El 30 de abril de 1945, con la Segunda Guerra Mundial a punto de terminar en Europa, el fotógrafo norteamericano David E. Scherman, que ni siquiera tiene treinta años, toma una instantánea que ha preparado cuidadosamente con la mujer a quien acompaña; los dos han hecho miles de fotografías en esos meses anteriores: ambos avanzan […]
El 30 de abril de 1945, con la Segunda Guerra Mundial a punto de terminar en Europa, el fotógrafo norteamericano David E. Scherman, que ni siquiera tiene treinta años, toma una instantánea que ha preparado cuidadosamente con la mujer a quien acompaña; los dos han hecho miles de fotografías en esos meses anteriores: ambos avanzan con las tropas norteamericanas, documentando el horror de la guerra. Scherman captura la imagen en el antiguo apartamento del führer nazi, en Múnich, en el 27 de la Prinzenregent platz, y, después, le pondrá un singular título: Lee Miller en el baño de Hitler. En la escena, Miller, una mujer aún joven que siempre llamaba la atención, está dentro de la bañera; ha dejado sus botas sucias de barro del campo de exterminio de Dachau sobre la alfombra, y un retrato de Hitler con los brazos en jarras descansa sobre el borde de la tina. Es una imagen que tanto a Life, donde trabaja Scherman, como a Vogue, donde colaboraba Miller, de nuevo, desde 1940, les interesa: Vogue la publica en julio de 1945. Los dos fotoperiodistas viajaban con la 83ª División de Infantería del Séptimo Ejército norteamericano, recorriendo la Europa en guerra, y toman esa fotografía tras enterarse en Múnich de que Hitler se había suicidado en Berlín: averiguaron la dirección de la vivienda donde el dictador vivó durante los años de construcción del partido nazi y prepararon el escenario. Era el mismo apartamento donde la joven sobrina del führer, Geli Raubal, se había suicidado extrañamente en 1931. El día anterior, 29 de abril, Miller y Scherman habían asistido a la liberación de Dachau, y pudieron ver y fotografiar el horror: centenares de cadáveres famélicos alineados junto a las alambradas del campo. En esos días llenos de ansiedad, Miller fotografía también a Wilhelm Guillon, el cartelista de la cervecería Sterneckerbräu, de Múnich, que Hitler y los nazis utilizaron como lugar de reunión durante los años en que preparaban el asalto a Berlín.
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Cuando Lee Miller murió, en 1977, era casi una fotógrafa olvidada, hasta el punto de que su propio hijo, Antony, que desconocía su relevancia como fotoperiodista, se sorprendió al descubrir en el desván de la Farley Farm House, donde su madre había vivido, más de sesenta mil negativos, además de manuscritos y cartas, y el hallazgo le llevó a descubrir a su propia familia, y a narrar la vida de su madre en Les lives of Lee Miller. Después, la obra de Miller fue recuperada, en su faceta de fotógrafa de moda o de corresponsal de guerra, y numerosas exposiciones mostraron sus fotografías, como la que organizó el Imperial War Museum de Londres, en 2015, que puso énfasis en las imágenes de Miller donde aparecen mujeres, o la promovida por el museo TheHepworth Wakefield, de Wakefield, que llegó después a la Fundació Joan Miró, de Barcelona, y que aborda el papel de Miller en el surrealismo británico de la década de los veinte y treinta del siglo pasado.
Había sido modelo en Nueva York: conocemos su vida por el trabajo de la historiadora Becky E. Conekin, Lee Miller in Fashion . Nace en una familia cuyo padre era de origen alemán, y su relación con el mundo de la moda se inicia con un incidente de tráfico en Manhattan, que le hizo conocer a Condé Nast, el dueño de Vogue, y a trabajar como modelo para la revista, siendo fotografiada por Arnold Genthe, Edward Steichen (quien le dio referencias de Man Ray) y Nickolas Muray, tres fotógrafos norteamericanos que habían nacido en Europa: parecía que todo le empujaba hacia el viejo continente. En 1929, con poco más de veinte años, Miller llegó a París, en busca de Ray: quería trabajar con él, aprender fotografía, y acudió a su casa del 31 bis de la rue Campagne-Première, sin encontrarlo; lo descubrió por casualidad en una taberna: cuando el fotógrafo le anunció que se iba a Biarritz, la impulsiva Miller lo siguió. Trabajó de ayudante de Man Ray, con quien mantuvo una relación sentimental, y por un azar descubrieron la técnica de la solarización, aunque Miller también trabajó en esa época con el barón George Hoyningen-Huene, un fotógrafo ruso que dirigía la edición francesa de Vogue. Ese mismo año, Miller visita Roma y Florencia para admirar el arte italiano; al año siguiente, 193o, organizó su propio estudio en Montparnasse, en la calle Victor Considérant, 12; y viaja a Suecia. Inmersa en el surrealismo, Miller fue siempre una mujer independiente, que llevaba a cabo provocaciones deliberadas como esa atroz fotografía de 1930, Sin título. (Pecho amputado de una mastectomía) donde dispuso en un plato con cubiertos la mama que había conseguido en un hospital. Armada con su Rolleiflex o con la Leica que llevó años después al desierto, Miller tenía una mirada surrealista que impregnó buena parte de sus obras.
