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Lenguaje del terrorismo, terrorismo de la lengua

Fuentes: Rebelión

    En un acertado comentario de mi buen amigo Javi, titulado «El 11 de septiembre del 2001 también 35.615 niños murieron de hambre», publicado en http://la-isla-de-las-flores.blogspot.com/, se representa a través de las cifras el origen del terrorismo real. Sin embargo, en un momento utiliza una fórmula de uso frecuente con la que discrepo: «sin […]

 

 

En un acertado comentario de mi buen amigo Javi, titulado «El 11 de septiembre del 2001 también 35.615 niños murieron de hambre», publicado en http://la-isla-de-las-flores.blogspot.com/, se representa a través de las cifras el origen del terrorismo real.

Sin embargo, en un momento utiliza una fórmula de uso frecuente con la que discrepo: «sin disculpar a los terroristas de uno y otro bando». Según el DRAE, «Terrorismo» es: «1. m. Dominación por el terror. 2. m. Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror». De ambas definiciones, la primera me ha parecido la más «jugosa» para introducir el análisis que sigue, con la pretensión de desvelar qué mecanismos operan tras frases como «sin disculpar a los terroristas de uno y otro bando». Es importante entender que a menudo las palabras nos dominan: hablan por nosotros y no al revés. Conocer a fondo el lenguaje y sus trampas nos revela la realidad social en la que se enmarca el lenguaje. G. Orwell lo describió con ciencia y buena letra en su epílogo de 1984.

Del primer significado impuesto por la RAEL se infiere que aquellos que, desde el poder, son naturalmente calificados de «terroristas» no son tales, pues no dominan nada. La acción de tales «terroristas» deviene, precisamente, de que son objeto de dominación material y simbólica y, por tanto, de una forma de violencia (P. Bourdieu et al.). Toda acción tiene su origen en la intención objetiva de invertir o anular las relaciones en las que se produce esa dominación. El carácter violento de la acción está determinado por la imposibilidad real de articular cualquier otro tipo de acción para emanciparse de esa dominación padecida. En conclusión, cuando se acusa de «terrorismo» en abstracto, se ocultan las condiciones concretas (materiales) en las que se desenvuelve la acción: no hablamos de «una masa amorfa de moros de sucio rostro que conspiran por naturaleza contra la democracia y los valores occidentales» (en el lenguaje de la ideología dominante), sino de grupos de personas concretos que, habiendo padecido/discernido su posición de subalteridad en el tablero de la realidad, no encuentran otro medio objetivo de desembarazarse de su situación que no sea la violencia coordinada. Una violencia organizada como respuesta a la violencia estructural. Las acciones de tales grupos son, en sí, actos de resistencia ante un otro más grande y más violento. Se puede polemizar si, en efecto, tales acciones son efectivas para el fin que pretenden, si son el resultado de una irreflexión táctica o de un error de base teórica, o si, como elemento de una estrategia más amplia, lejos de concertar una vía de emancipación, profundiza las relaciones de dominación que se pretendían combatir, o fortalece otras. Todo ello es y debe ser objeto de otro debate. No hay fórmulas cerradas, ni todas las situaciones son iguales. Y para ello es importante estudiar las bases de esas estructuras/organizaciones de acciones contradominantes en su marco. No hay que ser reduccionistas, ni simplificar lo complejo, ni eludir las contradicciones. No tiene la misma base social la organización de Bin Laden que Hezbollah (Líbano) y cualquiera de las organizaciones de resistencia palestinas: éstas últimas son expresión directa de la organización de una sector social representativo del pueblo y clases dominadas. No me extenderé ahora sobre esta cuestión.

