La entrevista que el jesuita Felipe Berríos ofreció al programa «El Informante», de TVN, ha despertado al interior de la Iglesia Católica chilena una polvareda de proporciones. Al día siguiente, y colocándose el sayo de las denuncias, reaccionó el obispo Opus Dei de San Bernardo, Juan Ignacio González, quién la descalificó frontalmente como «una entrevista […]
La entrevista que el jesuita Felipe Berríos ofreció al programa «El Informante», de TVN, ha despertado al interior de la Iglesia Católica chilena una polvareda de proporciones. Al día siguiente, y colocándose el sayo de las denuncias, reaccionó el obispo Opus Dei de San Bernardo, Juan Ignacio González, quién la descalificó frontalmente como «una entrevista que confunde, divide y enfrenta», que «trivializa a Dios», especialmente por aseverar que «la Iglesia ha lucrado creyéndose la dueña de la salvación», lo que a su juicio era «una completa distorsión». Pero más que las palabras, lo que traslucía en la respuesta el obispo González era su ira contenida, una rabia impotente ante unos juicios que en otro contexto tal vez no habrían causado tanta polémica, pero que en este momento caen como saetas ardientes sobre los sectores más conservadores de la Iglesia chilena, que atraviesan su peor momento en décadas, acosados por escándalos sexuales, financieros y políticos.
Berríos en un momento particularmente comentado de la entrevista afirmó: «Hay grupos dentro de la Iglesia que le han hecho un daño tremendo a la elite chilena, que ha hecho que se preocupe de unos ritos sin contenido buscando una salvación que Dios se las da gratuita, pero que quieren comprarla con buenas acciones, y cuando tocan sus intereses económicos dejan de ser buenas acciones. Los culpables son los que les han enseñado un Dios que no les cuestiona eso». Esta realidad se refleja en los obispos chilenos, que a su juicio «son gente que no han hecho nada malo, pero nada bueno tampoco, no son capaces de jugársela por los que sufren, por los pobres, haber detectado la desigualdad en Chile y haberlo dicho, salvo en la última conferencia episcopal en que hablaron del tema; más bien son católicos de los católicos, y eso también lo percibimos los curas, que no tenemos un pastor donde podemos jugarnos y ser críticos (…) Bendigo el anillo a una persona casada por segunda vez y al día siguiente, tengo un llamado del arzobispo de Roma, pero si se bendice una sucursal bancaria que está chupándole la sangre a los chilenos, no decimos nada, eso le resta credibilidad y jerarquía a la Iglesia».
CAMBIO EN LA IGLESIA CHILENA
¿Cuáles son los grupos que han dañado a la elite? ¿Y cuál ha sido ese daño? Para entender este diagnóstico es necesario recordar que a mediados de los años setenta, la elite conservadora chilena comprendió que la Iglesia liderada por el cardenal Raúl Silva Henríquez, y especialmente las órdenes y congregaciones religiosas que tradicionalmente les ampararon con sus colegios e instituciones sociales, como los jesuitas, Sagrados Corazones, Verbo Divino, Monjas Inglesas, etc. habían cambiado de una forma irreversible. Este cambio implicaba que estas instituciones ya no volverían a ser nunca más incondicionales de la casta más privilegiada de nuestra sociedad. Ello no quería decir que les abandonaran, sino más bien que su rol estaría fundado en la razón crítica, y por lo tanto, ya no asumirían a priori un papel legitimador del orden social. Ello no implicaba que la Iglesia se matriculara con la revolución. Simplemente intentarían asumir un papel autónomo, basado en criterios fundados en una ética social cristiana incondicionada. Este distanciamiento entre la Iglesia y la clase económicamente hegemónica ya se había expresado en los años sesenta, en la medida en que varios obispos, como Manuel Larraín, habían impulsado la reforma agraria, lo que fue interpretado por los grandes latifundistas como una traición imperdonable. Pero en ese momento todavía no se había producido el divorcio total. Este llegó luego del golpe militar de 1973.
