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Los arranques de Rosita Montero

Fuentes: Rebelión

Rosita Montero, una de las más conspicuas representantes del grupo de bestselleradas por Prisa, que La Fiera Literaria conoce por «Las tontitas del sistema», se caracteriza por los principios suspensorios, suspensivos o suspendentes de sus libros, que ni sometido a tortura llamaría yo novelas. Como en esos principios suele poner todo lo que lleva dentro, […]

Rosita Montero, una de las más conspicuas representantes del grupo de bestselleradas por Prisa, que La Fiera Literaria conoce por «Las tontitas del sistema», se caracteriza por los principios suspensorios, suspensivos o suspendentes de sus libros, que ni sometido a tortura llamaría yo novelas. Como en esos principios suele poner todo lo que lleva dentro, literariamente hablando, la considero lo suficientemente estudiada con el análisis de los primeros capítulos de sus «novelas». Hic et nunc me voy a ocupar de dos, La hija del caníbal y El corazón del tártaro.

I.-EL PADRE DE LA CANÍBAL

Crítica acompasada del capitulo primero de La hija del caníbal

El primer párrafo de la «novela» de Rosa Montero, La hija del caníbal (en adelante, Caníbal), después de unas confusas líneas de filosofía pedestre, concluye con estas líneas: «Cuando aquel día mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el aeropuerto de Barajas». La alusión a la analítica trascendental kantiana, que Montero sin duda pescó en el índice de la Historia de la Filosofía de Cornelio Fabro, es lo que en el Centro de Documentación de la Novela Española llamamos un pinito culturino, algo que resulta chocante cuando no ridículo. Viene a ser, por otro lado, un clarísimo homenaje de la autora a su maestra, Almudena Grandes. Vistas, no obstante, estas primeras líneas desde un acelerador de partículas, se advierte que Rosa Montero escribe mucho mejor que Javier Marías, Nóbel in pectore de tantos próceres de las letras españoles, si bien distando magnitudes epicúreas de ser esa gran escritora que Espasa, Alfaguara, Babelia, Esfera, El Cultural, ABC Cultural y sus seguidores provinciales se empeñan en hacer de ella. Es, simplemente, una muchacha con encomiable vocación literaria, que hace lo que puede y puede poco.

Segundo párrafo: nuevo toque almudentarra: «Ramón era mi marido: llevábamos un año casados y nueve años más viviendo juntos». Queda clara su progresía. Lo malo de estas progres es que siempre, al cabo de una década corta, vuelven a caer en lo convencional católicoadministrativo. Pena que Rosa no aclare, como hubiese aclarado Almudena, si Ramón follaba mucho o no follaba nada, ni si le gustaban o no las mollejas. «¿Cómo se puede follar, ha dejado escrito Grandes, con un hombre que desprecie las mollejas?» Pág. 9.- «A Ramón se le ocurrió ir al servicio». ¡Qué ocurrencias tenía Ramón! A Rosa, ésta, según dice, no le hizo mucha gracia. Mas se tranquiliza pronto: «Pero faltaba todavía bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente, muy cerca, a la vista, apenas a treinta segundos de mi asiento». Por esta precisa lección de geografía aeroportuaria, se adivina que Rosa se propone introducirnos a través de una fantacientífica star gate. Pág. 10.- En cuestiones de fondo, Rosa no está de acuerdo, sin embargo, con su maestra ya nombrada. Encuentra a su marido «sobrado de nalgas». «Ah, pequeña saltamontas, le hubiese dicho Almu, especialista en culos, de eso nunca tienen bastante». Id.