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Londres, 31 de marzo de 1898

Fuentes: Rebelión

Para Mary Gabriel, con admiración y agradecimiento

A finales de septiembre de 1897 viajó con Aveling a Draveil, a pasar unos días con Paul Lafargue y su hermana Laura, a quien no explicó nada de los dolorosos sucesos del verano [1]. La única persona que estaba al corriente de la situación era el maquinista Henry Frederick Lewis Demuth, Freddy, su más que probable hermanastro… cuya hermandad ella desconocía. Siguió pensando hasta el final de sus días que era hijo de Engels, su admirado «General». El día 2 de ese mes había escrito a su amigo en los siguientes términos: «Ven esta noche si te es posible hacerlo. Es vergonzoso ponerse esta carga, pero estoy muy sola y tengo que hacer frente a una situación terrible -la ruina total, hasta el último céntimo- o la vergüenza ante el mundo. Es terrible. Peor de lo que nunca hubiera imaginado. Sé que tengo que tomar una decisión final… Así que, mi querido Freddy, ven estoy destrozada. Tuya…»

Tras regresar a Londres, se puso a trabajar inmediatamente para la Amalgamated Society of Engineers. Los maquinistas estaban haciendo huelga para conseguir la jornada de ocho horas. Ella misma se refirió a esa lucha como una forma de «guerra civil». La Free Labour Association proporcionaba trabajadores no sindicatos y era usada por la patronal como método para romper huelgas. Pero por consideración hacia ella, William Collison, su presidente, procuró que sus miembros no intervinieran en ese duro combate.

En enero de 1898, pese a haber recibido fondos externos en apoyo de la huelga, los trabajadores tuvieron que poner fin a su combate. Sin ningún triunfo. Fue la última lucha obrera en la que ella participó.

Su preocupación fundamental seguía siendo Aveling. Además de un «absceso en el costado también había desarrollado una congestión pulmonar y una pulmonía». Los médicos les habían advertido que un simple resfriado podía provocar su muerte. Convenía que fuera a la costa inglesa para respirar aire puro y tomar baños de sol. Ella no podía acompañarle, les faltaban medios económicos. Finalmente, el 13 de enero, Aveling hizo el viaje solo. Ese mismo día, ella escribía a su amigo «A veces tengo la misma sensación que tú, Freddy, de que nada nos saldrá bien. Me refiero a ti y a mí. Naturalmente, la pobre Jenny [su hermana mayor] tiene su parte de problemas y de dolor, y Laura ha perdido a sus [tres] hijos. Pero Jenny se alegró de morir [unos cinco años antes], y su muerte fue muy triste para sus hijos pero a veces pienso que fue lo mejor para ella». No deseaba que Jenny hubiese vivido una vida «como la que he tenido que vivir yo».

Aveling regresó a casa aunque su salud no había mejorado mucho. Viajaba a menudo a Londres pero no permitía que ella le acompañara. Ella seguía preocupada por su salud y por la situación económica de ambos.

La situación empeoró más en febrero. Los médicos pensaron que era necesario una intervención quirúrgica, que era necesario extraer «los purulentos abscesos que hacían imposible la mejor de su salud». Ella temía no poder asumir el coste y, a un tiempo, pensaba que a Aveling le pasaba algo más. Volvió a escribir a su amigo. Quería que Freddy fuera a su casa. Se negó, no podía soportar a Aveling.

Ella comprendía su reticencia. Le intentó convencer, le escribió de nuevo: «Hay personas que carecen de un mínimo sentido moral, del mismo modo que hay personas sordas o cortas de vista o con otros defectos. Y empiezo a darme cuenta de que es igual de injusto culpar a una personas que a otras por estas carencias. Hemos de esforzarnos en curarlas, y si no es posible hacerlo, hemos de hacer lo que podamos. He aprendido esto a base de sufrimientos.. y me estoy esforzando en sobrellevar estas pruebas de la mejor manera posible».

Apenas dos días después, añadía: «Hay una máxima francesa que dice: «comprender es perdonar». El sufrimiento, a mí, me ha enseñado a comprender, y por eso no tengo necesidad de perdonar. Solo puedo amar».