Conoce a Cocteau, de quien protagoniza, en 1930, su película Le sang d’un poète (que fue saboteada por Breton y sus seguidores, en desacuerdo con los planteamientos del poeta y cineasta), al mismo tiempo que Max Ernst y Roland Penrose participan en la película de Luis Buñuel, L’Âge d’or. Miller sigue la corriente surrealista, donde todos juegan con los objetos, la oscuridad, los sueños, la casualidad: Herbert Read otorgaba calidad de artista, además de al ser humano, a la naturaleza y al azar. Miller fotografía a Chaplin, y hace amistad con Eileen Agar y Max Ernst, que concurren a los círculos donde se mueven Breton, Tzara, Masson, Man Ray, Miró, Buñuel, Dalí, Tanguy, Éluard. Frecuenta el café Le Dôme, en Montparnasse, donde también se citan Breton, Ray, Éluard, Dalí. Inconformista, ansiosa de aventuras, siempre fue una mujer libre, con Ray o con Penrose, con Picasso o con Scherman.
En febrero de 1932, Miller había participado, junto con Man Ray y Moholy-Nagy, en la exposición Modern European Photography, en la neoyorquina Julien Lévy Gallery, casi anunciando su retorno de Europa; y tras romper su relación con Man Ray en octubre vuelve a Nueva York y abre un estudio en la calle 48 Este. Miller se mueve en un torbellino entre el surrealismo y la Neues Sehen , o Nueva Visión, que bebía de ideas de la Bauhaus, aunque en sus fotografías de esos años también se encuentran influencias cubistas y de la Neue Sachlichkeit alemana o Nueva objetividad. D os años después, en 1934, se casa con un hombre de negocios egipcio, Aziz Eloui Bey, a quien había conocido en 1931 a través de Chaplin, en Saint Moritz, y se trasladan a vivir a El Cairo. Al año siguiente, viaja a Jerusalén, y, según su propia confesión, vuelve a tener interés por la fotografía, busca escenarios; va a Siwa, a los monasterios perdidos, se envuelve en el perfume de la arena y de los atardeceres silenciosos del desierto.
En esa etapa, fotografía con frecuencia el páramo egipcio, como en la imagen de The monasteries of Dier, donde estalla la soledad y la falta de presencia humana; y toma desde la cima de la pirámide su célebre fotografía de la sombra del sepulcro de Keops vertiéndose sobre la necrópolis de Guiza. También, registra la curiosa escena donde Robin Fedden (un escritor que había fundado con Lawrence Durrell y Bernard Spencer la revista literaria Personal Landscape) esquía en la arena del desierto. En el verano de 1937, Miller vuelve de El Cairo e inicia su relación con Penrose (a quien conoce en una «fiesta surrealista» -con Penrose disfrazado de mendigo-, en casa de las hermanas Rochas, dedicadas a la alta costura), aunque hasta 1939 no formaliza su separación de Aziz. Penrose es un hombre inquieto, inmerso en el surrealismo y en campañas políticas: al inicio de la guerra civil española, en octubre de 1936, invitado por el Comisariado de Propaganda de la Generalitat, y acompañado del poeta comunista David Gascoyne, había viajado a Barcelona en misión de solidaridad con la España republicana para fotografiar, rodar y documentar la nueva situación política y utilizar después el material en Gran Bretaña. En junio de 1937, Penrose conoce a Miller en París y, al mes siguiente, la invita a un jolgorio surrealista en Cornualles, en la casa de su hermano, que Penrose aprovecha para crear permisivos y abiertos encuentros sexuales entre los presentes. Allí, Miller conoce a Man Ray, Paul y Nusch Éluard, Max Ernst, Eileen Agar, Leonora Carrington, y todos le sugieren pasar el verano en Mougins, en el sur de Francia, donde Man Ray y los Éluard