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Las interconexiones eléctricas aumentarán el precio de la electricidad

Lo que no cuenta la Ministra de Transición Ecológica

Fuentes: Rebelión [Imagen: Pool Moncloa / Fernando Calvo]

Una foto que lo dice todo. De manera más que significativa, el pasado mes de junio, Pedro Sánchez recibió a Ursula von der Leyen (quien le comunicó que la CE había dado el visto bueno al Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia) ¡en la sede de Red Eléctrica de España! ¿De quién será, por cierto, la mano que aparece por la derecha de la foto, como si estuviera ya dispuesta a trincar su parte del pastel?

La materialización de la Unión Europea de la Energía, eje central del Plan Juncker, precisa de un ambicioso plan de interconexión energética entre los estados miembros de la UE. Mediante los denominados Proyectos de Interés Común o PIC, se planea ir integrando, gradualmente, los sistemas energéticos estatales bajo el supuesto de que esto permitirá aumentar la potencia renovable, asegurar el suministro y reducir los costes del sistema. Así, bajo la etiqueta de PIC, se abre una serie de ventajas para las promotoras de estos proyectos, que van desde una agilización de trámites y plazos, hasta la financiación parcial de la ejecución de los mismos.

El desarrollo de estos PIC se realiza a través de una lista que se actualiza bienalmente, esperándose que en este mes de noviembre se publique ya el quinto listado. En el anterior, de octubre de 2019, figuraban tres proyectos de interconexión eléctrica entre España y Francia, tres grandes autopistas eléctricas o líneas de Muy Alta Tensión (400 kV) destinadas a ser las futuras arterias que desalojarán la ingente cantidad de energía renovable que se espera generar en el territorio peninsular en virtud de su nuevo rol de pila renovable para Europa. En concreto, dicha lista incluía ya el proyecto de interconexión eléctrica submarina a través del Golfo de Bizkaia junto a otros dos que atravesarían los Pirineos, uno por Aragón y otro por Navarra. Todo apunta a que veremos confirmados estos tres proyectos en el próximo e inminente listado, si bien no descartamos todavía alguna desagradable novedad. Y decimos desagradable porque, si bien los argumentos que esgrime la Comisión Europea (CE) podrían parecer incontestables en un escenario de crisis climática y energética, veremos, a poco que rasquemos, que tras ellos hay mucho más discurso que realidad.

Del mismo modo que el diámetro de una tubería nos habla de la cantidad de líquido que esta puede desplazar, la capacidad de las redes eléctricas establece la cantidad de energía que podemos verter a la red. Así, las interconexiones incrementarían la capacidad de la red para absorber la nueva producción renovable generada en la península y, al conectar los sistemas eléctricos de distintos estados, darían acceso a esta a los mercados europeos. Sin embargo, la CE, en vez de establecer un determinado objetivo de capacidad de interconexión entre estados acorde con las necesidades y capacidades de cada uno, ha impuesto arbitrariamente que esta capacidad debe alcanzar en todos los casos el 15% de la potencia instalada en cada uno de ellos. De esta perversa manera, lejos de limitarse la producción energética al consumo de un determinado territorio, todo aumento de la potencia exigirá el correspondiente aumento de la capacidad de interconexión, todo un círculo vicioso que amenaza con no parar nunca y que resulta contrario a los principios de anteponer la eficiencia energética y reducir el consumo y el despilfarro de energía que hipócritamente pregona la UE.

La creación de esta gran red continental facilita que los severos impactos asociados a estos megaproyectos tengan que ser asumidos por territorios muy alejados de aquellos que motivan su construcción y que se beneficiarán de la energía que transportan. Toda una actualización verde de las clásicas prácticas extractivistas que implementan un nuevo ciclo sin precedentes. Y no solo por la cantidad de minerales que requiere la futura infraestructura renovable, sino por el proceso de especialización que sacrificará ciertos territorios a la necesidad de alimentar una falsa transición energética que no contempla límite alguno a los deseos de consumo de la ciudadanía. Vemos así cómo el providencial sol y el impetuoso viento de algunas zonas se convierten en una condena para sus habitantes, recordándonos a esa niña iraquí que rezaba aquello de que «ojalá no tuviéramos petróleo». Pero no olvidemos que las interconexiones sirven tanto para vender como para comprar, que la proyectada a través del Golfo de Bizkaia tiene como destino la central nuclear de Blayais y que Francia acaba de anunciar la construcción de nuevas centrales nucleares.

Por si fuera poco, este modelo de transición energética, basado en la ominosa figura del megaproyecto, desata un ataque a la biodiversidad sin precedentes justo en un momento en el que esta se erige como garante de adaptación al cambio climático. Y así, mientras las ciudades, verdaderos sumideros de consumo energético, desoyen su responsabilidad en esta transición, megacentrales eólicas y solares aterrizan sobre el mundo rural. Tal planteamiento levanta un verdadero muro entre el consumidor y el entorno, invisibilizando las profundas implicaciones geopolíticas de unos niveles de consumo imposibles de satisfacer mediante fuentes renovables, tal como apuntan cada vez más voces expertas. Es decir, que, bajo la lógica del ojos que no ven, corazón que no siente, se genera la base material para que la ciudadanía consuma todo lo que le plazca para mayor gloria del capital privado, que hace tiempo que convirtió la energía en una mercancía y que se empeña, frente a todas las señales de naufragio, en que la orquesta siga tocando bien fuerte.