- En la etopeya que de su cónyuge traza la novelista, aprovechando el tiempo que él dedica a sus necesidades mayores o menores, lo pone a parir un burro. Tan mal deja al eventual meando (y/o cagando), que uno llega a la conclusión de que, si lleva conviviendo con él diez años, tiene que tener más estómago que una vaca tibetana. Advertencia al lector desprevenido: como todos los bestsellerados hispanos, Rosa Montero, para medio pergeñar algo con apariencia de novela, tiene que acudir a la primera persona. No sabe distanciarse, no sabe crear un mundo, con su tiempo y su espacio, ni dibujar un ambiente que no sea a la vez el de sus diminutas experiencias y el de sus chorraditas de vellón. Pág. 10.- En menos de cinco líneas, escribe «pensando», «pensaba», «pensar», «pensado» y «pensaba». Satisfechos habrán quedado los pensos de este lado del estrecho. Id. ¡Cómo no! Para distanciarse todavía menos, resulta que la héroa de la novela es escritora. Eso sí: ¡nada menos que la autora de El burrito hablador (Rosa escribe -mal- «del Burrito hablador«). ¡Cuántos burritos habladores -suspira el lector en cierne- en esta España de mis virtudes! Pág. 11.- Primer motivo de estremecimiento para el lector, además de desprevenido, sin experiencia: Ramón tarda demasiado en salir del urinario. ¡Menos mal que Rosa entretiene la espera pensando en la Venus de Willendorf! ¿Qué se creían ustedes? ¿Que una discípula de Grandes iba a pensar en la de Milo, que conoce todo el mundo? Id.- Lo cual no le impide llevar la cuenta de lo que tardan otros en llevar a cabo su micción: «Del servicio de caballeros entraban y salían los caballeros (si era un servicio de caballeros, Rosita, ¿quiénes iban a entrar y salir? ¿Los escuderos?), todos más diligentes que mi marido». Quizá la suya fuera, especula el lector, echando un cable al acusado, una micción imposible. En cualquier caso, encuentra que no es razón para que su señora, según nos dice, empiece a odiarle. Id.- En vista de lo cual, dice Ella, «dediqué unos minutos de reflexión a lo llenos que están los aeropuertos últimamente de ancianos en carritos». (Nada como una reflexión profunda para mantener la mente despejada). Id.- Tan horadante es la reflexión monteresca, que emplea veinte líneas en contarnos lo que sienten las viejas -si no lo sabe Rosa, ¿quién lo va a saber?-, y resulta -¿quien lo hubiera dicho?- que las viejas, todas, son unas malvadas. Id.- En representación de todas las perversas vejestorias que por allí pululan -en gran cantidad, como ya sabemos que sucede últimamente-, una, a la que Rosa «estaba contemplando a hurtadillas», «levantó la cabeza súbitamente y clavó en mí su mirada lechosa: ‘Hay que disfrutar de la vida mientras se pueda’, dijo con una vocecita fina pero firme; y luego sonrió con evidente y casi feroz satisfacción. Es la victoria final de las decrépitas». Id.- «Y Ramón no salía. Estaba empezando a preocuparme». ¿Se le habrán atragantado sus amplias nalgas en el inodoro?, se pregunta el lector solidario. Págs. 11-12.- Nuevo homenaje a Almudena: «Un día, en otro aeropuerto, vi a un hombre que me recordaba a un ex amante. ¡Qué mosita más modelna!, exclama el lector verecundo e inocente. Las Rosas, la Almu, la Etxeberría, la Torres… Se pasan la vida de amante en amante y sigo para delante y cantando aquello de jodiendo espero / al hombre que yo quiero,… Son verdaderamente expertas en la materia. No digo en la literaria, claro. Pág. 12.- ¿Es o no es el ex-amante? «Por momentos se me parecía a él como una gota de agua». Extraña gota, se perfila el lector para entrar al quite, que se parece a un ser humano. ¿O será que lo que quiso decir Rosita es que se parecía a él como una gota de agua a otra gota de agua? ¡Escriben tan deprisa estas niñas, apremiadas por el Juancruz de guardia, que no hacen más que meter la pata. Id.