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Las tragedias que provoca el modelo

Fuentes: Rebelión

Las catástrofes atribuidas a fenómenos naturales ocurren cada vez con más frecuencia e intensidad. Ya sea por el cambio climático -hoy una realidad difícil de cuestionar-, por causas geológicas, como terremotos o erupciones volcánicas, o por la combinación de diversos factores ambientales, como los incendios que arrasan miles de hectáreas de bosques y alcanzan poblados […]

Las catástrofes atribuidas a fenómenos naturales ocurren cada vez con más frecuencia e intensidad. Ya sea por el cambio climático -hoy una realidad difícil de cuestionar-, por causas geológicas, como terremotos o erupciones volcánicas, o por la combinación de diversos factores ambientales, como los incendios que arrasan miles de hectáreas de bosques y alcanzan poblados y ciudades. Estos desastres, aparentemente desconectados y discontinuos, tienen más de un elemento en común. En todos los casos sus efectos han sido amplificados como consecuencia de la intervención humana.

Si este vínculo es cada vez más evidente en todo el mundo, su expresión en Chile está entregando señales preocupantes. Los rasgos que tiene en nuestro país el modelo neoliberal, presentado durante décadas como ejemplo de desarrollo económico, son extremos y absolutos. No sólo por su extensión y profundidad en todas las áreas de la economía y las funciones humanas, algo que padecemos diariamente, sino porque sus bases, instaladas durante la dictadura y fortalecidas en los años posteriores con escasas normas, reglamentos y, en no pocos casos, asentadas en la ilegalidad, están creando efectos extremos en cuanto a su capacidad de corrosión de toda la institucionalidad política y económica. Si el fraude al Fisco es una práctica habitual en las empresas, como también la compra de políticos y legisladores, es también un hecho que el poderoso sector extractivo industrial ha sostenido gran parte de su alta rentabilidad en la ilimitada explotación laboral y ambiental.

Los casos son demasiado numerosos y se repiten en todas las regiones del país en sectores que van desde el forestal, minero, energético o inmobiliario, todos rubros altamente rentables que están traspasando los costos ambientales a la población. Bajo el criterio del libre mercado desregulado, proclamado como mito del crecimiento por políticos de todo el espectro, estas industrias han explotado de forma indiscriminada los recursos naturales y vertido por décadas los residuos tóxicos de sus actividades directamente a su entorno. En no pocas regiones están acabando con los recursos, como es el caso del agua para la agricultura y el consumo humano, lo que ha hecho surgir movimientos que exigen desesperadamente un cambio en las actuales normativas, muchas de ellas redactadas, tras intensos lobbys, por legisladores comprados por las empresas.

El desastre en las regiones de Antofagasta, Atacama y Coquimbo es una clara expresión del neoliberalismo extremo: áreas completas del territorio entregadas a la explotación minera o a plantaciones para exportación, las que han perjudicado otras actividades económicas y humanas, como lo es la pequeña agricultura campesina o los espacios residenciales, ambos en riesgo ya sea por la escasez de agua o por la contaminación. Esta relación antagónica entre capital y vida humana ha salido a la superficie con el fenómeno climático que desató lluvias y aluviones en tres regiones del norte, riadas que han mezclado con el agua, toneladas de sedimentos, basura y desechos mineros cuya toxicidad podría conducir a una catástrofe ambiental de consecuencias impredecibles. Los metales pesados que han quedado en esa zona tras décadas y décadas de actividad minera pueden extenderse por toda el área afectada por las aguas y el barro, con efectos insospechados para la salud humana.

En esta catástrofe hemos visto nuevamente el verdadero país en toda su crudeza. De partida, están aquí presentes las enormes disparidades económicas y sociales. Estamos hablando de las regiones más ricas de Chile, con un PIB per cápita, en el caso de Antofagasta, de casi 40 mil dólares anuales, guarismo similar a países como Alemania, Francia o Bélgica y cuya sola comparación con las condiciones de precariedad de las víctimas produce indignación. Las grandes contradicciones del capital están allí presentes, una nación desmembrada y discontinua, con grandes zonas de sacrificio para alimento de los inversionistas privados. El capital, volátil y apátrida, extrae los recursos y la riqueza y deja en la zona solo los desechos. El gran capital en aquella región sigue actuando igual que en los orígenes de nuestra historia.

El poder del capital en el mercado desregulado se ha expresado también en un Estado inerme e ineficiente, que repite, cinco años más tarde, las mismas torpezas cometidas tras el 27-F. Las «instituciones funcionan» para reprimir a los mapuches o manifestantes en regiones, como un brazo más del capital. Pero llegan tarde, mal y nunca cuando la ciudadanía lo demanda. Otra vez las capacidades organizativas del gobierno han estado más orientadas a los medios de comunicación que a satisfacer las necesidades de la población.

Desastres como este deberían conducirnos a una reflexión sobre el sentido y alcances del modelo económico, empecinado en aumentar el crecimiento del producto sin mirar consecuencias. Un modelo que se apoya en la codicia, el individualismo y la desigual competencia, instalado en Chile durante los años más crueles de la dictadura y cuyos efectos en la concentración histórica del poder económico ha derivado en un deterioro también inédito del sistema político, y en la creación de un país cada día más decadente, riesgoso y desintegrado.

Editorial de «Punto Final», edición Nº 825, 3 de abril, 2015

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