Resulta paradójico, además, que, para asegurar el suministro, la apuesta de la CE sea la construcción de unos pocos cables de gran potencia, cuando la experiencia nos dice que las redes basadas en grandes líneas de transporte eléctrico son poco resilientes —especialmente en un contexto de crisis climática y energética— y pueden generar apagones de dimensiones internacionales. La propia ministra de Transición Ecológica y Reto Demográfico descartaba, en unas recientes declaraciones, la posibilidad de un gran apagón eléctrico en el Estado español precisamente por la naturaleza del sistema eléctrico ibérico, menos interconectado con Europa que el de otros estados, aunque, paradójicamente y al mismo tiempo lamentase que la interconexión fuese inferior a la deseada por el Gobierno. Pero si el objetivo que se busca es aumentar la resiliencia de los sistemas eléctricos, tiene mucho más sentido apostar por un mallado distribuido de la red que acerque la nueva generación renovable a los verdaderos sumideros de consumo del mundo urbano. Este modelo, contrario al centralizado que pretenden imponernos, resultaría más eficiente y aprovecharía las virtudes inherentes a las energías renovables, entre ellas, la posibilidad de devolver la energía a las personas como un bien común y un derecho humano, y no como una mercancía sometida a la lógica del mercado.

Cabría preguntarse si esta integración de sistemas eléctricos permitiría verdaderamente reducir los costes de la electricidad, y en caso afirmativo, cómo se repartiría esta potencial reducción. Tal como indicábamos anteriormente, las interconexiones permiten una mayor integración de renovables a nivel europeo. De este modo, podrían reducir el coste de la electricidad si logran sustituir la operación de fuentes más caras, como lo son actualmente las plantas de gas natural, causantes del elevado precio de la electricidad. Esta potencial reducción de costes en el continente arroja, sin embargo, efectos bien distintos cuando analizamos la realidad local de estas zonas de producción renovable.

Con el mismo criterio, si el aumento de la producción renovable en el Estado español buscase satisfacer su propia demanda eléctrica, podría teóricamente abaratarse el precio de la electricidad. Y decimos teóricamente porque las habituales prácticas del oligopolio nunca han permitido que ningún aumento de la potencia renovable resulte en una bajada precio de la luz, sino más bien en un sostenido incremento de sus beneficios anuales. Pero incluso quedándonos en la teoría, si el desarrollo renovable en el Estado español va acompañado de la construcción de un gran mercado energético europeo, el aumento de producción renovable vendrá acompañado de un aumento mucho mayor del número de consumidores conectados a esa nueva producción. Y aquí la ley de la oferta y la demanda es implacable: los costes de la electricidad se verían reducidos para las zonas importadoras, mientras que se aumentaría la factura de la luz de las zonas exportadoras. Y todo esto sin hablar de la otra cara de la moneda, de la capacidad de las interconexiones para repartir por toda Europa electricidad sucia proveniente del carbón. De hecho, ya hay estudios que avisan de que un aumento de las interconexiones solo serviría para aumentar las emisiones de la Unión.

Por añadidura, la inversión necesaria para la construcción de estas autopistas eléctricas ha de ser afrontada por los estados que las alojan, en nuestro caso y como bien sabemos, vía factura de la luz. Así que olvidémonos definitivamente del abaratamiento de los costes del sistema, que incluso José Folgado, entonces Presidente de REE, reconocía en abril de 2015, al ser preguntado sobre si las interconexiones eléctricas abaratarían la factura de la luz, que estas facilitarían «precios competitivos», pero advirtiendo que esto no supondría obligatoriamente que los precios de la luz bajasen, sino «que sus costes en España no se diferencien tanto de cómo evolucionan los del resto de los países europeos» —un buen ejemplo de cómo los vendedores no usan las mismas palabras cuando se dirigen a sus clientes que cuando explican el negocio a sus accionistas.

En definitiva, estamos ante el despliegue un modelo de transición imposible, que no solo es incapaz de integrar los límites implícitos a una transición de fuentes fósiles a renovables, sino que además, por si fuera poco, es profundamente injusto. Un modelo que condena al Sur de Europa a sacrificar sus territorios para dar cabida a una infraestructura renovable que el Norte no está dispuesto a acoger. Así, se nos impone, en nombre del bien común, sufrir y costear grandes y faraónicos proyectos de producción renovable e interconexión eléctrica, que condenan valles, montañas y océanos, con la única contrapartida de ver encarecido el precio de la electricidad. Ante esto, resulta cuanto menos agraviante vestir la desgracia de virtud y poner en marcha una falaz máquina discursiva, disfrazada de retórica verde, que tiene como último objetivo favorecer a unas élites que no contemplan límite alguno a su hambre de beneficios.

ALIENTE son las siglas de la Alianza Energía y Territorio, que agrupa a más de 180 organizaciones del Estado Español y defiende la verdadera transición energética, oponiéndose a la construcción de macrohuertas solares y macroproyectos eólicos que ponen en peligro de la biodiversidad y las tierras de cultivo, además de estropear el paisaje y las posibilidades de turismo en la España Rural. Contacto: https://aliente.org/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.