- Rosita continúa observando al presunto ex: «el mismo cuerpo, la misma manera de moverse, el mismo pelo liso y largo recogido en la nuca con una goma, la misma línea de la mandíbula, los mismos ojos ojerosos como (aquí falta los de) un panda, las mismas generosas nalgas, el mismo documento nacional de identidad»… ¡Coño, muchacha, no lo dudes más! ¡Es él! Nota: He estado a punto de abandonar este trabajo. Quien se convierte en amante de un fulano que se recoge la colita con una goma, es una hortera, hija de horteras y madre de horteritas. Id.-. «Tan pronto me convencía su presencia (¿por qué tenía que convencerte la presencia ¿no era evidente?) y me acordaba de mí misma pasando la punta de la lengua por sus labios golosos (¡bonito!), como adquiría la repentina certidumbre (sobra «repentina») de estar contemplando un rostro por completo ajeno». (¿Por completo? Si fuera así, no te hubiese recordado a Coletas I. Y ¿ajeno? ¿Ajeno a qué? Querrías decir «diferente». Id. [Sólo dos años más tarde], «ya no era capaz de reconstruirle con mi mirada (nadie puede hacer eso con la mirada, Rosita, no te atormentes), como si para reconocer la identidad del otro, de cualquier otro, tuviéramos que mantenernos en constante contacto». De ser como tú dices, hija mía, Stanley no hubiese reconocido a Livingstone. Id.- «Porque la identidad de cada cual es algo fugitivo y casual, de modo que, si dejas de mirar a alguien durante un tiempo largo, puedes perderlo para siempre». Es cierto. Me pasó a mí con un profesor cuando tuve la hepatitis. Nunca pude encontrarlo y nunca pude aprobar el Derecho Natural. Por eso sólo soy abogad. Me descubro la testa: como filosofan Montero, Grandes, Gala, Marías, Guelbenzu, Terenci Moix y Muñoz Molina no filosofaba ni Pico della Mirandola. Id.- Rosa teme perderse ella algún día y que ningún explorador la reconozca en medio de la bulla. Págs. 12 y 13. ¡Llamada para su vuelo! Bolsas en ristre, Rosa se dirige hacia la puerta de los vatercloses. Nuestra héroa está despendolada. Pese a ello, acierta a darse cuenta, por su gesto, de que un cincuentón que sale del servicio tiene problemas de próstata. Pág. 13.- «La desesperación y la inquietud creciente me dieron fuerzas para romper el tabú de los mingitorios masculinos (territorio prohibido, sacralizado, ajeno) y entré resueltamente en el habitáculo». (Sic, lo juro, no añado nada… Bueno, sólo llamo la atención sobre el hecho de que, ciertamente, en los servicios de señoras, no sacralizados, entra quien quiere del otro sexo). Nota: las grandes obras literarias, como la que nos ocupa, siempre tienen efectos más allá del estricto campo de la literatura. Cuando se supo de la ruptura del «tabú del mingitorio» por una mujer española, grande júbilo hubo en la comunidad antropológica. Id.- No se pierda el lector siempre sediento de saberes, en esta página, la prolija y precisa descripción de los retretes. Id.- «Perdón, voceé, pidiendo excusas al mundo por mi atrevimiento». Un atrevimiento, digo yo, digno de aquella tía carnal de Malena Grandes, que, vestida de monja, puso las tetas encima de un altar, para explicar el martirio de santa Tecla. Por otra parte, me pasma la amplitud de miras que tienen los bestsellerados. Palmira Gala se pone e disposición del mundo. Ésta le pide excusas. Id.- «…frente a la que se apelotonaba un buen número de gente». La expresión subrayada no es correcta. Id.- Otro error a continuación: hace equivaler en significación «un buen número de personas» a «masa abigarrada de viajeros». Id.- El odio que Rosa siente por su marido es como un Winchester 73: «odio de repetición, seco y fulminante». Aunque lo mejor viene a continuación: [uno de esos odios] «que tanto abundan en el devenir de la conyugalidad». Pág. 14.- Acierto sobre acierto: ahora resulta que una «masa abigarrada» es lo mismo que una «cola». ¡Dios clemente e intemperante! ¡Cuántos disgustos se lleva uno con estos vendedores de papel impreso! Id.