«Protestar es negarnos a ser reducidos a cero y a que se nos imponga el silencio. Por tanto, en cada momento que alguien hace una protesta, por hacerla, se logra una pequeña victoria. El momento, aunque transcurra como cualquier otro momento, adquiere un cierto carácter indeleble. Se va y sin embargo dejó impresa su huella». […]
«Protestar es negarnos a ser reducidos a cero y a que se nos imponga el silencio. Por tanto, en cada momento que alguien hace una protesta, por hacerla, se logra una pequeña victoria. El momento, aunque transcurra como cualquier otro momento, adquiere un cierto carácter indeleble. Se va y sin embargo dejó impresa su huella».
John Berger
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Escribir se convierte en un acto de rebelión si se hace contra las corrientes dominantes y contra el orden establecido, y máxime cuando se escribe soportando la persecución o desde la cárcel. Si se escribe en condiciones tan adversas se mantiene la rebeldía y la insumisión, puesto que uno de los objetivos supremos del Terrorismo de Estado radica en eliminar las voces y las plumas críticas, bien mediante la cooptación o recurriendo a la intimidación y al silenciamiento brutal. El propósito es claro y de tinte fascista, como lo evidencia el ejemplo de Antonio Gramsci, a quien el fiscal que lo acusaba quería impedir que su cerebro funcionara durante veinte años. Como se sabe, tal propósito fue en vano, porque, entre los barrotes y la censura, aquél produjo una de las obras intelectuales y revolucionarias más importantes del siglo XX. Miguel Ángel Beltrán, en la estela de Gramsci, no ha renunciado a lo que mejor sabe hacer: pensar y escribir, y por ello nos ha entregado en los últimos seis años una trilogía desde la cárcel. Crónicas del «otro» cambuche, La vorágine del conflicto colombiano. Una mirada desde las cárceles y ahora Las FARC-EP (1950-2015): luchas de ira y esperanza, obras que constituyen el legado rebelde de su producción intelectual.
El tema y el enfoque de este último libro ya es un acto de rebelión, a lo que debe agregarse que allí se presenta una visión crítica, alternativa, seria, rigurosa y documentada sobre un hecho crucial en la historia contemporánea de Colombia, sobre el cual se han erigido unas «verdades» oficiales que aparecen como indiscutibles por parte de la academia, y que en estos tiempos es necesario empezar a desmontar y a criticar a fondo, porque poco ayudan a la construcción de otra Colombia. Esas mentiras, convertidas en verdad de tanto ser repetidas, se impusieron a rajatabla durante el malhadado período 2002-2010, cuando los intelectuales orgánicos del régimen vendieron la idea de que somos una «democracia asediada» por el «terrorismo» y por eso había que apoyar al cruzado de la guerra, que se presentaba como el nuevo mesías que venía a salvar al país e iba a derrotar a la insurgencia en un lapso de seis meses.
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Como sociólogo e historiador, Miguel Ángel Beltrán es un analista serio y juicioso que no ha dudado en enfrentarse, con producción propia, a las modas dominantes en la academia colombiana, entre ellas la violentologia, que ha devenido en una corriente cuasi oficial del Estado que llevo a los «investigadores» a convertirse en jueces y policías del Estado, quienes en lugar de analizar con mesura los detalles profundos que llevan a la gente a rebelarse y a mantener la insubordinación -como lo ha hecho el movimiento insurgente en el último medio siglo- descalifican, juzgan y condenan esas acciones como «arcaicas», «obsoletas», «anticuadas» y en el peor de los casos como «terroristas» y «criminales». Eso lo repiten conocidos violentologos criollos y otros pontífices radicados en capitales europeas, que cada cierto tiempo vienen a enseñarnos con arrogancia lo que debería hacer la insurgencia para complacer su insaciable apetitico colonialista. Miguel Ángel Beltrán en su libro, que lleva el subtítulo de «Luchas de iras y esperanzas», no juzga, sino que trata de entender o, mejor aún, ayudar a comprender la trayectoria de la lucha de un sector de la población colombiana, afincado en el campo, siempre ninguneado y despreciado. En esa perspectiva, a él se le pueden aplicar las palabras del dramaturgo español Alfonso Sastre:
«yo pertenezco al oficio de Eurípides, y no al de la Policía, ni al de los Jueces, ni al del Sacerdocio Religioso, ni al del Moralismo Universitario: ¡mucho ojo, pues, con los catedráticos de ética! ¡A veces son terribles! […] Nosotros no pertenecemos a la estirpe de los jueces, que absuelven o condenan, sino a la de los dramaturgos, que tratan de comprender, o al menos entender, los conflictos, por graves y hasta sangrientos que sean» i.
