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Los animales, su dignidad y sus derechos

Fuentes: Rebelión

Aterra saber que en dos artículos del Código Civil Colombiano a los animales se les designa como «cosas«. Nadie que tenga un mínimo de sensibilidad, o al menos de visión humana y que entre humanos viva, incluidos los peores criminales, dejaría de reconocer que éstos tienen vida propia, sufren y gozan al igual que nosotros, […]

Aterra saber que en dos artículos del Código Civil Colombiano a los animales se les designa como «cosas«. Nadie que tenga un mínimo de sensibilidad, o al menos de visión humana y que entre humanos viva, incluidos los peores criminales, dejaría de reconocer que éstos tienen vida propia, sufren y gozan al igual que nosotros, tienen movilidad, capacidad de observación, reconocimiento de lo que los daña o beneficia, y en fin, en conclusión y de manera irrefutable, que son seres vivos: nacen, crecen, se alimentan, respiran, tienen órganos de los sentidos, se reproducen y mueren.

Y, sin embargo, vea pues, cómo en pleno siglo XXI a un caballo, un toro o un león se les califica y avista como meras «cosas». Ni siquiera las ratas o los piojos, o las cucarachas y las garrapatas merecen tamaña inhabilitación. Pero así estaban y seguramente continuarán estando estas «cosas» con todo y que una reciente sentencia del Consejo de Estado que acogiera la ponencia presentada por el magistrado Enrique Gil Botero estableciera que «la interpretación de los artículos 2353 y 2354 del Código Civil se debe ajustar a los postulados constitucionales y filosóficos que reconocen el valor como seres vivos de los animales y, por lo tanto, su capacidad para ser titulares de derechos».

Quién lo creyera que… ¡por fin!

Parece, entonces, que a partir de esta nueva interpretación respecto de los animales, sempiternamente excluidos e invisibles ante la ley, el estatus de personas jurídicas reservado a los seres humanos, tajantemente excluyente frente a las millones de especies vivas que han sido siempre consideradas «cosas», comienza a repensarse.

En la antigüedad, la concepción filosófica imperante definía a la totalidad de los animales como especies destinadas al uso y disfrute del hombre hasta que, tras debatir y controvertir aquello de que la ley es de humanos y sólo para humanos, la ciencia y la filosofía fueron poco a poco rectificándose. Por ello, aunque aún no se ha logrado que las legislaciones se ocupen en todos y cada uno de los países del mundo en ampliar su espectro para alcanzar a estos seres, ya se vislumbra un avance al aceptar que aquellas «cosas» son seres tan vivos como lo podemos ser nosotros.

Naturalmente que semejante concepción milenaria tenía que revaluarse sobre todo si se tenía en cuenta que en numerosos casos el nombrado instinto de los animales deriva en inteligencia a través de su capacidad de entendimiento o comprensión. Darwin fue explícito: «Las distintas emociones y facultades de las que el ser humano se cree único dueño se encuentran de modo naciente y a veces bien desarrolladas en los animales inferiores».

Pero volvamos a la histórica sentencia de la Sección Tercera del Consejo de Estado que en su parte medular propende por el buen trato que los humanos le debemos a los animales. Ese es el sentido de su nueva doctrina, razón de ser para que la acojamos con tanto entusiasmo y, naturalmente, con un gran aplauso. Allí, entre otras argumentaciones, enfatiza que la naturaleza animal, pese a no tener la facultad de expresar su voluntad, «como seres vivos, tienen dignidad en sí mismos», por lo que les exige a los hombres -que sí están regidos por la ley-, la obligatoriedad de asumir una responsabilidad frente a ellos otorgándoles cuidados y respetándoles aquella dignidad. «El principio de dignidad implícito en estos seres vivos», señala la sentencia, «hace que toda institución jurídica tenga en cuenta esta condición», para añadir luego en términos que para algunas «bestias humanas» parecerían una herejía o una desvarío: «Por lo tanto, son susceptibles de ser titulares de derechos, como una muerte digna sin sufrimiento, o a no ser maltratados». Y acota el doctor Gil Botero para redondear su razonamiento: «Nos beneficiamos de los animales, pero no es lícito que los torturemos o que su muerte se convierta en un espectáculo».

Al que le caiga el guante que se lo chante.

Desafortunadamente la sociedad no está enterada -lo que no es excusa para obrar en contrario- de que existe una Declaración Universal de los Derechos de los Animales aprobada primero por la Organización de Naciones Unidas (ONU) y luego por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Ello, poco importa a quienes continúan manipulándolos como a «cosas» que están aquí en este mundo para ser usadas y abusadas sin contemplación alguna.

El ferviente llamado que hago ahora por el bienestar de los animales, llamado cuyo eco y su onda expansiva por desgracia están severamente quebrantados por mi escepticismo de cara a sus resultados, se torna, además, poco menos que ilusorio cuando me sumerjo en esta reflexión: si el uso y abuso desmedidos en el trato se da entre humanos con tal sevicia y crueldad, ¿qué se puede esperar, o mejor, cuál bondad podríamos pretender de estos «humanos» frente a sus víctimas inferiores del reino animal?

Germán Uribe es escritor colombiano.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.