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Lo llaman democracia, y no lo es

Fuentes: Rebelión

No recurriré en esta ocasión para dar una definición acertada de Democracia a paradigmas ideológicos más próximos a mí pensamiento, me limitaré a reproducir en su integridad -es corto- el discurso que Lincoln pronunció el 19 de noviembre de 1863 en Gettisburg, en plena guerra civil norteamericana, un discurso que contiene en su parte final […]

No recurriré en esta ocasión para dar una definición acertada de Democracia a paradigmas ideológicos más próximos a mí pensamiento, me limitaré a reproducir en su integridad -es corto- el discurso que Lincoln pronunció el 19 de noviembre de 1863 en Gettisburg, en plena guerra civil norteamericana, un discurso que contiene en su parte final la célebre frase que muchos aprendimos de críos y todavía no hemos olvidado: «Hace ocho décadas y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en la libertad y consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales. Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como último lugar de descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa. Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí lo han consagrado ya muy por encima de nuestro pobre poder de añadir o restarle algo. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí decimos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí. Somos, más bien, nosotros, los vivos, los que debemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que, aquellos que aquí lucharon, hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que, de estos muertos a los que honramos, tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron hasta la última medida completa de celo. Que resolvamos aquí, firmemente, que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra».

Gettysburg, 1863, Lincoln, gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Quitada la carga teológica que siempre caracterizó a una nación que hizo de la Biblia un tratado estrategia bélica y comercial, la frase del Presidente norteamericano sigue teniendo todo el poder de las palabras bellas, sabias y liberadoras y, sin ambigüedades, puede ser aceptada por cualquier ciudadano decente y responsable para saber qué es y qué no es Democracia. Pero, ¿qué ha sido de ellas? ¿Acaso en Estados Unidos existe el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? ¿Qué ocurre con los cien millones de yanquis que no tienen derecho alguno a la sanidad ni a la educación ni a la vivienda ni a los más imprescindibles derechos sociales porque no se los pueden pagar? ¿Qué ocurre con las industrias y los lobys que ponen y quitan presidentes de acuerdo con el favor que vayan a prestar a sus intereses? ¿Qué clase de gobierno del pueblo promueve la pena de muerte, la tortura, el racismo, la incultura, la guerra, la necesidad, la explotación, el hambre y la desigualdad en todas las formas habidas y por haber? ¿Qué pueblo educado y culto puede justificar ante su Dios o ante los hombres la existencia de ese campo infernal que ahora cumple diez años en la colonia de Guantánamo? No, en Estados Unidos, hace tiempo que el pueblo no gobierna ni nadie gobierna para el pueblo ni por el pueblo. Y sabiendo eso, que lo sabemos desde que aquí comenzamos a respirar tras las primeras elecciones, cuando todavía era lícito gritar «yankees go home», algunos, de entre nosotros, salidos del averno del franquismo sin renunciar a él, guardando su legado como si fuese el «brazo incorrupto de Teresa de Ávila», conscientes de que el apoliticismo es la negación del aserto de Lincoln, quisieron y quieren imponernos ese modelo político caduco, un modelo fracasado que ha convertido al hombre en un objeto incapaz de decir esta boca es mía, manipulable, falso, hipócrita, acomodaticio y cruel, cruel hasta ser capaz de cometer en su propio país y en cualquier país del mundo las mayores barbaridades que imaginarse puedan, en nombre del dios del Sinaí, en nombre de la libertad falsaria, en nombre del capital y de quienes lo acaparan aun a costa del presente y del futuro de la Humanidad.

En España hubo una ilusión democrática. Vano es negarlo. Pero desde la llegada de Aznar a la presidencia del Partido Popular -que mientras no se demuestre lo contrario fehacientemente, es un partido franquista-, esa ilusión fue sustituida por la moral perversa del nuevo rico sin que ni los partidos ni los diversos colectivos de izquierda mostrasen una oposición contundente y brava a ese cambio de valores que suponía suprimir los valores. Desde entonces, tal vez antes porque nunca rompimos las cuerdas que nos ataban bien atados al régimen fascista español, el apolítico es quién decide gobiernos y modos de vida, obligándonos a los demás a vivir contra la ética y contra la estética, envueltos en un mar de simpleza, mediocridad y miseria moral que amenaza nuestra supervivencia.

Pero no nos perdamos por las ramas, son muchas y es fácil pasarse de árbol sin saber siquiera cómo era ese del que hablábamos. La democracia española no ha condenado todavía el franquismo, por tanto, subsisten entre nosotros las prácticas, esencias, modos y maneras de aquel nefasto régimen que nos separó del mundo civilizado hace más de setenta años. Debido a esa trágica herencia, el español fue siempre refractario a la militancia política y sindical, registrándose una afiliación real tan pobre como mínima es la presencia de la sociedad civil en cuantas cosas le atañen. Esa dejación, en la que participamos muchos, permitió que la política se dejase en manos de ineptos, de logreros y ganapanes, pero sobre todo de incapaces y sinvergüenzas que jamás supieron de la citada y célebre frase del presidente yanqui. Contamos con una ley electoral en la que priman los territorios sobre las personas, de modo que el voto del pueblo es violado sistemáticamente en cada proceso electoral; la casta política -dios, en quien no creo, me libre de condenar a los políticos en general: sin los que lo son de verdad estaríamos a machetazo limpio-, no se rige por las mismas leyes que el resto de los mortales, sus sueldos son mucho más elevados, hacen leyes especiales para que sus pensiones rompan los topes máximos que afectan al común y, además, se permiten el lujo de querer salvarnos contra nosotros mismos, elaborando normas que favorecen, como ocurre en Estados Unidos, a las minorías más poderosas y oprimen a quienes no forman parte de ellas, es decir a casi todos. La inmunidad parlamentaria, que fue un logro de la clase obrera en los albores del siglo XX, se ha convertido en una patente de corso que dilata hasta la prescripción los procesos judiciales en que se ven inmersos algunos de los llamados representantes del pueblo, generando una sensación de inseguridad jurídica, de privilegio, de impunidad y de nausea colectiva que contradice de lleno los principios democráticos más incuestionables. Por si fuera poco todo lo dicho, el poder político, los poderes públicos, carentes del sustento que da una sólida formación ideológica y ética, ayuno de la presión de un pueblo educado y culto capaz de hacerse respetar utilizando los instrumentos que sean menester para ello, se han sometido sin rubor alguno al poder de los mercados, eufemismo bajo el que se esconden los dueños del dinero, de vidas, almas y haciendas, olvidando que no hay poder en la Tierra superior al que emana del pueblo y que todos, absolutamente todos los individuos, corporaciones, entes regionales, nacionales, internacionales y celestiales están sometidos al imperio de la ley y al mandato del pueblo soberano.

La política es la evitación de la guerra y el arte más sagrado de cuantos el hombre ha creado para manejarse y defenderse de las fuerzas del pasado. Es menester regresar a la frase de Lincoln, a la de tantos y tantos que pidieron a gritos regeneración y expulsar de ella a quienes han suplantado a la voluntad popular para cuidar de intereses particulares, como sea. De no hacerlo viviremos durante mucho tiempo en algo parecido a la oligocracia, que no es el gobierno de unos pocos, sino el de unos oligofrénicos indecentes que nos convertirán, gracias a nuestro silencio, en súbditos y esclavos. Ningún gobierno que gobierne contra el pueblo, contra el interés público, es legítimo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.