«….. Es el miedo a la democracia de las fuerzas reaccionarias, para quienes blindar los acuerdos constitucionalizándolos, sincerando en su ejercicio la palabra democracia y haciendo cierto el mandato de la soberanía popular, constituyen peligroso «salto al vacío». Que no es otra cosa que la introducción de cambios que en algo modifiquen el statu quo […]
Cuando en un procedimiento eléctrico los polos positivo y negativo que deben ir a su respectiva terminal para generar el circuito que produzca la corriente se conectan en la terminal equivocada, no se da el resultado previsto. No pasa nada, sólo que no se genera energía en el sistema. «Quedaron invertidas la polaridades» repara alguien, y se procede a corregir el error.
Este símil traído de la técnica cotidiana, explica bien y con suficiencia los traumatismos del proceso de paz que se adelanta en la ciudad de La Habana entre el gobierno de Colombia y la insurgencia de las FARC al tiempo que da razón bastante para tener una mirada desesperanzadora sobre él.
Porque una cosa es la alineación de las grandes mayorías del pueblo colombiano en favor de la paz, y otra que la que se quiera sea una paz a secas carente de contenido y dada por el sólo silenciamiento de los fusiles. La paz reclamada por los vastos sectores que integran el campo popular, es una paz con justicia social y avances democráticos. Y si la que se negocia en La Habana carece de estos contenidos, el proceso va mal. Muy mal.
Por qué esta visión del proceso de paz en curso entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC- E.P? Veamos:
Las polaridades están invertidas. Ello es, a despecho del Acuerdo General que lo precedió y dio inicio, de las declaraciones y los discursos oficiales, una cosa es la «terminal» a la que está conectado el gobierno, otra a la que lo está las FARC. Tales las polaridades invertidas de las que hablamos: las dos partes piensan cosas distintas, las dos quieren cosas distintas, las dos buscan claramente un objetivo distinto. Y el hecho de que ambas compartan que la culminación del proceso será el silenciamiento de los fusiles, no desvirtúa lo anterior. Porque a ese en últimas objetivo compartido, le falta todo: el cómo, el cuándo y el dónde… y a qué precio.
Para fundamentar los anteriores asertos, consideraremos basados en lo que con coordinada insistencia nos cuentan los medios –que si bien sabemos mienten, no mienten en el hecho de mentir–, ocho manifestaciones categóricas de esa conexión errónea del gobierno con el proceso de paz. Veamos:
1. La paz como estrategia para lograr un objetivo distinto a la realización del propósito nacional de concordia.
Partiendo de la base fundamental acabada de expresar de la paz como una necesidad estratégica del modelo de dominación, se tiene ya la primera grave falencia del proceso. Porque esto elimina de entrada la paz en aras del bien general, entendido éste en el único sentido que puede tenerlo, el de unidad espiritual de una comunidad para un proyecto que siendo común en lo esencial puede ser diverso en lo instrumental, desde la diferencia y con garantías para realizarlo. Y al no ser esto la paz, lo primero que ocurre es que quien desde el poder la negocia, lo hace excluyendo que vaya asociada con cambios que garanticen ese bienestar común y garantías para la diferencia. Evidencia de este punto, son las repetidas amonestaciones del presidente de la República en el sentido de que ni el régimen legal ni el constitucional -que lo es todo porque ellos contemplan lo económico, agrario, laboral, internacional, tributario y lo político-, están en discusión en La Habana.
2. La guerrilla como entidad criminal
Y no de cualquier estirpe: de Lesa Humanidad. Esta categoría de crimen, la más grave que existe, traída del derecho internacional, siempre fue negada por el régimen gobernante en Colombia. ¿Por qué? Porque ese descalificador señalamiento salía a relucir en todos los escrutinios de derechos humanos que tanto reconocidas ONGs internacionales -desde el famoso informe de Amnistía Internacional sobre la tortura en el gobierno de Turbay Ayala en 1980-, como la OEA y la ONU le hacían al Estado colombiano.
Por lo anterior, esa expresión vetada en el discurso oficial y mediático colombiano, es hoy casualmente la más socorrida expresión que el gobierno, los militares, el vocero del equipo negociador del gobierno y los medios de comunicación en forma abrumadora utilizan dentro del arsenal lingüístico del que hicieron acopio para ponerlo al servicio de la guerra. ¿Y cómo la utilizan? No naturalmente para reconocer los crímenes atroces del Estado recogidos y documentados en una obra monumental «Colombia Nunca Más», verdadera Suma de la violación de los derechos humanos, sino para sindicar una y otra vez a las FARC de incurrir en ellos en cada una de sus actuaciones, comenzando por el hecho de haberse levantado en armas. Sí; el levantamiento en armas contra una democracia como la colombiana, crimen de Lesa Humanidad.