- ¡No me digo! Ahora «cola» es lo mismo que «aluvión de viajeros». Clama el lector desesperado: ¡Rosa, Espasa, apartad de mí este cáliz! Id.- La pérdida de Ramón (Ramón Iruña Díaz, para ser exactos, de los conocidos Iruña de la Comunidad Europea), porque por perdido hemos de darle, por muy optimistas que nos hayan enseñado a ser nuestras madres, se compensa con un aumento del número de empleados de Iberia junto la puerta de embarque: «desde lejos pude ver que no estaba. Eso sí, había aumentado el número de empleados de la compañía. «Ahora había dos hombres y dos mujeres uniformados». Precisión por encima de la angustia, como aconsejaba el estagirita. Id.- Una de las mujeres, «supongo que con la pretensión de consolarme», le dice: «No se preocupe, pasa muchas veces. Luego resulta que aparecen bebidos, por ejemplo». Bajo juramento declaro, yo, miembro emérito del Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, que me he entrevistado con el director de Iberia, quien, con una mano en la Biblia y otra en el Cuaderno de Bitácora, me ha asegurado: «Los empleados de Iberia están educados para no decir tales sandeces. Tomaré medidas». Id.- ¡Lo que faltaba! El ánimo de Rosa está, como es de suponer, por la moqueta. Y entonces va la niñata uniformada, que pronto causará baja en la plantilla ibera, y le dice: «Señora, el vuelo tiene que salir, no podemos esperar a su marido». «Y a mí [Rosa] siempre me ha deprimido que me llamen señora». ¡Cuánto ensañamiento! Sobre viuda de facto, nominada «señora». Mas no pasemos por alto otra chorrada monterónea, otra sandez que igualmente hubiese descalificado el director de las consagradas Líneas Aéreas Españolas: la empleada se expresa como si el piloto, con la portezuela del avión abierta, estuviera gritando: «¡Venga, suban,G que se hace tarde!» Id.- Ante lo irremediable, Rosa sólo tiene tiempo de aclarar, a la que dijo lo de «luego resulta que aparecen bebidos», que «Ramón es abstemio». Hizo bien. No se iba a emborrachar con gatorade. Págs. 14 y 15.- Pero la del traje a rayas es más descarada e impertinente de lo que ella habría podido suponer, y le dice a su compañera, aunque en voz lo suficientemente alta como para que la presunta viajera se entere: «O se ha marchado porque sí, tan tranquilamente (esto parece más de Gala que de Almudena). ¿Te acuerdas de aquel tipo que se cogió (sic) otro vuelo para el fin de semana con su secretaria?» Yo sí lo recuerdo, vino en la prensa. Petenecía al tipo de los que no se deciden hasta última hora. Sospecho que, para los parlamentos, en especial los de los empleados de Iberia, Montero contó con la colaboración de Javier Marías. El disgusto que se habría llevado don Ernesto Iberia con el último, que por cierto me plantea algunos problemas: a) ¿Cómo supieron los empleados, por muy cotillas que fuesen, que aquel señor tomó otro vuelo? b) ¿Era precavido, en contra de lo que se pensó, y estaba en lista de espera? c) ¿Quién informó de que se largó por un fin de semana exactamente? d) ¿Cómo descubrieron que se iba con otra mujer? e) ¿Cómo, que esa mujer era precisamente su secretaria? f) ¿Quién es tan tonto en este mundo como para decir lo que hemos leído? g) ¿Quién tan improvisador como para esperar a canjear mujer por secretaria en campo tan inseguro como un vestíbulo aeroportuario? Inter nos: hay una noble e inteligente actitud, la de ser lógicos y consecuentes, que no saben adoptar los «escritores» del sistema. Pág. 15.