Encadenado con el primer razonamiento, podemos concluir que la «única dominación por el terror» que verdaderamente existe es aquella que detenta una posición de poder en relaciones de dominación concretas. Es decir, existe un dominante y un dominado, y pugnan entre sí en grados diferentes. Si los comúnmente conocidos como «terroristas» no dominan la situación, sino que son los dominados, pues pretenden invertir con su acción la correlación de fuerzas… ¿quiénes son entonces los dominantes? Weber decía que el Estado se reserva la legitimidad del monopolio de la fuerza. Sabemos que el Estado no es un vaso vacío que se pueda llenar a gusto del consumidor: tiene predisposiciones, su maquinaria está determinada en favor de unas clases sociales u otras; es expresión de la organización social dispuesta por/para los poderosos, no por/para los sans-coulottes (que, por lo general, somos todos). En ese proceso histórico que algunos llaman «globalización», parece obvio que las formas de oligopolio capitalista, que el habla popular reduce a las multinacionales, manifiestan su poder a través de los Estados (y no en contra de ellos, como algunos afirman): cuando determinados capitales de la industria energética estadounidense requieren extender su hegemonía en su cuota de mercado, no mandan a guardias de seguridad privados a hacerse con las reservas de hidrocarburos de algún país productor: el Estado estructura, mediante muchos de sus aparatos ideológicos y afines privados, una idea que conforma la «opinión pública»: que la zona en la que hay tales reservas de gas o hidrocarburos es un «nido de terroristas», y que en favor de la «seguridad nacional» hay que «intervenir militarmente». Obsérvese la riqueza en metáforas. A ésto, N. Chomsky lo denomina con acierto «manufacturing consent» [fabricar el consenso], es decir, legitimar el parto de la violencia estructural. El Estado, en beneficio de su seguridad nacional, que no es otra cosa que la defensa de los intereses privados del capital, envía a su brazo más armado, ése que es expresión descarnada del monopolio de la violencia: el Ejército. Con él entrarán en la zona los virreyes coloniales: los delegados de los consejos de administración de las empresas beneficiarias de la explotación/producción de los nuevos recursos/mercancías. Ejemplos recientes de este esquema son las actividades de Estados Unidos y/o Europa contra Afganistán, Iraq, Venezuela e Irán.

Ese un otro más grande y más violento es el verdadero terrorista: el que inicia la cadena de violencia es responsable de las violencias que desencadena. El «nido de terroristas» no nació de la nada: es el producto objetivo de la violencia organizada del poder. Poder-Capital-Estado. Y el poder, tal y como se concreta hoy, no es «democrático», sino dominación por el terror, material y simbólico. Es un poder terrorista que restringe «el mundo de la vida» (Habermas).

Un ejemplo hiriente del mal uso, o del uso malintencionado, de esta terminología («terroristas de uno y otro bando») está en las diatribas recientes que ha suscitado la Historia contemporánea española. En las tertulias de café, los tódologos parlotean sus medias verdades acerca de lo que en el ideario colectivo se ha configurado como «la guerra civil española». Acusan a los «de uno y otro bando» de graves acciones violentas, en un pobre intento argumental de balancear lo inbalanceable. Esta búsqueda del punto medio, geométrico y aristotélico (un disparate filosófico), es una toma de posición que significa/señala algo en las actuales relaciones de poder. Un discreto y encantador ejercicio de hipocresía cuya consecuencia es que, al abstraer las condiciones concretas en que se desenvuelve la acción en uno y otro «bando», se ocultan gravemente las causas que desencadenan la violencia, y se disipa quiénes son los auténticos agentes sociales identificados en los «bandos». Deshistorizar el ejercicio del poder, he ahí la clave para su reproducción (N. Kohan). Quienes habían mantenido la «dominación por el terror» en su propio beneficio durante siglos, es decir, quienes habían instigado la forma de terrorismo más antigua, eran responsables in extremis de toda respuesta violenta por parte de quienes la padecieron. En la estructura de clases española, terroristas eran, de hecho, los industriales catalanes, vascos o madrileños, los terratenientes andaluces o extremeños, el capital financiero de la periferia y el centro (J. March). Terroristas eran la policía y la guardia civil que desde finales del XIX combatían sin piedad al movimiento obrero y campesino. Terrorista era el ejército que asesinaba en Filipinas, en Cuba y en Marruecos. E ideólogos del terrorismo eran la jerarquía eclesiástica, los periodistas a sueldo del poder, los complacidos académicos que legitimaban la situación de perpetua violencia, los políticos que regalaban alabanzas a la gente mientras les clavaban puñales con la ley. Franco sólo era la punta del iceberg: una cara odiable. Lo malo de las caras es que vienen y van, pero los mecanismos que las producen se quedan… para reproducirse. Así que los verdaderos terroristas eran grandes y violentos, desde mucho antes de la guerra: y lo siguieron siendo después de ella. Lo son ahora. En el simplificador esquema «terroristas eran todos» parece que las fuerzas populares debieran disculparse por bregar para desprenderse del yugo. Nada que ver.

No me resisto a mencionar otra ilustración dialéctica reciente. La escritora Llum Quiñonero, feminista (de salón), publicó el pasado año un libro titulado Nosotras que perdimos la paz. Seguí de cerca sus insulsas declaraciones sobre el amor y otras florecillas campestres. Este título ha sido rápidamente contestado por Nosotras también hicimos la guerra (Ed. Flor del Viento), de la periodista Carmen Domingo. No hay que avergonzarse de la violencia que emana de abajo contra el poder que oprime. No hay que ocultar la rabia acumulada contra la violencia dominante. «Actiones humanas: non ridere, non lugere, neque detestari: sed inteligere» (Spinoza).

O «el infierno fuimos todos», como reza el desafortunado título de un ensayo histórico.