LOS «APOYOS» EMPRESARIALES
Movidos por una desconfianza ya arraigada, una parte sustancial de la elite empresarial se decidió a apoyar económica y políticamente a una serie de nuevos «movimientos» eclesiales que aparecían dispuestos a asumir el papel de guardianes de las costumbres y del «buen dormir» de sus familias. De esa forma desembarcaron en Chile de forma masiva el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, los neocatecumenales, y otros grupos semejantes. De la misma forma fueron apoyando con generosas donaciones a un sector de la Iglesia local que asumía similares predicamentos: es el caso paradigmático de la asociación de clérigos liderada por el ex párroco del Sagrado Corazón de El Bosque, Fernando Karadima. Estos grupos resultaron para la elite altamente funcionales, en la medida en que avalaron y legitimaron su accionar político y económico, y a la vez fortalecieron sus convicciones conservadoras, basándose en una moral de cuño ius naturalista exacerbada hasta un extremo caricaturesco, totalmente alejada de la prudencia aristotélico-tomista. Por ello, observa Berríos, en America Latina se silenció a «una Iglesia viva como la Teología de la Liberación» y «mundialmente se escogieron voceros del Vaticano que no piensan por sí mismos».
Invirtiendo la afirmación de Marx, estos movimientos ofrecieron un tipo de religiosidad que permitía «el suspiro de la criatura opresora»(1), que por serlo, era también víctima de sus mismas dinámicas de opresión. Pero como observaba lúcidamente Nietzsche en un texto: «El cristianismo nació para dar al corazón alivio; pero luego necesita primeramente abrumar el corazón para poder en seguida consolarle»(2) . He allí el daño que denuncia Berríos. Cuarenta años después de haber decidido «fabricar» un clero a su medida, la elite plutocrática chilena empieza a despertar de su ensoñación y se da cuenta de los efectos «abrumadores» de esa decisión. Lo grave no fue optar por una religión a la carta, sino haber renunciado explícitamente a someterse a la crítica moral, privilegiando la complacencia absoluta con su forma de parecer y de accionar. De esta forma los más grandes empresarios chilenos se han convertido en lo que Aristóteles llama autoades (3) , es decir, en aquellos «que se complacen a sí mismos » . Es una situación cómoda a corto plazo pero que al final enceguece, llena de brumas y por lo tanto, obliga a distorsionar los sentidos para amoldar lo que percibe. O como dice Marx, se trata de una religión que funciona como «conciencia invertida de un mundo invertido».
UN DIOS RASCA
No es extraña la ira del obispo González ante las palabras de Berríos. Pone el dedo directamente en una herida sangrante en las capas más acomodadas, que se sienten decepcionadas de un clero conservador al que financiaron de manera copiosa, al que encomendaron la educación de sus hijos, al que obedecieron en materias morales de forma intransigente para terminar desencantados y humillados, mientras el país se rinde ante el «dios consumo», como denuncia Berríos. «Les hemos mostrado un Dios tan rasca, insípido, que hace que los chiquillos prescindan de Dios», afirma el jesuita. Un dios rasca porque «pelagianamente» niega la gratuidad de la gracia y la sustituye por el poder del dinero, que cree que todo lo puede comprar: reconocimiento cívico, autoridad intelectual, credibilidad política, confianza social, certidumbre moral. Y sólo han cosechado descrédito y vergüenza.
Berríos advierte que «la Iglesia real -la gente que vive en poblaciones, los solidarios, los curas jugados, los capellanes que están en los hospitales- existe, pero está la Iglesia jerárquica que no dice nada, no responde». Las más que seguras presiones subterráneas de obispos como Juan Ignacio González y otros similares, han llevado al superior de los jesuitas, Eugenio Valenzuela, a pedir disculpas por las «generalizaciones injustas» que pueden haber estado en las palabras de Berríos. Sin duda hubo algo de ello, pero también es cierto que el efecto de sus palabras ha removido algo más que conciencias. Y sólo por ello han valido la pena.
Notas
(1) En Crítica de la filosofía del derecho de Hegel Marx afirma: «La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma».
(2) Nietzsche. Humano, demasiado humano .
(3) Aristóteles. La gran moral , libro primero, capítulo XXVI.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 783, 14 de junio, 2013