielo cuando un gobernante de un país vecino llamó hermano a algún jefe guerrillero, pero hay que recordarles a Uribe y a su canciller que Cristo no habría vacilado en llamar hermano a Barrabás y hasta a Caifás. Hay gente que es muy cristiana salvo a la hora de la acción, y en esas peleas de términos y de formalidades se mide bien la pugnacidad extrema del conflicto inexistente.

Todo parece indicar que el costo de sacar de la guerra a un enemigo, ya sea por la vía de la captura, de la muerte en combate o de la desmovilizació n, es de entre 600 y mil millones de pesos. Ese es, al menos, el equivalente de lo que hemos pagado, y de lo que seguiremos pagando, no por ganar, sino por mantener la situación a este ritmo, ya que las cifran no nos dan certeza sobre lo que había ni sobre lo que habrá. Pero las paradojas de la guerra inexistente son muchas más: por ejemplo, cuanto menos paramilitares y guerrilleros quedan, más crece el pie de fuerza de nuestras Fuerzas Armadas, y más crecen los gastos militares, incluida por supuesto la ya enorme carga pensional.

Hasta el año 1993 el principal culpable de todo lo malo que pasaba en Colombia, que era mucho, era Pablo Escobar. Parece increíble que, muerto aquel demonio de aldea en los tejados de Medellín, entre 1994 y 2007 las fuerzas militares hayan tenido que aumentar de 120.000 a 210.000 hombres, y estemos tan lejos de vivir en la relativa tranquilidad cotidiana que tienen casi todos los países latinoamericanos. Hoy el presupuesto militar asciende al 6.5 del Producto Interno Bruto, y según el informe «Algunas consideraciones cuantitativas sobre la evolución reciente del conflicto en Colombia», elaborado por J. F. Isaza y D. Campos Romero, del que he obtenido buena parte de esta información, el 80% de los cargos de la nómina oficial tienen ya que ver con defensa, seguridad y policía. Para nuestro dolor, hay que citar también esta frase: «El gasto en defensa es igual a la suma de todas las transferencias en salud, educación y saneamiento ambiental».

El lenguaje irreal contagia y se apodera de todas nuestras circunstancias. No sólo «no hay conflicto». Según las Farc los secuestrados «no son secuestrados sino retenidos» y las extorsiones son «impuestos de guerra». El gobierno autoriza al presidente venezolano para mediar en el conflicto inexistente, tratando de lograr la liberación de los secuestrados, pero después lo destituye de ese encargo por haber llamado a un general a preguntarle «cuántos secuestrados había». La guerrilla, a la que no aflige la suerte de las personas que mantiene privadas de la libertad en el fondo de la selva implacable, se llena de cortesía y decide «desagraviar» al presidente Chávez, entregándole, como si de una ofrenda se tratara, a tres de las víctimas. Chávez acepta el tributo y dispone una gran operación de rescate, que, por supuesto, indigna al gobierno colombiano, que la vive como un desplante.

La historia del niño Emmanuel es especialmente dolorosa. Nacido bajo el cautiverio de su madre, los captores no sólo no son capaces de la delicadeza humana de darles la libertad a la madre y a su criatura, sino que al poco tiempo los separan. Encargan a un campesino de su custodia, y a pesar de estar el niño en un terrible estado de salud, no le ofrecen un solo centavo por sus cuidados aunque sí cuentan con que podrán disponer de él cuando lo necesiten. Por supuesto que al comienzo no debían apostar un peso a que el niñito les sirviera para algo, pero Emmanuel comenzó a convertirse en un símbolo, aunque fuera un símbolo de la propia crueldad de la guerrilla, y eso lo valorizaba a sus ojos. Ahora alegan que si lo entregaron a alguien fue para sacarlo de los peligros de la guerra, pero entregárselo a su familia verdadera habría sido un poco más seguro y mucho más humano.

Son las últimas horas del año. Los colombianos esperamos con ansiedad, y bajo el peso de la culpa colectiva por tantos inocentes sufriendo rigor y sevicia en el monte, y anhelamos que la operación se cumpla. Entonces el Alto Comisionado para Algo declara que no hay ningún plazo fijado para la entrega, y veinticuatro horas después declara que el plazo se ha vencido, bajo la definitiva fórmula «la guerrilla ha incumplido otra vez». Es porque ya el gobierno sospecha que un niño que hay en Bienestar Familiar sea el pequeño maltratado, abandonado y ahora reclamado como oro en polvo por el ejército «de los que luchan por un mundo mejor». El gobierno sabe que hay alguna duda sobre la validez de su versión, y que debe comprobarla mediante exámenes, pero eso no lo hace vacilar en su decisión de intervenir, porque su prioridad es frustrar el operativo.

El lenguaje irreal del conflicto inexistente arrecia: las Farc declaran que hace mal tiempo, el gobierno muestra un tiempo excelente. La guerrilla declara que hay operativos militares. El gobierno declara: 1. Que no sabe de qué área se trata. 2. Que en esa área desconocida definitivamente no hay operativos. 3. Que está dispuesto a suspender cualquier operativo en un corredor determinado. Nadie parece advertir que en esa declaración cada elemento contradice a los otros. Y para concluir, cuando la guerrilla se ve obligada a aceptar que no tiene al niño en su poder, declara con cinismo que «el gobierno lo ha secuestrado».

A través de los medios todos seguimos perplejos e inútiles las sucesivas descargas de lenguaje irreal del conflicto inexistente. Pero a veces uno piensa que no es el conflicto lo que no existe, sino más bien el país.