Esta es una primera diferencia del enfoque de Miguel Ángel Beltrán con respecto a la «farcologia» convencional: brindarle al lector información y razones que ayuden a entender y no a generar juicios apresurados y condenatorios. Una segunda diferencia estriba en que Miguel Ángel Beltrán ha hecho un exhaustivo trabajo de campo -característico de la imaginación sociológica-, tanto sobre el terreno de la guerra, como en las cárceles, donde se encuentran recluidos, en condiciones indignas, miles de miembros de la insurgencia, a los que ni siquiera se les reconoce el carácter de prisioneros políticos. Miguel Ángel ha convivido y escuchado con paciencia a los insurgentes, para registrar los agravios que los han llevado a empuñar las armas y a levantarse contra la injusticia reinante en este país, algo que es necesario, porque una característica de los estudios de los «farcologos» del establecimiento, o próximos a él, radica en su desconocimiento de las voces de la insurgencia, a las que no le atribuyen ninguna importancia. Estos violentologos pontifican desde sus confortables oficinas, sin haber sentido jamás el impacto de la guerra con todas sus tragedias y, por eso, juzgan con arrogancia a quienes se rebelan, comportándose como si fueran jueces o policías. Y en ese juego, avalan y respaldan la violencia del Estado, como legitima y aceptable, desconociendo lo que hay detrás de ella en el caso colombiano, esto es el terrorismo de Estado, aplaudiendo la violencia de los poderosos y desconociendo la violencia de los pobres y oprimidos. En ese terreno, Miguel Ángel Beltrán ha hecho suya otra proclama de Alfonso Sastre: «Evidentemente hay algo que me aleja de la zona en que se mueven los intelectuales y los artistas ‘bienpensantes’, y es mi diferenciación radical entre las violencias de Estado y las que ejercen -subversión, sedición, revuelta, revolución armada […]- los condenados de la tierra. ¡Yo no veo bien condenar a los condenados!» ii.
Una tercera característica de la obra de Miguel Ángel Beltrán sobre las FARC estriba en que es un producto independiente, autónomo y titánico -en medio de las dificultades personales, de la persecución, la estigmatización y la cárcel- y no es una investigación patrocinada por una ONG, o un Centro de Memoria del establecimiento. Esto es algo digno de destacar si se recuerda que la violencia se ha convertido en una forma muy confortable de vivir para ciertos mandarines de la investigación, o mejor, que viven de la investigación que otros hacen, pero que ellos firman o prologan. No es raro, en consecuencia, que por efectuar estudios relacionados con la violencia en Colombia, algunos individuos hayan recibido jugosa financiación del Estado o de entidades privadas, nacionales o extranjeras, al servicio del capitalismo y el imperialismo, como la USAID. Tal no es el caso de Miguel Ángel Beltrán, que contra viento y marea, y con una disciplina envidiable, que se sustenta en su pertinaz labor de pensador crítico, ha hecho un libro en el que ha puesto, como lo dijo José Carlos Mariátegui, su sangre en sus ideas.
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Impresionante es el término más adecuado si se quisiera expresar con una sola palabra el significado del libro que acaba de publicar Miguel Ángel Beltrán. Este no es un vocablo ni retórico, ni ditirámbico, ni exagerado. Estamos ante una publicación notable, que se constituye en un hito editorial, historiográfico, cultural y, sobretodo, político, por diversas razones, que podemos recordar en forma breve:
Primero, por las condiciones en que ha sido elaborado, en medio de la persecución, el acoso, la difamación, el terrorismo judicial y mediático, la complicidad con ese terrorismo por parte del grueso del profesorado de la Universidad Nacional. Otra persona en esas condiciones en lugar de investigar y escribir se habría hundido en las brumas del pánico y del derrotismo y habría aceptado la tiranía. Miguel Ángel Beltrán combate la «nueva tiranía», una de cuyas sedes principales se encuentra en la Universidad, rompiendo el silencio, hablando claro y mostrando la miseria de los violentologos de oficio y de bolsillo.
