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La dura vida de los vendedores en las micros

¡Lleve el heladito, a gamba, a cien!

Fuentes: Revista Punto Final

Con agilidad de felino, a sus 46 años Juan Vera sube a una y otra micro en movimiento, y comienza su trabajo: «¡Lleve el heladito fresquito pa’la sed, pa’ la calor: chocolo, piña, chirimoya, cremino, mustang, manzana, super giro, mora, a gamba, a cien!». Juan es uno de los cerca de 500 «manilleros» del centro […]

Con agilidad de felino, a sus 46 años Juan Vera sube a una y otra micro en movimiento, y comienza su trabajo: «¡Lleve el heladito fresquito pa’la sed, pa’ la calor: chocolo, piña, chirimoya, cremino, mustang, manzana, super giro, mora, a gamba, a cien!». Juan es uno de los cerca de 500 «manilleros» del centro de Santiago, aquellos que comercian helados y confites en la locomoción colectiva. El subraya que se trata de un comercio totalmente distinto al de los llamados «manteleros»: «Esos que andan con un mantel en la calle, vendiendo productos que son más que nada piratas o robados. También les decimos ‘corredores de la bolsa’, porque ven a los pacos, hacen una bolsa con el mantel y salen corriendo». Gran parte de la familia de Juan Vera es de comerciantes ambulantes. El empezó a los ocho años, por necesidad, junto a uno de sus diez hermanos. Desde entonces ha acumulado una vasta experiencia: «El mejor período es el verano para la venta de helados. En la semana anterior a la Pascua, uno puede vender cerca de 500 helados al día y ganar 20 mil pesos diarios. Luego el promedio baja a diez mil diarios. Y aunque la gente piense que en el verano nos va siempre super bien, no es tan así. Desde mediados de enero mucha gente se va de vacaciones y anda menos gente en las micros», señala. Vera explica que los primeros cinco días del mes son buenos. El producto a vender depende exclusivamente de la época: «En verano, bebidas y helados y en invierno, confites como alfajores, kilates, bombones, galletas o chocolates. Se pueden vender cerca de 400 diarios, pero son dos en cien pesos». Por ello, el sueldo mensual varía de acuerdo a la época. En verano se puede ganar 230 mil pesos mensuales y en invierno, el promedio bordea los 160 mil. «Y cuando la cosa está mala, sacas como seis mil diarios. Pero cuando está malo, malo, es cuando te detienen los pacos, te quitan la mercadería y te cobran una multa de 45 lucas», indica el ambulante.

LOS LADRONES SE APROVECHAN

Para pesar de Juan Vera y sus colegas, lo anterior es una situación más o menos frecuente. Pagan justos por pecadores, ya que no son pocos los ladrones que se hacen pasar por comerciantes ambulantes. Juan dice que cuando ven a alguno, lo echan. «Nos hemos agarrado varias veces con ellos. Se notan altiro, porque andan con tres helados y uno siempre anda con unos setenta. Uno no va a andar robando con setenta helados en la caja. ¿Cómo va a arrancar?». Pero entre sus colegas no falta el «descarriado». «A algunos ambulantes les va mal y como la oportunidad hace al ladrón, a veces hay mujeres que van durmiendo en la micro con el celular en la mano… y con eso salvan el día. Yo, cuando veo alguien así, lo despierto y le digo: cuidado se lo van a robar». Pero cuando un colega delinque, los demás se lo hacen ver y se lo reprochan «porque nos deja mal a todos, y no es buen negocio. Como un colega que robó un celular a una pasajera y resulta que ella era de Investigaciones. Tres años estuvo en la cárcel». Juan Vera también se ha desempeñado en otras labores. «Trabajé un tiempo en la construcción, pero me di cuenta que los contratistas son unos zánganos, se llevan la plata y cuando quieren le pagan a uno. También trabajé en una textil, pero la paga era muy mala». Por ello prefiere el comercio ambulante, donde es su propio jefe, tiene su propio horario y las ganancias dependen de su producción. «Y yo soy super responsable con mi trabajo». Otro de los problemas con que ha tenido que lidiar en su oficio es el aumento de la competencia: «El espacio que uno se ha ganado se tiene que respetar. Cuando llega un nuevo ambulante, uno le explica y a veces puede dejar que trabaje en el mismo sector que uno. Pero si un compadre lo ve a uno más viejo y se bota a choro, hay que echarlo no más». Los que más molestan a Juan son los llamados «lagartijas», aparecen con el sol del verano. «En cambio yo estoy acá todo el año, con lluvia, frío o calor. Uno se gana su territorio con el tiempo o si no, por la fuerza». En este trabajo la relación con los choferes de micros es fundamental. Si ellos no abren las puertas de sus máquinas, simplemente no se puede trabajar. «Entre los choferes hay de todo. Los más viejos son los más pesados, te cierran las puertas en las narices. Pero en general, hay una buena relación. Hay que saber ganárselos». Y aunque Juan se considera un agradecido de su trabajo, que le ha permitido tener su casa y dar educación media a sus tres hijos, sabe que el principal problema es la incertidumbre. «Cuando era joven uno se subía y bajaba de las micros corriendo. Pero ahora uno anda con más cuidado, ya no es el loco de antes, sabe que tiene mujer e hijos que mantener y si tienes un accidente vas a estar sin trabajar y sin un peso».