3. Nunca antes la guerrilla había cometido tantos actos terroristas
Este tópico periodístico repetido hasta el cansancio de manera concertada por todos los medios en sus distintas ediciones, es desarrollo de una estrategia de la negociación: la descalificación de la insurgencia como actor político, como organización político militar o como disidencia que hace valer su discurso de clara estirpe ideológica por la vía de las armas. Estrategia que a la par de este propósito – de por sí negación del Acuerdo General que dio origen al proceso-, cumple el más perverso de colonizar el imaginario colectivo con el tópico «la guerrilla terrorista no quiere la paz».
No es gratuita ni causal esa campaña abrumadora de calificativos, magnificaciones y distorsiones de los hechos relacionados con operaciones militares de la guerrilla, cuando no de la descarada invención y atribución de hechos criminales sobre los cuales después no se vuelve a decir nada. Un verdadero atentado contra el bien común de la fe pública, conspiración contra la paz, derogatoria de las normas constitucionales que la consagran como derecho y deber -art. 21 C.P.- y sobre todo del ilusorio derecho ciudadano a «recibir información veraz e imparcial «-art. 20 Ibidem.
4. La voluntad de paz del gobierno, compatible con la decisión de guerra de exterminio.
Este polo invertido de la posición oficial es como todos los demás, incoherente e inconsistente. Cada acción militar -generalmente exitosa- de la insurgencia es respondida por la parte estatal con una andanada de calificativos que concluye en que esa es la prueba reina de su ninguna voluntad de paz. Al contrario, el gobierno, aupado por los sectores más extremistas del establecimiento pero de los cuales no se distancia, estimula las acciones militares que maten reales o supuestos guerrilleros. Conducta ésa sí para nada evidencia «de la ninguna voluntad de paz del gobierno«. Muertes groseramente celebradas, culto a tánatos que habla del odio al otro -donde el otro no es siquiera el enemigo sino apenas el diferente- que se inocula en las escuelas militares como «valor» -desvalor- esencial en la formación, y desdice del «humanismo» y «cultura humanista» de que hacen alarde los prohombres del sistema.
5. La justicia para «los crímenes» de las FARC
La más perversa estrategia aplicada por el gobierno de Juan Manuel Santos en las negociaciones de paz con las FARC, perversa no sólo en términos morales sino en la virtualidad que tiene de poner el proceso in extremis, es haber posicionado en el imaginario colectivo «el castigo para los crímenes de las FARC», como razón de ser, eje central innegociable del proceso. Lo que se estaría negociando no es la paz, sino el cuantum de la pena que recibirán los alzados en armas. El flamante proceso de paz degradado a esa mediocre categoría, a la manera de la que se hace con las bandas criminales imposibles de doblegar. Porque el gobierno y sus asesores y consultores nacionales e internacionales lo saben: ningún proceso de paz entre un Estado y unos rebeldes a los que se reconoce como tales, ha tenido nunca por objeto ni siquiera marginal, el castigo que se les ha de imponer.
No se está negociando la desmovilización de una cuadrilla acorralada, su rendición a cambio de penas no tan draconianas. Partir de esto no es siquiera un error histórico, sino una deliberada apuesta del Estado de jugar «a dos bandas». Que esconde además del objetivo de acorralar a la insurgencia con que la salida es ésa – en simultánea con la oferta «magnánima» de penas reducidas-, otro mucho más perverso:
«la inconcebible injusticia de perdonar los crímenes de Lesa Humanidad de las FARC. mientras los héroes se pudren en la cárcel.«
Tal la razón del insistente posicionamiento en la opinión pública de este punto. Y los «héroes», sabido es, mencionados sin reato, son los militares autores de espantables crímenes de Lesa Humanidad; entre muchos, el asesinato de civiles inocentes conocido como «falsos positivos».
6. El reconocimiento y reparación de las víctimas por las FARC
Este tópico va de la mano del anterior, lo soporta igual mentira histórica, idéntico sofisma dialéctico, el mismo fraude retórico: los millones de víctimas de la confrontación en Colombia, valga decir de las masacres, el desplazamiento forzado, el despojo de tierras, los asesinatos selectivos de dirigentes populares y el caso paradigmático del exterminio de la Unión Patriótica, correrían por cuenta de las FARC. Así que «pronúnciense señores cómo van a reconocer y reparar tanta atrocidad» se oye en tono de impostada indignación que traspasa el hermético recinto de La Habana hasta oírse en Colombia, al líder de la delegación oficial Humberto de la Calle. No ha habido en Colombia guerra sucia, menos terrorismo de Estado. El drama de la violación de los derechos humanos en Colombia lo atributen las víctimas que son las que tienen la palabra legítima en ello, a la fuerza pública.
