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Lenguaje: el pasado es un país extranjero

Fuentes: Rebelión

Hace pocos días iba caminando por Jacksonville Beach y leí el nombre de un edificio de apartamentos muy caros: Beachcomber. Recordé que ése era el origen de una de las palabras más rioplatenses que se puedan escuchar: «bichicome», y que significa alguien pobre que anda buscando cosas (en la playa, «beach-comber»), algo similar a la […]

Hace pocos días iba caminando por Jacksonville Beach y leí el nombre de un edificio de apartamentos muy caros: Beachcomber. Recordé que ése era el origen de una de las palabras más rioplatenses que se puedan escuchar: «bichicome», y que significa alguien pobre que anda buscando cosas (en la playa, «beach-comber»), algo similar a la palabra «chusma», que procede del árabe, como un cuarto de las palabras españolas, como «cheque», «álgebra», «algoritmo», y tantas otras referidas a las ciencias.

Mirando la fotografía de la góndola de un supermercado en Uruguay, volví a comprobar que «el pasado es un país extranjero». Los frascos de Nescafé estaban anunciados con un cartelito de letras impresas que decía «Precio bajo», expresión que, como tantas otras, proviene del inglés «low price«, omnipresentes en los supermercados de Estados Unidos. Hace solo quince años, allá en el lejano sur de las Américas, se decía «oferta». Seguramente, dentro de un tiempo quizás, cuando uno se dé una vuelta por su país de origen y hable de oferta te salgan con eso de «la influencia del inglés». (¿De dónde saldrá la antigua expresión rioplatense «cuánto sale»? ¿Habría sido una adopción del inglés «sale», cuando algo está en oferta, en liquidación, a «precio bajo»?)

Entiendo que el lenguaje de los que emigran a otros países madura (como, en cualquier caso, porque los individuos maduramos) y se adapta, como en el caso específico de quienes viven una realidad particular, cultural y lingüísticamente diferente. Eso no es un defecto, sino una evolución, parte de la rica diversidad de la experiencia humana en este planeta. Si yo no fuese sensible al spanglish, no podría entender ni hablar, ni siquiera de forma mínima, funcional, de la realidad de cincuenta millones de hispanos que viven en Estados Unidos. De mi experiencia en una cultura en la que el inglés es dominante y en la que cada día se escuchan variaciones dialectales del español que jamás se escucharían en ningún país latinoamericano, donde un provinciano de un país cree que el provinciano de otro país habla de forma incorrecta o, por lo menos, exótica. Ninguna de esas variaciones impide la comunicación si el individuo se libera de su propia arrogancia provinciana.

Hace un tiempo, un año quizás, escuché al expresidente Julio María Sanguinetti, un hombre de ochenta años, decir que los jóvenes ya no «compran esa idea». Era la primera vez que lo escuchaba en español. Les comenté esta rareza a unos amigos periodistas de allá y me dijeron que no les parecía raro. Lo tenían naturalizado. Por no entrar a hablar de expresiones populares en los programas televisivos de Buenos Aires, donde los jurados «daban retorno» a los concursantes, típica expresión inglesa de «feedback». Un par de décadas atrás «retorno» en la televisión se aplicaba a una conexión de audio, no a la crítica constructiva. No es casualidad, porque desde Gran Hermano hasta los programas de competencia de cocineros (un medio como la televisión, que carece de olores y sabores, siempre está obsesionado con los programas de cocina, como las películas eróticas sin sexo, los programas deportivos sin deporte, o los programas de políticos sin ideas). O programas de cocineros famosos humillando restaurantes sucios. Todo eso, sea bueno o malo, primero se inventa aquí, primero lo vemos aquí y luego se copia allá. Nada nuevo.

Sin embrago, cuando dejé Uruguay ningún supermercado usaba esa expresión de «Precio bajo» como etiqueta en lugar de «oferta». Me hubiese resultado tan extraña como cuando escuché aquí en Estados Unidos, por primera vez, expresiones como «I don’t buy it», para decir «no me lo creo» o «no me lo trago». Por entonces, aprendí a aceptar y usar estas expresiones que me parecieron propias de una cultura materialista, con miles de idioms (dichos) y expresiones referidas al dinero, a la compra o venta de algo: «no es mi negocio» (por «no me importa»), «paga atención» (por «presta atención»), «me siento como un millón de dólares» (por «me siento feliz»), «te pagaré una visita» (por «te haré una visita»), el mozo en un restaurante, muy amablemente: «¿todavía están trabajando?» (por «¿no terminaron (el placer de) la comida?») y así un largo etcétera.

Por otro lado, los países naturalmente van cambiando su lenguaje, sus expresiones y hasta sus pronunciaciones. Basta con escuchar un audio o un video de una sesión parlamentaria de medio siglo atrás. En el caso del castellano de países alejados de los centros anglosajones de poder y de irradiación cultural, los cambios son más evidentes para quienes dejaron ese país que para aquellos que conviven cada día con la lenta metamorfosis del lenguaje. Quien dejó su país y convive por un largo período con otra cultura y otro lenguaje, puede alterar sus expresiones, pero también mantiene un material lingüístico mucho menos alterado. En muchos aspectos, y a pesar de que también consumimos información de esos mismos lugares (diarios, radio, televisión, conversaciones por Skype con familiares), nuestro lenguaje materno permanece mucho mejor conservado en un tiempo pasado. Como las mismas memorias de los lugares permanecen inalterados, lejos de los inevitables cambios de esos lugares y de los inevitables cambios de nosotros mismos. Como la misma memoria de las cosas y de las gente está sensibilizada en el que se fue, por una nostalgia mucho más profunda y recurrente.

No es casualidad que, en español, el voseo del Río de la Plata y de regiones colombianas menos accesibles por el antiguo monopolio español, sea más antiguo que el tuteo de España. O que en Estados Unidos se usen expresiones y palabras del inglés que se dejaron de usar en Inglaterra tiempo atrás, como, por ejemplo, fall en lugar de autumn.

Hace unos años, en una discusión en un comité de mi universidad, escuché que una profesora argumentaba en favor de un nombre para una nueva ley del programa de matemáticas porque era «more sexy». Pocos años después, todo el mundo hablaba de títulos sexys y propuestas sexys, que no tenían nada que ver con ninguna sensualidad física. Quiero decir, muchachos, que si en la periferia geopolítica del mundo la gente comienza a hablar de ideas sexys que no se refieren a nada relacionado con el deseo sexual, ya saben de dónde proviene todo ese «puro castellano».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.