Segundo, Miguel Ángel Beltrán no ha caído en la tentación académica de mirar para otro lado como si el asunto no fuera con él (lo que los sicólogos denominan disonancia cognitiva) y dedicarse a temas «menos comprometedores», como las estupideces de las que suelen ocuparse hoy los sociólogos e historiadores (muy en el ámbito de los Estudios Culturales, que investiga temas tan «profundos» como el intercambio de parejas en las discotecas de «clase media», o «como se usa un condón»). No, él se ha dedicado a examinar un asunto importante en la vida colombiana de los últimos sesenta años, relacionado con el conflicto armado, que gravita sobre la vida de todos nosotros, sin importar además que por este tipo de investigaciones se encuentre encerrado en una cárcel de máxima seguridad. Es decir que no le ha interesado -como muestra de lo que significa un verdadero compromiso político- que al escribir un libro sobre las FARC eso mismo se constituya en un hecho que puede ser usado como una «prueba», por parte de quienes lo persiguen, del delito de rebelión de que lo acusan. Estamos seguros que otra persona del mundo académico, en iguales circunstancias, no se atrevería a mencionar una sola palabra sobre el asunto del que lo sindican. Eso es lo que puede llamarse altura y rectitud -que es lo opuesto a la cobardía y a la sumisión-, algo que identifica a personajes como Galileo Galilei, según lo inmortalizó Bertolt Brecht, cuando sostuvo: «Si yo estuviera dispuesto a callar, sería indudablemente por motivos muy bajos: mi bienestar, el no ser perseguido…» iii .
Tercero, estamos ante un libro escrito con enjundia y pasión, pero también con rigor y seriedad. Es una obra en la que se conjuga la frialdad del intelecto con la calidez del corazón, muy en el sentido sentipensante que tanto reivindicaron personajes de la talla de Orlando Fals Borda o Eduardo Galeano. Por eso, encontramos en este libro dos partes claramente diferenciadas, que se encuentran finamente interconectadas. En una primera parte, que constituye un libro en sí mismo, se discute con altura, argumentos y exhaustividad con las falacias dominantes en el mundo académico sobre las FARC en particular y el conflicto armado colombiano en general. Allí se desentrañan los «análisis» basados en las tesis de la «degradación de la guerrilla», el «fin del fin» (basada en la propaganda uribista de terminar a las FARC en pocos meses) o la «disponibilidad de recursos». Como buen sociólogo Miguel Ángel Beltrán explica las razones en las que se sustenta el predominio de estas miradas, que tienen entre sus soportes financieros e institucionales al Banco Mundial y a ONG, o las que se presentan como tales, y cuyos representantes en gran medida provienen de la izquierda pero que han dado un «‘giro teórico’ que ha ido acompañado de los crecientes vínculos institucionales de estos académicos con el Estado y los centros de financiación internacional» (p. 83.) En esta sección, el autor señala que gran parte de los análisis dominantes se hacen a partir de un desconocimiento absoluto no sólo de los sujetos insurgentes, sino de sus motivaciones y de sus emociones. Y por eso, fácilmente, se recurre a los epítetos descalificadores (bandidos, criminales, terroristas…), que repiten los medios de comunicación y sus telectuales , o sea, aquellos que ya no piensan ni reflexionan, sino que se han convertido en los tertulianos, opinologos y contertulios del capitalismo criollo, que solo les interesa mojar televisión.
A partir de la reivindicación de una sociología de las emociones, Miguel Ángel Beltrán rastrea la vida de los combatientes de la insurgencia, a los que ha escuchado con paciencia en sus sitios de reclusión, para darles voz, algo que no hace la violentologia. Pero, al mismo tiempo, el autor examina los procesos históricos de constitución de la insurgencia en sus embriones campesinos y sobre la manera cómo desde allí se ha construido un relato de los agravios y las injusticias, con el que se explica la rebelión armada.