¿Sí son en verdad las FARC las responsables por los 20.000?, 30.000?, 40.000? -las cifras difieren según las fuentes y la caracterización del hecho- desaparecidos en Colombia? Y ¿sí son ellas en verdad las detentadoras y beneficiarias y por lo tanto las que deban devolver las 4 o 5 millones de hectáreas despojadas a los campesinos en zonas de conflicto, las mismas no casualmente del consentido accionar paramilitar? Y son por ende las FARC las responsables del crimen de desplazamiento de esos millones de despojados? Estas tres preguntas solas son un buen recurso metodológico para demostrar las distorsiones del proceso y así encarrilarlo hacia posiciones afines con la verdad y la justicia que lo debe inspirar. El Estado plantea esta discusión en los términos equivocados del bueno -todo bueno-, contra el malo -todo malo-. Y claro, el malo es el otro.
7. La doctrina militar ni la reducción del ejército están en discusión
Un sofisma da sustento a la delegación oficial para evadir el tema fundamental como ninguno, obvio como ninguno y de sentido común como ninguno, de que el paso de la guerra a la paz tiene que suponer fatalmente a su vez el paso de un ejército concebido, formado y adoctrinado para la guerra, a uno concebido, formado y adoctrinado para la paz. Y ese sofisma bajo el cual se escuda para esa evasión, es que este tema no está en los ocho puntos de la agenda acordada en el Acuerdo General que dio inicio al proceso.
El vicio del argumento se revela cuando se redarguye que el hecho de no estar el tema militar en los puntos de la agenda no significa que no pueda y deba ser tocado si el camino de la paz pasa necesaria y fatalmente por su consideración. Ya porque él tenga una relación de medio a fin con su logro, ya porque sea consecuencia inherente a una paz estable y duradera. Y creemos que en la cuestión de la doctrina militar imperante y el tamaño del ejército, ambas tan consustancialmente ligadas con los apremios del conflicto armado -así nos lo han dicho y recalcado hasta la fatiga- se dan esas dos sólidas razones. El ejército de la guerra y para la guerra, jamás podrá ser el mismo de la paz.
¿De verdad hay que fortalecer «ahora sí», al ejército para que «mantenga la paz» como lo dijo el presidente Juan Manuel Santos en el sepelio del ex comandante del ejército Álvaro Valencia Tovar? ¿De verdad son necesarios los fusiles y mantener uno de los ejércitos más grandes del mundo en proporción al número de habitantes, en una situación en la que no exista la guerrilla que lo justificó -y por ende tampoco la «amenaza terrorista»-, y el único peligro que se cierne sobre el Estado es el ascenso de la protesta social con las demandas legítimas de campesinos, estudiantes, sindicalistas y desplazados? La sangrienta represión por el ejército y la policía del paro campesino de la martirizada región del Catatumbo en el 2013, abiertamente respaldada por el presidente Santos en plenas conversaciones de paz, nos hablan a gritos de cuál es la paz que el gobierno quiere mantener.
8. La refrendación de los Acuerdos: a posteriori, incierta y sin garantías para una guerrilla ya desmovilizada
De nuevo con la excusa de que el punto no está expresamente fijado en la agenda del «Acuerdo General de la Habana», el gobierno evade tratar el crucial asunto de la refrendación de los compromisos a los que se llegue, con el «argumento» de que la delegación guerrillera viola el Acuerdo cuando al exigirlo. Otra vez como en el caso de la doctrina militar: hay asuntos consustanciales a un eventual acuerdo, de modo que su definición está supuesta sin que los consagre ninguna agenda. Por eso el argumento sabe a coartada.
La refrendación de los acuerdos a los que se llegue es entonces cosa que un proceso serio -«paz estable y duradera» dice la fórmula- jamás podrá quedar en el limbo, sometida a la incertidumbre de otras instancias. Menos, muchísimo menos a la buena voluntad del gobierno. Existe en esta materia un grueso expediente de traiciones e incumplimientos, para no ir a los casos dramáticos de cuando el Estado asesina sin reato al combatiente con el que ayer firmó la paz.
En este contexto resulta paradójico que la propuesta de refrendación de los acuerdos más democrática e incluyente por apelar al poder del cual se deriva toda otra autoridad -art. 3º. de la Carta-, sea la de las FARC. Se trata de convocar una Asamblea Nacional Constituyente, ahora sí y con más razón que nunca, la instancia apropiada para dar a luz el nuevo el Pacto Social que significa el fin de cincuenta años de levantamiento. Igual paradoja resulta que sea el presidente Santos liderando las fuerzas del establecimiento, los que se alineen en contra de esa propuesta. Es el miedo a la democracia de las fuerzas reaccionarias, para quienes blindar los acuerdos constitucionalizándolos, sincerando en su ejercicio la palabra democracia y haciendo cierta la soberanía popular, constituyen peligroso «salto al vacío». Que no es otra cosa que la introducción de cambios que en algo modifiquen el statu quo injusto pero favorable a sus intereses.
Así, la indefinición e incertidumbre en la aprobación de los acuerdos a los que lleguen FARC y gobierno, en particular en materia de garantías para los desmovilizados y concreción de las reformas sociales y económicas por adoptar, es la última de esas polaridades invertidas del proceso, que lo ponen en vilo.