pasaban una temporada en casa de Picasso y Dora Maar. El encuentro genera una relación y una mutua atracción que lleva a Picasso a pintar durante ese verano seis retratos de Miller, la mayoría caracterizada como arlesiana, siguiendo la pauta que Van Gogh había establecido en su retrato de Madame Ginoux casi medio siglo atrás. En uno de los retratos, la fotógrafa norteamericana tiene un ojo que recuerda al símbolo de la anarquía y la oreja resuelta en un ocho rebelde, o, quién sabe, como el infinito, y, en todas las pinturas, con rotundos pechos, e incluso en uno con el sexo explícito de esos días de mar y libertad. Uno de esos cuadros lo comprará Penrose, y pese al código primitivista y cubista del lienzo, no impidió al pequeño hijo de Miller (Antony, que tuvo en 1947), con dos años, descubrir en él a su madre, de quien, treinta años después de su muerte, se mostraría convencido de que había sido amante de Picasso. La relación de Miller con el pintor español (a quien Penrose dedicará años de estudio, la biografía que publicó en 1958, y varios ensayos) se mantendrá hasta su muerte, a quien fotografiará centenares de veces, pintando o en escenas de su vida cotidiana, hasta el punto de que llegó a calificarse con frecuencia, por broma o coquetería, como «viuda de Picasso».
De esos días azules de intemperies radiantes son la conocida fotografía de Miller donde Paul Éluard esconde su rostro con el sombrero y la mano con el cigarrillo, mientras Nusch Éluard se apoya sonriente en su hombro, y la de Man Ray, donde el fotógrafo norteamericano capta a Penrose, Ady Fidelin, Picasso y Dora Maar en la playa, todos en bañador, Dora Maar con un enorme bikini cuya parte inferior le sube casi hasta el pecho. Tras esas jornadas felices, Miller vuelve a El Cairo, aunque mantiene una constante correspondencia: echa de menos los círculos surrealistas y el ambiente artístico, y pide a Penrose que le envíe las direcciones de Ray, Picasso, Breton, Éluard, y libros sobre surrealismo. Después, le llegan las cartas de amor de Penrose, quien sigue preocupado por la guerra civil española: en octubre de 1938, coordina la exposición del Guernica en Londres, que después irá a Manchester, Oxford, Leeds y otras ciudades para recaudar fondos en solidaridad con la España republicana. A finales de ese 1937, Miller expone en la London Gallery una curiosa escultura (Le Baiser), junto a las de Penrose, Magritte y Eileen Agar, aunque no acude a la exposición. En 1938, publica fotografías en la revista London Bulletin, que también se hacía eco de artistas como Joan Miró, y viaja con Penrose por los Balcanes, fotografiando campesinos; viaje que repite al año siguiente cuando Penrose llega a Egipto en enero y juntos recorren oasis del desierto. La vida de Miller había cambiado: en junio de 1939, se separa de Aziz y se instala en Londres, en casa de Penrose, y vuelve a frecuentar los ambientes artísticos; se reúnen con los surrealistas de la capital británica en un restaurante español del Soho, Barcelona: Henry Moore, Paul Nash, Eileen Agar, John Banting, Édouard Mesens, Conroy Maddox, Humphrey Jennings. Tras la guerra, se instalan en esa Farley Farm House, en Chiddingly, Sussex, donde Miller vivió con Roland Penrose (con quien se casa en 1947, tras obtener el divorcio de Aziz) hasta su muerte. Ese verano de 1939 es una frontera en su vida. Miller y Penrose se encuentran en Antibes, en agosto, con Picasso y Dora Maar: la República ha sido derrotada, y, aunque no podían saberlo, la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de estallar.