- Rosa no logra «reunir algún fragmento de dignidad para decir que no, que Ramón desde luego jamás haría eso». Estoy con ella. Entre otras razones, porque, según he podido averiguar, nunca ha tenido secretaria. A pesar de su angustia, la minuciosa autora de este novelunio tiene tiempo de dedicar un largo comentario a las consecuencias que la desaparición de Ramoncín provoca en la compañía aérea -tener que sacar las maletas de la bodega, retrasar el vuelo hora y media por ello mismo, apaciguar el cabreo de los pasajeros- y al estado de ánimo de los empleados: irritado, si queremos ser precisos. Interviene un policía, que no parece dar demasiada importancia a la desaparición de un marido: «Mire, señora -dice después de haber inspeccionado los retretes y no haber encontrado «nada raro»-, yo que usted me marchaba a casa». Filosóficamente, añade: «Seguro que luego acaba apareciendo, estas cosas ocurren en los matrimonios más a menudo de lo que usted piensa». Sobre todo estando por medio lo que Jardiel Poncela llamaría «un marido de ida y vuelta». Y lo cierto es que no le faltaba razón. Yo, por lo menos, cada vez que voy a Barajas, me encuentro con dos o tres señoras desconcertadas, buscando a su cónyuge temporalmente extraviado. Pienso que a estos desalmados habría que aconsejarles que aprovecharan para marcharse de excursión la misa de doce o la visita al dentista, para las que no hay que sacar unos billetes tan caros. (Me pregunto maravillado: toda esta trama ¿habrá salido del cacumen montesco, o es autobiográfica? ¡Está tan bien urdida y expresada!) Sigue pág. 15.- Rosa medita y saca conclusiones: «¿Pero qué cosas ocurrían en los matrimonios? La frase del policía sonaba crítica, ominosa. De repente me sentí como una adolescente ingenua y boba que ignora las más básicas realidades de la vida adulta» -cómo ¿pero no sabes que los maridos siempre muestran una curiosa tendencia a volatilizarse cuando entran en los retretes públicos?- «El rubor me subió a las mejillas y me sentí culpable, como si la responsabilidad de la desaparición de Ramón fuera de algún modo mía». Nota: sí, hija, sí, eres ingenua y boba. Y yo diría también que muy mala novelista. Pág. 15.- Con la afición de los bestsellardos a las frases hechas, ¡qué sustos se lleva uno! Nos cuenta Rosita que la supervisora aprovecha su turbación «para quitarse el muerto de encima». Por un momento, pensé que Ramón había caído, fiambre, desde el plafond. Págs. 15 y 16.- Con sus maletas «en un incómodo carrito», Rosa se tira «varias horas en esa desolación del aeropuerto desierto» (rima consonante, como debe ser), pese a lo cual tiene ocasión de contemplar (extraña desolación) cómo embarca «un número indeterminado de vuelos». Gran descuido aqueste: tendría que haberlos contado y comunicárnoslo, para nuestra tranquilidad y la de nuestros allegados. Pág. 15.- Al cabo de varias horas -sospecho que Rosita es lenta-, «al fin la certidumbre de que no iba a volver a aparecer se fue abriendo paso en mi cabeza». Págs. 15 y 16.- Pero sus conclusiones, en cambio, son tan rápidas como claras: «Tal vez me ha abandonado, me dije, tal y como sostenía el policía. Quizá se haya ido con su secretaria a las Bahamas». Aunque… -Rosita duda- «Aunque su secretaria tiene sesenta años». Eso no es óbice, mujer, los hay con gustos muy extraños. Como para salir pitando con una jamona desde el retrete de un aeropuerto. Pág. 16.- La otra posibilidad en la que piensa Montero es la de que, «en efecto, esté borracho como una cuba, tendido y oculto en una esquina» (sin duda, quiso escribir «rincón»). «Pero -se pregunta avispadamente-, ¿cómo había podido hacer todo eso sin abandonar el urinario?» Nota: Cuando a la vida le da por enredarse, más le valdría a uno hacer un cascabullo, como los gusanos de seda, y arrojarse en pijama a la laguna Estigia. Rosita coge un taxi, se va a su casa y… «Ramón tampoco estaba allí». Por la noche, en la cama, «insomne y desasosegada», echa de menos «los ronquidos y las toses» de Ramoncín. Teme que, a la mañana, también nostalgiará el momento en que él «se frotaba la calva con monoxidil».