En una segunda parte, otro libro en sí mismo, que es la más extensa, se le da la voz a tres líderes guerrilleros, en su orden Javier Cifuentes, Horacio Castro y «Julio». Cada uno de esos testimonios es una historia de vida, en la que se mezcla la historia y la sociología, y se reconstruye con solvencia gran parte de la historia contemporánea de Colombia, pero contada con la voz de quienes han sido protagonistas directas de la lucha insurgente. Allí expresan su sentir, sus motivos, las razones que los han llevado a empuñar las armas, y a permanecer durante varias décadas en las FARC. Al leer estos relatos, que se reconstruyen con un lenguaje ágil, ameno y directo, que no tiene nada que envidiarle a lo mejor de la producción testimonial en Colombia (como a la de Arturo Alape, Alfredo Molano o Carlos Arango), queda en evidencia la injusticia, desigualdad y violencia estructural de este país, algo que los voceros del régimen siempre han negado, y por eso presentan a Colombia como una especie de «edén democrático».
Esos tres relatos centrales se entrelazan con otros tres testimonios más breves y con documentos y fuentes relativas a diversos aspectos del conflicto social y armado de Colombia, lo que hace de este libro una especie de calidoscopio sociológico e histórico que nos permite aproximarnos a aspectos pocas veces examinados, cuando se habla de la historia de las FARC.
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Por el momento y las circunstancias históricas en la que se ha publicado este libro, podemos decir que abre fronteras analíticas e investigativas, en la medida en que es un esfuerzo por romper el monopolio de los relatos hegemónicos sobre la insurgencia colombiana. Esos relatos hegemónicos, que se han impuesto desde la academia, pero principalmente desde los medios de desinformación e intoxicación masiva (RCN, Caracol, El Tiempo, El Espectador…) se basan en la ignorancia, la tergiversación, la legitimación de los crímenes del terrorismo de Estado, en la defensa de los intereses de los verdaderos dueños de Colombia (fracciones del capital financiero, terratenientes, ganaderos, exportadores) que conforman el bloque de poder contrainsurgente, para justificar su guerra de exterminio, la injusticia y la desigualdad que siempre ha caracterizado este país desde la misma Independencia, hace dos siglos.
En la búsqueda irrenunciable por construir otra sociedad en el territorio colombiano, ya no puede ser aceptado ni aceptable el ocultar las otras historias, las de la rebelión y la insubordinación, de los sectores populares. Y tampoco puede ser tolerado que se persiga y se criminalice a aquellos que se han encargado de reconstruir esos otros relatos, como es el caso de Miguel Ángel Beltrán. Ahora que tanto se habla de poner fin al conflicto armado, resulta urgente darle la voz, y escucharlos, a todos los que conforman esa otra Colombia, entre la que se incluye a la insurgencia, porque ellos tienen su propia historia, que tarde o temprano debe reconocerse como parte de la historia de Colombia.
Esas voces ya no pueden ser acalladas ni masacradas, y por eso es tan importante el libro de Miguel Ángel Beltrán, porque es un anuncio premonitorio de la cascada de voces alternativas y subalternas que van a empezar a escucharse en este país, tan intolerante y antidemocrático como pocos. Voces que necesitamos para que algún día sea posible construir algo distinto al estercolero de violencia y represión en que el bloque de poder contrainsurgente ha convertido a Colombia.
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La dignidad, para concluir, es un distintivo de este libro, lo cual le concede un valor adicional, que lo distingue de la producción académica convencional, porque lo que está en juego es, nada más ni nada menos, que la libertad de pensamiento, la independencia con respecto al Estado colombiano y sus clases dominantes, la disciplina de investigar al margen de los reconocimientos económicos que se entregan en la universidad pública, seguir pensando en contra del pensamiento único… Eso y mucho más se encuentra dicho entrelineas en esta obra, con la cual Miguel Ángel Beltrán burla el cerco de todos los carceleros del cuerpo y el pensamiento (que medran en la Universidad Nacional de Colombia, en la academia, en las diversas ramas del Estado, en el periodismo, en la violentologia… ), porque, como lo dijo el gran poeta español Miguel Hernández, en su poema Las cárceles : «Cierra la puerta, echa la aldaba, carcelero/ Ata duro a ese hombre: no le ataras el alma/ Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:/ no le ataras el alma».
Notas
i . Alfonso Sastre, La batalla de los intelectuales, CLACSO, Buenos Aires, 2006, p. 60.
ii . Ibíd., p. 102.
iii. Bertolt Brecht, Vida de Galileo, Alianza Editorial, Madrid, 2002, p. 77.
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