NIETOS CON SIDA

Lo anterior lo sabe muy bien Nancy Moya. A sus 55 años -de los cuales 46 ha trabajado como vendedora ambulante- ha sufrido varios accidentes. En estos momentos tiene un moretón de unos siete por cuatro centímetros en el brazo izquierdo, producto de una frenada súbita mientras trabajaba. Lo peor le ocurrió hace un par de años, cuando la micro pegó una frenada brusca y una niña que iba de pie le dio con la cabeza entre las costillas. «Fui al hospital y no tenía ni carné de indigente. Me hicieron firmar un pagaré y tenía que ir a Fonasa a sacar la ficha CAS, que todavía no la tengo. El pagaré me lo van a cobrar en cualquier momento», indica. Para Nancy Moya, la vida significa salvar el día a día. Por eso trabaja todas las jornadas desde las diez de la mañana hasta las doce de la noche. «Tengo que tener para pagar luz, agua, gas, arriendo. Tengo que tener para mantener a cuatro niños y si un día no trabajo, ¿de dónde voy a sacar plata?». Como si fuera poco, este año ha tenido tres detenciones, y está sin dinero para pagar los cerca de 145 mil pesos de las multas. En cualquier minuto Carabineros la puede ir a buscar por «rebeldía». «En la calle cuando los pacos nos detienen, se portan caballeros con una. Pero después, en la comisaría, se les acaba todo la caballerosidad con los ambulantes». Sea como sea, Nancy valora su trabajo «porque es honrado y honesto. Ahora, si yo tuviera posibilidad de un trabajo formal, dejaría éste. ¿Pero quién me va a dar trabajo a mi edad, y sin educación?». Si la situación de ella es complicada, peor es la de su colega y amiga María, quien nos pidió dar sólo su nombre. También empezó desde niña en este oficio y lleva más de cuarenta años en él. Según sus colegas, la señora María merece un monumento, y tienen razón. Ella dice: «Mi hija mayor, cuando tenía 18 años, se contagió de sida. Falleció a los 25». Esa hija le dejó tres nietos contagiados con el VIH, un par de mellizos de siete años, que son portadores, y una niña de ocho, que ya tiene la enfermedad declarada. Sin la ayuda de nadie, y con un sueldo promedio de 150 mil pesos mensuales, María se hizo cargo de ellos. Por más que trabaje doce horas diarias, con ese sueldo está lejos de acceder a todos los medicamentos que requieran sus nietos. «La plata que gano no me da para los remedios que necesitan, aunque trato de ahorrar hasta el último peso. Por ejemplo, mi desayuno es un jugo y un cigarrillo». Esta mujer asegura que fuerzas para seguir luchando no le faltarán: «La fuerza me la dan los niños. Cuando llego cansada a la casa y me abren sus bracitos y me dicen ¡Yupi: llegó la mamita! Los médicos me dicen que tengo que cuidar como oro a los mellizos, para que no se les desarrolle el virus como a su hermana, y eso estoy haciendo. Ellos son mi razón de vivir, por ellos trabajo, y no siento frío, cansancio, sueño ni hambre».