Aveling ingresó el 8 de febrero en el hospital. Fue operado el 9. Ella alquiló una habitación para poder estar cerca suyo, para poder estar de guardia, día y noche. Los médicos dieron de alta a Aveling nueve días más tarde. Le aconsejaron que fuera de nuevo a la costa a recuperarse. Esta vez, ella le acompañó.

El día 1 de marzo volvió a escribir a su amigo, a su hermanastro, al maquinista que admiraba la obra de Marx y Engels:

«Queridísimo Freddy, Te ruego que no consideres como una negligencia que no te haya escrito antes. El caso es que estoy agotada y a menudo no tengo fuerzas para escribir… Estoy pasando una mala época. Me temo que no me queda esperanza, y el dolor y el sufrimiento son muy grandes… Estoy dispuesta a irme y a hacerlo contenta. Pero mientras él me necesite estoy obligada a quedarme. Lo único que me he ayudado es la amistad que me habéis mostrado desde diferentes frentes. No tengo palabras para decirte lo buenas que han sido conmigo varias personas. Y el caso es que no sé por qué».

Regresó con Aveling a Londres el día 27 de marzo. Cuatro días más tarde recibió una carta de una compañera socialista que probablemente desencadenó su decisión final. A las 10 de la mañana, envió a Gertrude Gentry (trabajaba en su casa) a una farmacia local con una nota y con una tarjeta de Aveling que le identificaba como Dr. Edward Aveling. La nota solicitaba cloroformo y ácido prúsico (cianuro) para sacrificar a un perro. Aveling, que estaba en casa cuando ella solicitó el veneno, se marchó antes de que Gentry regresara con el paquete y el libro de registro. Le pidió que no se fuera pero «Aveling ignoró su petición, perfectamente consciente del alcance de su engaño».

Ella subió a su habitación y escribió tres cartas: una para Crosse, un abogado amigo (por temas del legado marxiano); otra para Aveling: «Querido. Pronto todo habrá terminado. Mi ultima palabra es la misma que he pronunciado durante todos estos largos y tristes años: amor».

La última carta la dirigió a uno de sus sobrinos, el hijo de su querida hermana Jennychen: «Mi querido Johnny: Mi última palabra te la dirijo a ti. Procura ser digno de tu abuelo. Tu tía…»

Cuando Gentry regresó de la farmacia, tras devolver el libro de registros, fue a su habitación. La encontró tumbada en la cama, desnuda. Respiraba aún pero no tenía buen aspecto. Le preguntó si se encontraba bien. Al no obtener respuesta decidió avisar a un vecino. Cuando éste llegó a su casa, ella ya había fallecido.

Se llamaba Jenny Julia Eleanor (Tussy). Periodista. Había sido una activista socialista, una agitadora obrera. Había nacido en Gran Bretaña y había traducido a Ibsen y Flaubert.

Su padre, un revolucionario nacido en Tréveris, «ella era él» dijo en una ocasión, había escrito cincuenta años antes del fallecimiento de su hija, en el manifiesto de un partido entonces inexistente:

» Todas las ligaduras multicolores que unían el hombre feudal a sus superiores naturales las ha quebrantado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre hombre y hombre que el frío interés, el duro pago al contado. Ha ahogado el éxtasis religioso, el entusiasmo caballeresco, el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta… Todas las relaciones sociales tradicionales y consolidadas, con su cortejo de creencias y de ideas admitidas y veneradas, quedan rotas: las que las reemplazan caducan antes de haber podido cristalizar. Todo lo que era sólido y estable se ha desvanecido en el aire; todo lo que era sagrado es profanado, y los hombres se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión.»