El ataque nazi a Londres, el Blitz, en 1940, permite a Miller iniciarse en la fotografía de guerra, cuyas imágenes publicará en un libro de título revelador: Grim Glory: Pictures of Britain under fire, que tenía el objetivo de contribuir a que Estados Unidos entrara en la guerra, y aunque continúa con la fotografía de moda para Vogue, esa faceta le aburre cada vez más, y empieza a escribir para la revista. En 1941 inicia su colaboración profesional y su relación sentimental con David E. Scherman: documenta el esfuerzo de la mujer británica en la industria de guerra, en fábricas textiles, trabajando con tractores; colabora con Margaret Bourke-White para Vogue, a quien fotografía en 1942, posando con su cámara bajo un avión de la fuerza aérea norteamericana. Boourke-White, casada con el escritor Erskine Caldwell, era también una famosa fotógrafa, que había conseguido fotografiar a Stalin en el Kremlin y que, además, era la única fotoperiodista extranjera a la que las autoridades soviéticas permitieron acercarse al frente alemán. La fotografía de la redacción de Vogue, donde se ven siete serias mujeres bajo un cartel de No smoking, o la imagen del duro Clark Gable, con gesto triste (acababa de incorporarse a la fuerza aérea tras la muerte en accidente de su esposa Carole Lombard), a quien Miller fotografía en 1942 apoyado en un avión, en una base británica, son muestra del nuevo rumbo que toma su trabajo. Como esas otras imágenes de tiempos de guerra, donde capta a Henry Moore, refugiado en el metro de Londres durante los bombardeos alemanes, entre la gente que duerme en las escaleras; o la del periodista Ed Murrow, responsable de la CBS en Europa, ante su máquina de escribir y mordiendo su pipa; y a Marta Gellhorn, en su escritorio, adornado con una fotografía de Hemingway.
En 1943, Miller empieza a trabajar como corresponsal y sigue colaborando en Vogue, enviando fotografías y textos durante la guerra: la del sitio de Saint-Malo, donde capta al médico con el broncoscopio y al herido con graves quemaduras que murió después, en Normandía; la escena de las mujeres colaboracionistas de Rennes a quienes la resistencia había rapado la cabeza. En las fotografías, Miller utiliza el código surrealista en paisajes devastados o en amasijos de estatuas rotas, pero se aleja de las convenciones del movimiento. Fotografía también a los prisioneros liberados de Dachau, en abril de 1945; los hornos crematorios de Buchenwald y de Dachau, al SS de Buchenwald de cara ensangrentada que es devuelto al campo por los antiguos prisioneros; y a la familia nazi que se había suicidado en Leipzig.
Después, con las tropas norteamericanas, Miller llega a París el 25 de agosto de 1944: la ciudad había sido liberada el día anterior por los republicanos españoles del general Leclerc y por la resistencia francesa. Antes de llegar a París, Miller había pasado por la fortaleza de Saint-Malo, donde los norteamericanos bombardearon con napalm, en ese mismo agosto de 1944. La rendición de los soldados alemanes del coronel Andreas von Aulock en Saint-Malo, presenciada por Miller, ha ido acompañada de la destrucción de la ciudad por las fuerzas norteamericanas, y explica el gesto de disgusto de Miller cuando Scherman la fotografía con su uniforme de campaña. Curiosamente, el coronel Hubertus von Auclok, hermano del Andreas de Saint-Malo, luchará en París los días anteriores a la liberación de la ciudad. Ese 25 de agosto de 1944, con la liberación, Lee Miller es la primera fotógrafa que entra en París tras la derrota de los nazis. Cuando terminan los combates, el alto mando de las fuerzas aliadas se instala en el hotel George V, y los curiosos van a ver el humo que surge de las oficinas ennegrecidas de las Waffen SS de la rue Auber, mientras Miller corre a visitar a Picasso, en su estudio del número 7 de Grands Augustins: cuando vio al pintor, se abrazaron, emocionados. No se habían visto desde agosto de 1939, en Antibes, cuando la guerra estaba a punto de estallar.
Miller se instala en el hotel Scribe de París (en una desordenada habitación que Scherman fotografía, con una cama de hierro y una mesa repleta, con la máquina de escribir portátil y la botella de coñac que la fotógrafa bebía sin descanso); es un hotel que en esos días frecuentan también Robert Capa y J0hn G. Morris, y Miller recoge sus impresiones de unos días terribles, dolorosos y radiantes por la libertad recuperada. Unas jornadas después, fotografía a Picasso, junto a Paul Éluard, Roland Penrose, Elsa Triolet, Nusch Éluard y Louis Aragon. Su amistad con el pintor español se había mantenido intacta desde aquel verano de 1937, cuando Miller, junto con Penrose, los Éluard, Man Ray y Ady Fidelin, y Max Ernst y Leonora Carrington, fue a la Costa Azul, a Mougins, donde, en el hotel Vaste Horizon, veraneaban Picasso y Dora Maar. No hacía tanto tiempo de ello, pero aquellos días despreocupados pertenecían ya a un pasado lejano. En septiembre de 1944, fotografía a Fred Astaire, que actúa para los soldados en el Teatro Olympia de París; a la sonriente chica en bicicleta junto a la torre Eiffel, en una imagen que titula París Fashion, y que parece anunciar un tiempo nuevo; y, después a Magritte; a Paul Delvaux en Bruselas, y a Colette en su apartamento del Palais Royal. Su trabajo para Vogue le lleva a fotografiar también a Marlene Dietrich, ese mismo año.