DE CANTANTE A AMBULANTE

A otro colega de María le salió una oveja negra en la familia: a Nelson Díaz, de 45 años, casado y con doce hijos -sus compañeros bromean diciendo que tuvo hijos por display-. Uno de ellos trabaja en lo mismo que su padre, pero no tuvo las cosas claras y se fue por el camino del vicio. «Por eso no me gusta que trabaje en esto. Mientras estuvo a mi lado se portó bien. Pero salió a trabajar a la calle y ahora se traga los pitos. Si tú no tienes fuerza de voluntad, en este ambiente, con la droga rondando, puedes cometer errores. Y eso le pasó a mi hijo». Nelson Díaz señala que lamentablemente su hijo no es el único caso. «Son varios los ambulantes que venden una luca y se van a tomar un copete. Trabajan para puro tomar y drogarse. Pero eso depende de cada uno». Nelson se inició en este oficio a los nueve años. «Desde chico me gustaba hacer mi plata, era algo que llevaba dentro, ser independiente. No me gustaba que me mantuvieran, ni tampoco trabajar apatronado, así que la solución era buscármelas por las mías», dice. Así lo hizo, dejó los estudios y le ayudó a un tío que era buzo en Antofagasta: «Yo lo convencí para que me dejara salir a vender los mariscos. Un canasto lleno me lo echaba a la espalda y me iba a vender al mercado». Debido a que su madre se alejó de su padre, su progenitor no aguantó la pena y se suicidó. Nelson quedó con sus abuelos paternos. Pero ellos no tenían capacidad para controlarlo y obligarlo a seguir los estudios. «Ellos me retaban por trabajar y no estudiar. Pero yo les decía que con el estudio no se lograba nada. Ahora pienso al revés, pero ya es tarde». Pese a la oposición de sus abuelos, se vino a Santiago en busca de horizontes. Casi sin darse cuenta, se encontró cantando arriba de una micro. «No cantaba muy bien, pero subía con una botella de Fanta, la raspaba con un clavo y cantaba El Pelusita: ‘Se llevan al Pelusita camino al más allá, murmura una vecina que el Pelusita al cielo va, dice la gente que no cantaba, que estaba enfermo de soledad'».

TIEMPOS MEJORES

Poco después comenzó a vender Candys, y así ha continuado hasta hoy. Recuerda con nostalgia los buenos tiempos: «Antes, esta pega era mucho mejor. Habían menos vendedores y más plata. Ahora es al revés. Hay más vendedores, por la cesantía: el modelo económico no da abasto para tener buenos empleos. Yo me saco la cresta trabajando hasta más allá de las doce de la noche, y llego a mi casa en San Bernardo cerca de las dos de la mañana». Durante estas largas jornadas, Nelson ha aprendido la difícil técnica para subir y bajar de las micros en movimiento. «Uno aprende con la práctica. La técnica consiste en estar atento cuando la micro parte. El chofer embraga y mete el cambio. Para bajarse, hay que apoyar el pie izquierdo en el suelo, para frenar, y echar el cuerpo para atrás. Porque el impulso de la micro te lleva hacia delante. Va todo en el movimiento de los pies, porque en una mano llevamos la cajita con los productos y en la otra las monedas». Pese a su experiencia, igual ha sufrido varios accidentes. El peor hace diez años, en Independencia, cuando se estaba subiendo a la pisadera de una micro: «Me resbalé, caí y me alcanzó a agarrar la rueda trasera el pie y el tobillo. Si no es porque un colega le echó la aniñá al micrero, éste se hubiera ido». Luego de varios minutos devolviendo los pasajes, llevó a Nelson a un hospital y pasaron a una comisaría. Mientras él esperaba, el carabinero de turno conversó a solas con el chofer. Cuando el carabinero se acercó a él, se enteró que había dejado libre al chofer: «Incluso me hizo la alcoholemia a mí, y yo lo quedo mirando. Como soy cara’e palo le dije: ¡Chisss, cuánto le pagaron por mi alcoholemia! Era al chofer al que tenían que habérsela hecho y dejado detenido. Me respondió que el chofer le había dicho que yo tuve la culpa». Nelson no sacó nada, sólo una cojera que lo dejó sin trabajo una semana. «Mi señora me llevaba al consultorio, porque mi pie parecía una empanada gigante, hinchado hasta el tobillo. Aunque no me había mejorado, tuve que salir a trabajar porque si no, no tenía para comer». Como sea, Nelson rescata las ventajas de su oficio: «Trabajas a la hora que quieres, no tienes horario, ni quien te mande y aunque está mala la situación, puedes sobrevivir». Sin embargo, reconoce que el gran pero es la incertidumbre: «Voy a estar en esto hasta que me duren las fuerzas. Cuando tienes que alimentar una familia, hay que seguir adelante no más. Y espero que más adelante alguno de mis doce hijos se compadezca de este pobre viejo»