Su madre, Jenny von Westphalen, cuatro hijos fallecidos, en una carta dirigida a Joseph Weydemeyer desde Londres, escrita el 20 de mayo de 1850, cinco años antes del nacimiento de su hija menor, de Tussy, describía un día de su vida familiar:

» Le relataré solamente un día de esta vida, tal como fue, y usted verá que acaso pocos refugiados hayan pasado por situaciones similares. Puesto que las amas de leche son prohibitivas aquí, decidí, a pesar de constantes y terribles dolores de pecho y espalda, alimentar yo misma a mi hijo. Pero el pobre angelito mamaba de mí tantas preocupaciones y disgustos silenciosos, que se hallaba constantemente enfermo, padeciendo dolores día y noche. Desde que ha llegado a este mundo jamás ha dormido aún toda una noche, a lo sumo de dos a tres horas. Últimamente se sumaron aún a ello violentos espasmos, de modo que el niño fluctuaba constantemente entre la muerte y una vida mísera. Presa de esos dolores, mamaba con tal fuerza que mi pecho quedó lastimado y agrietado; a menudo la sangre manaba dentro de su trémula boquita. Así me hallaba yo sentada un día, cuando entró de repente nuestra casera -a quien en el curso del invierno habíamos pagado más de 250 táleros, y con quien habíamos convenido por contrato que el dinero de fecha posterior le sería abonado no a ella, sino a su propietario, quien le había trabado embargo con anterioridad-, negó el contrato, exigió las 5 libras que aún le adeudábamos, y puesto que no disponíamos de las mismas en el acto (la carta de Naut llegó demasiado tarde), entraron dos embargadores en la casa, trabaron embargo sobre todas mis pequeñas pertenencias, las camas, la ropa, los vestidos, todo, hasta la cuna de mi pobre niño, los mejores juguetes de las niñas, quienes se hallaban arrasadas en ardientes lágrimas. Amenazaron con llevárselo todo en un plazo de dos horas; yo yacía en el suelo, con mis hijos ateridos de frío y mi pecho dolorido. Schramm, nuestro amigo, acudió de prisa a la ciudad para procurarnos auxilio. Ascendió a un cabriolé, cuyos caballos se desbocaron; él saltó del coche, y nos lo trajeron sangrante a nuestra casa, donde yo gemía con mis pobres niños temblorosos.

Al día siguiente debimos abandonar la casa; el día era frío, lluvioso y encapotado, mi marido buscaba una casa para nosotros, pero nadie quería aceptarnos cuando hablaba de los cuatro niños. Finalmente nos ayudó un amigo; pagamos, y yo vendí rápidamente todas mis camas para pagar al boticario, al panadero, al carnicero y al lechero, quienes habían comenzado a temer a causa del escándalo del embargo, y que súbitamente se abalanzaron sobre mí con sus cuentas. Las camas vendidas fueron llevadas ante la puerta y cargadas en un carro, y ¿qué sucedió entonces? Ya había pasado mucho tiempo después de la caída del sol, y la ley inglesa prohíbe eso; apareció el casero con agentes de policía, afirmando que también podrían haber objetos suyos entre ellos, y que nosotros querríamos fugarnos a algún país extranjero. En menos de 5 minutos había más de 2 ó 3 centenares de personas observando atentamente frente a nuestra puerta, toda la chusma de Chelsea. Las camas volvieron, y se nos dijo que sólo a la mañana siguiente, después de la salida del sol, podrían serles entregadas al comprador; cuando de este modo, mediante la venta de todas nuestras pertenencias, estuvimos en condiciones de pagar hasta el último céntimo, me mudé con mis pequeños amores a nuestras actuales pequeñas dos habitaciones del Hotel Alemán, 1 Leicester Street, Leicester Square, donde por 51/2 libras semanales, hallamos una acogida humanitaria».

Tussy tuvo este sobrenombre por el verbo francés tousser. Por su tos persistente. Cuando era niña.

Notas:

[1] Tomo pie en todo el desarrollo en Mary Gabriel, Amor y capital. Karl y Jenny Marx y el nacimiento de una revolución, Barcelona, El Viejo Topo, 2014, pp. 706-710. Su final, uno de los pocos momentos de descenso de este magnífico e imprescindible libro, acaso no esté a la altura de sus grandes pasajes:

«Los que había sido educados en el espíritu de Marx, dijo [Lenin, 1911, en el funeral de Lafargue y Laura], estaban preparados para establecer un sistema comunista. Y eso fue lo que hicieron seis años más tarde en Rusia, cuando Lenin y sus camaradas bolcheviques se hicieron con el poder (aunque es discutible que Marx hubiese reconocido sus ideas en el estado comunista). Freddy Demuth fue el único de los hijos de Marx que vivió para verlo».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.