«Por hipocresía llaman al negro, moreno; trato a la usura; a la putería, casa; al barbero, sastre de barbas y al mozo de mulas, gentilhombre del camino» (Francisco de Quevedo) Como acertadamente lo dice Edilberto Aldán, hoy «un fantasma recorre nuestro diario convivir, el fantasma del lenguaje políticamente correcto». Aunque no esté muy claro -o […]
«Por hipocresía llaman al negro, moreno; trato a la usura; a la putería, casa; al barbero, sastre de barbas y al mozo de mulas, gentilhombre del camino» (Francisco de Quevedo)
Como acertadamente lo dice Edilberto Aldán, hoy «un fantasma recorre nuestro diario convivir, el fantasma del lenguaje políticamente correcto».
Aunque no esté muy claro -o en absoluto claro- en qué consiste esta «corrección», existe un consenso generalizado respecto a que debemos practicarla, que debemos ser «políticamente correctos».
Empujados por esta tendencia, entonces, no podemos decir «negros» sino «gente de color»; siempre hay que hacer la referencia explícita de género y no olvidar nunca decir «bienvenidos y bienvenidas», «los y las presentes», o utilizar esa jerigonza de «los y las niñ@s» o «los y las niñXs«. En esa línea, también, no se debe decir «discapacitados» sino «gente especial», hay que decir «homosexuales» y jamás mencionar «maricones»; se debe usar «tercera edad» en vez de «ancianos» -ni pensar en decir «viejos»-, referirse a los ciegos como «no videntes» y se debe evitar usar la palabra «gordo» reemplazándola por «persona con problemas de alimentación». De igual modo, es políticamente correcto hablar de «pueblos originarios» en vez de «indios», o de «trabajadoras del sexo» en vez de «prostitutas» -por supuesto decir «putas» es sacrílego-. Nunca se ha escuchado insultar a nadie diciendo «¡hijo de sexoservidora!», pero eso sería lo correcto. La palabra «sirvienta» debe ser sustituida por «colaboradora doméstica», y nunca decir «ex borracho» sino «alcohólico recuperado».
La intención que mueve toda esta práctica sin dudas es loable; anida ahí el intento de poner en evidencia situaciones de exclusión, de discriminación, de flagrante injusticia, y su visibilización -al menos en el ámbito del lenguaje- es ya un primer paso para luchar por su erradicación. Tener un lenguaje políticamente correcto sería, siguiendo esta lógica, una manera de comenzar a luchar por un cambio. Ahora bien: ¿cambian efectivamente las cosas por un cambio en su designación?
¿Pero qué representa, entonces, la corrección política? ¿Es una manera cortés de decir las cosas? ¿Es una buena forma socialmente aceptada de presentar los hechos, con diplomacia, con tacto? ¿Es una actitud de ecuanimidad, de equidistancia para con todos? ¿Es un real intento de transformación de las injusticias?
Insistimos: puede ser un primer paso para sacar a luz ciertos problemas, para ponerlos a debate. Pero hay que tener cuidado de no caer en un puro ejercicio cosmético, en definitiva gatopardismo funcional al statu quo.
Por cierto que el lenguaje políticamente correcto tiene sus raíces en posiciones de izquierda, pero el discurso conservador puede también apropiarse de él con intereses de maquillaje. Lo importante a cambiar, además del lenguaje, fundamentalmente son las actitudes de base para con los fenómenos en cuestión, y las relaciones de poder reales que los enmarcan, en muchos casos trasuntadas en políticas públicas. Por el hecho de decir «pueblos originarios», ¿cambian efectivamente las relaciones sociales que marginan a los «inditos», a los «pinches indios», a los históricamente excluidos? ¿Mejoran su situación social las mujeres que ejercen la prostitución al ser llamadas «sexoservidoras»? ¿Cómo y en qué mejoran?
Esta invasión de corrección política que vamos viviendo intenta comenzar a remediar una situación ancestral, pero también comporta el riesgo de crear un nuevo maniqueísmo -injusto y absurdo como todos- donde lo correcto (como siempre: de difícil definición, y por supuesto de mi lado) está en concordancia con el bien, y lo incorrecto políticamente (detentado, desde ya, por los otros) representa el mal. «El infierno son los otros», decía sarcásticamente Jean Paul Sartre.
Como todas las formalidades, también la corrección política afronta el peligro de terminar siendo un gesto vacío, y para el caso que nos toca, peligroso. Peligroso, en cuanto puede ayudar a dar la sensación que ha cambiado la esencia de un problema, siendo que en realidad sólo cambió su nominación. La situación de las mujeres en el mundo sigue siendo de fenomenal diferencia con respecto a la de los varones, por ejemplo, aunque machaconamente pongamos la marca de género en cada palabra; claro que ese cambio de lenguaje puede implicar un cambio de actitud, pero también puede servir sólo para barnizar la realidad.
Las declaraciones políticas, las pomposas presentaciones de Naciones Unidas o lo que pueda expresar el diplomático de una potencia es siempre «políticamente correcto», pero ello no significa que sea cierto. La política -arte de gobernar, de dirigir, de moverse en la polis– difícilmente pueda ser correcta; el ejercicio del poder es eso: puesta en acto de una diferencia de poderíos, de fuerzas asimétricas. ¿Cómo, entonces, pretender corrección en algo que casi por definición no va de la mano, o incluso rehúye a la idea de lo correcto? ¿Ser políticamente correcto es no ser ofensivo? El discurso diplomático también lo es, por cierto. ¿Es eso lo que buscamos?
Si pretendemos no discriminar, más que insistir -por ejemplo- en el género de los adjetivos que usamos («contentos y contentas», «todos y todas»), debemos partir de ver y hacer ver por qué hay discriminación, qué relación de poderes se juega ahí y, en todo caso, qué acciones se deben tomar para acabar con ese desbalance. El uso, o si se prefiere: el abuso, del lenguaje políticamente correcto, puede recordarnos aquel dicho: «de lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso» pues, como sucedió en alguna oficina ante el robo continuado de materiales de trabajo (papeles, lápices, etc.), alguien muy molesto escribió: «¡no seamos cacos, por favor!», ante lo cual, por ¿equidad de género?, alguna mano anónima agregó: «¡ni cacas!»
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