Y II.- EL HÍGADO DEL TARTAJA

Crítica acompasada del primer capítulo de El corazón del tártaro

En su otra presunta novela El corazón del tártaro, tan del agrado del maestro Sanz Villanueva, arranca Rosita con un enunciado que es una mezcla de error y chorrada sempiterna, que no hay por dónde sujetallo: «Lo peor es que las desgracias no suelen anunciarse». ¡Qué error! ¡Qué inmenso error! ¡A mí me lo va a decir!, cuando todavía no hace un cuarto de hora que me anunció mi venerado maestro: «Te toca leer una novela de Rosita Montero». Pero la inaugural sentencia monteriana tiene otra lectura, que la convierte en chorrada memorable. ¡Que las desgracias no se anuncian! ¿Qué quieres, mona? ‑porque Rosita es mona‑ ¿Que a la gente le digan cosas como «no suba a ese tren, porque va a descarrillar en el kilómetro 12,200, cabe la puerta de Espasa Calpe»? Y una tercera: una novela arranca con una frase rotunda o arranca con sencillez, pero no con una frase café con leche. Me juego el sueldo de medio día ‑más, sería excesivo‑ a que Rosita empezó diciendo: «Lo peor es que las desgracias no se anuncian», que sonaría rotundo. Mas luego comprendió que eso no era sostenible en un país donde cada tres por cuatro nos están anunciando que algún nene y/o nena de la cuadra polancustre va a publicar un libro. Entonces introdujo ese «suele» tan poco literario y empezó lo que se dice con mala pata. A continuación, Rosita glosa su tontería con una serie de consideraciones que sonrojarían a un guarda jurado; por ende, mal escritas: «uno nunca sabe, cuando comienza el día, si le espera una jornada rutinaria o una catástrofe». La Lex Concordantia Escribendum Acrisolata la obligaba a escribir: «una jornada rutinaria o una [jornada] catastrófica». A las tres dimensiones de la geometría euclidiana, Einstein añadió una cuarta: el tiempo. Actualmente, los físicos teóricos hablan ya de veintitantas. Y seguro que las tienen bien definidas. ¡Porque no habían contado con Rosita!, que, en un rapto expansivo de inspiración, arrebata a Einstein lo que era suyo y escribe: «La desgracia es una cuarta dimensión que se adhiere a nuestra vida como una sombra». Que yo sepa, las sombras no se adhieren a nada ni con pegamento de contacto; pero, confusión pegatriz aparte, ¿se da cuenta el lector decepcionado y taciturno, de la cantidad de memeces que dicen, en plan solemne, estos a los que la mafia cultural va a hacer vender, por turbios procederes, cientos de miles de ejemplares, para que las desgracias, además de sorpresivamente, vengan acompañadas? Y continúa Rosita, cumpliendo con la máxima latina Nulla linea sine chorrius: «Casi todos los humanos nos las apañamos para vivir olvidando que somos quebradizos e inmortales…» ¡Bueno! Esta tarde he visto yo, en el Canal Internacional, a dos japoneses de más de trescientos kilos, enzarzados en una lucha que consiste en trincarse mutuamente por las nalgas y a ver quién ordeña antes al otro, que no sé si serán inmortales para contradecir a Rosita, pero que de quebradizas no tienen ni las supongo que proporcionadas