Miller había fotografiado Dachau, Buchenwald (donde capta la aversión del cadáver de un SS que se ha ahorcado), y el recuerdo la persigue. Las imágenes de los campos de concentración nazis son estremecedoras: esas escenas la atormentarán durante el resto de su vida, hasta el punto de sumirla en una grave depresión. La guerra, por fin, termina. En las primeras semanas de posguerra va al hospital infantil de Viena, recorre Alemania y escribe artículos. Después, en 1946, viaja por la desolación de posguerra en Hungría y Rumania, fotografiando, por ejemplo, la soledad de la reina madre Elena de Grecia en Sinaia, en un palco del castillo de Valea Peleș , el palacio de verano de la monarquía rumana. En Budapest, el 10 de enero de 1946, Miller fotografía el pelotón de fusilamiento que está a punto de ajusticiar a LászlóBárdossy, primer ministro húngaro, condenado por criminal de guerra y colaboracionista con los nazis por un tribunal popular. Sin embargo, no sólo se persigue a los nazis; las tropas norteamericanas y británicas empiezan a documentar también la actividad de los comunistas en todos los países europeos adonde llegan: de hecho, Miller era investigada por los servicios secretos británicos y considerada una relevante comunista desde 1941, que elaboraron también informes sobre su relación con Picasso.
El horror de la guerra y los campos de exterminio marcaron a Miller para siempre. Tiene ya serios problemas de depresión, abusa del alcohol, pero continúa su labor como fotógrafa, retratando a Max Ernst, Wifredo Lam, al diseñador Isamu Noguchi, al pintor Yves Tanguy, a la escritora y pintora Dorothea Tanning, a Igor Stravinski o Dylan Thomas. En 1947, se casa con Roland Penrose, y viven en Hampstead, en Londres, en el 36 de Downshire Hill. Ese mismo año, fotografía a T. S. Eliot, y a Stephen Spender; a Giorgio Morandi, en Venecia, en 1948, y, todavía, a Oskar Kokoschka, en 1950. Ese año, Miller publica en Vogue fotos del Dublín de James Joyce; y reciben la visita de Picasso. En 1953, Miller fue comisaria en Londres de The Wonder and Horror of the Human Head, una exposición que mostraba la cabeza de los seres humanos en la historia. Después, Miller acompaña a Penrose a ver a Picasso en París, en 1955, y después a España, a Málaga y Granada, en busca de la infancia del pintor español, y Miller capta la vida de las calles andaluzas. Pero en su casa inglesa se ocupa cada vez más de fogones, de cocina, y obtiene reconocimiento; aunque hace retratos de artistas a quien Penrose estudia, como Picasso o Miró, la fotografía llena cada vez menos su vida. Todavía se vio a Miller en Sitges, en 1972, abrazada por Penrose ante la iglesia encaramada sobre la playa, y aún fotografía a Tàpies al año siguiente, para el libro que preparaba Penrose.
El último viaje del capitán Cook , la obra de Penrose que tardó treinta años en terminar, envuelve un torso de mujer, sin extremidades ni cabeza, encerrado entre los alambres de una esfera terráquea, que parece recordar, aunque nunca fuera esa la intención del autor, que la mujer es también la tierra, y, como ella, libre, hermosa y fértil, tempestuosa y marina, aunque prisionera, como Lee Miller, del dolor y la cólera de un tiempo sin clemencia, rehén del horror de la guerra, una fotógrafa que recorrió la travesía que llevaba desde las páginas de Vogue y del glamour fútil de la moda hasta la sscuridad y la angustia de Dachau, y nunca pudo volver salir de ellas.
Fuente: El Viejo Topo, nº 373, febrero 2019.