pelotas. Por cierto que del «casi» de esta frase se puede decir algo parecido a lo que se dijo antes del «suele». Rosita, que habla sin son ni ton, como Almudena Grandes, como Maruja Torres, como Espidín, como Clarita, iba a afirmar rotundamente una (otra) tontería; pero se contuvo a tiempo. La verdad, digo yo, es que el «casi» abarca a muy poca gente, si es que a alguna. De verdad creerá esta rellenapáginas que hay alguien que vaya por ahí apañándoselas para olvidarse de que es mortal y quebradizo, cual junco de los marjales? ¡Peroncio venerable, patrono de la Literatura! Cómo es posible que haya críticos como Sanz Villanueva, como Conte, como García Posada, que considere novelista a esta alienígena de la cultura? ¡Qué bajo se ha caído! A continuación, algo que no entiendo: «pero algunos individuos no saben protegerse del temor al abismo». No, no entiendo cómo alguien puede protegerse de un temor. Tendré que llamar a Rosita, que siempre ha dicho que se debe a sus lectores. «Zarza pertenecía a este último grupo». Al del abismo, supongo. Pero ¿qué es Zarza? ¿Un nombre? ¿Existe Santa Zarza? O es que sus padres, laicistas, le pusieron lo que les salió de acullá? Me emociona pensar que se trate de la famosa Zarzamora, esa que a todas horas / llora que llora / por los rincones. / Ella que siempre reía / y presumía / de que partía / los corazones… etc. ¡Sería maravilloso!

Lector apocado y todavía indeciso: observa cuánto llevo escrito ya, demostrativo de que Rosita es una mala novelista y una mujer simplona, y aún no he concluido el primer párrafo de lo que se anuncia como una desgracia nacional. Párrafo de apenas diez líneas que concluye así: «Siempre supo [Zarza] que el infortunio se aproxima con callados e insidiosos pies de trapo». Resulta patético el esfuerzo de esta buena mujer por sumergir al lector en un clima de intriga y de misterio sin conseguirlo. «Aquel día ‑comienza el segundo párrafo‑ Zarza se despertó antes de que sonara la alarma del reloj y en seguida advirtió que se sentía angustiada». Tenía que ser una lince, la Zarza. Lo pronto que se dio cuenta de cómo se sentía! Igualito que algunas que yo conozco, que tienen que ir a un vecino y preguntarle: «Oiga, ¿cómo me siento?» Y continúa la muchacha (Rosita, no Zarza), a la que han hecho creer que es escritora: «Era un malestar que conocía bien, que padecía a menudo, sobre todo por las mañanas, en la duermevela, al salir del limbo de los sueños». Lo del «limbo de los sueños» es una horterada manida y anticuada, Rosita, que te deberían quitar el carnet ahora mismo. Pero, pasando eso por alto, hay que decir que si la padecía a menudo, a qué vienen tantos aspavientos? No es noticia ni para la propia sufriente. ¿Por qué, pues, amenazas al lector del altiplano con sorpresivos encuentros con el infortunio? ¿Eres tonta o qué? ¡Con esas cosas no se bromea! En serio: hay que tener muy pocas dotes de novelista para, después de (creer) haber creado un clima, fastidiarlo diciendo que, después de todo, la angustia zarzana era cosa de casi todos los días.

Yo soy muy exigente. Y estoy convencido de que serlo es una virtud. España está necesitada de personas que sean exigentes en su parcela, porque, entre tantísimas desgracias que se llevan años proclamando a los acordes de la marcha real, nadie nombra el dilettantismo, que se está apoderando de todos y de todo, casi siempre acompañado del esnobismo. Para no salirme del terreno que ahora piso, el de la novela y las novelistas, diré que hay días que me paso las horas moribundas analizando cómo Virginia Woolf resuelve un problema expresivo, compone una escena, describe un personaje. Se me presenta tan lúcida e inteligente Virginia, que comprendo su suicidio. Pero no es sólo la autora de To the limelight. Hay muchas novelistas inteligentes. Bueno, siempre las ha habido. Una de mis predilectas, la alemana Gertrude von le Fort, con quien me une un lejano parentesco y a la que aquí no conoce nadie. Pero a lo que quiero referirme es a que hace ya mucho tiempo que las mujeres inteligentes ‑más que hombres‑ han ejercitado su inteligencia en pie de igualdad con el varón, sin pensarse de otra raza, otro género, otra especie. Por eso, me parecen abominables las mujeres que se siguen creyendo en la obligación de ejercer de tontitas. Las odio. Las odio, sí, las detesto, las esgorcio, la gungiflero. Los mafiosos españoles de la industria cultural hodierna valoran el carácter de tontitas de las escritoras, y más si de vez en cuando sueltan una picardía ¡qué risa!, y sólo apoyan a las que previamente acreditan haberse comportado al escribir como un lirio chuchurrío. Rosa Montero, Almudena Grandes, Rosa Regás, Elvira Lindo, Lucía Etxeberría, Clara Sánchez, Soledad Puértolas, Carmen Posada, Espido Freire, Maruja Torres ejercen de tontitas takewoomen; por eso triunfan en un país donde el macho sigue sin aceptar su inferioridad tan evidente. Si Rosita se limitara, como la mayoría de los novelistas españoles, machos, hembras o semovientes, a contar cosas, entretendría a tantos iletrados que se guían por la publicidad abierta o encubierta de El Cultural, Bobelia y los demás suplementos, complementos y monumentos. No escribiría una auténtica novela, por supuesto, pero tampoco haría el ridículo. Pero que quiera ‑y crea‑ ponerse profunda, introspectiva, filosófica y psicológica es penoso. Marcha, así, a tropezón por línea. «Porque se necesita cierto grado de confianza en el mundo y en uno mismo para suponer que la realidad cotidiana sigue ahí…». Esto lo lee un físico cuántico y entra en coma irreversible. ¿Es que no cuentan en Espasa Calpe con un detector de tonterías? Vea el lector lo que sigue y súmelo a lo anterior. Es tan grotescamente complicado el despertar de la Zarzamora, hace cosas tan raras con los párpados, las orejas, la angustia, la mansedumbre y la madre que la parió, que uno piensa que si a esta muchacha, en lugar de que abra los ojos le encomiendan que haga gárgaras podría llegar a complicarnos la vida a todos. ¡Dios de la Zarza ardiente! Menos mal que me detuve en «despabiles», esto es, cuando la moza simplemente consideraba a su manera si el realismo dogmático era o no una doctrina sostenible. ¡Si hubiese continuado, desprevenido como estaba! Lean, lean. Pero, antes, agárrense al sujetador. O a los pelos del pecho: «Aquel día, Zarza no se fiaba especialmente de la existencia…» Me estremezco. Pierdo pie. Miro con desconfianza las doscientas sesenta y siete páginas que restan. «Si esta criatura sigue así, cargándose cada trozo de la realidad con que se encuentre y sin colmarla platónicamente, no sólo va a mandar al paro a Savater, sino a la propia Rosita». Noto que me contagio: ¿existe esta novela? Rezo implorando que se trate de una pesadilla.

Entretanto, la ex‑durmiente sigue haciendo pamplinas con los párpados, las orejas… ‑»todavía atontada», precisa innecesariamente Rosa‑ y, amontonando merecimientos para entrar en el Guiness como el despertar más gilipollesco de la era del patinete, intenta «ensamblar su personalidad diurna»; pero, como «estaba boca arriba en la cama», «el mundo parecía ondularse a su alrededor, gelatinoso e inestable». Menos mal, suspiro, que a Rosita no le encargaron el relato de la resurrección del Señor ni el de un despertar del conde Drácula. Lo que sigue produce sonrojo por delegación: «Ella era una náufraga tumbada en una balsa sobre un mar tal vez plagado de tiburones». Y si fueran sardinas creciditas ¿qué? ¡La que está armando esta imbécil por no abrir los ojos como Dios manda e ir al cuarto de baño a comprobar la solidez o liquidez de la existencia! Digna criatura de la madre de la caníbal, la Zarza «tomó la tozuda decisión de no abrir los ojos hasta que la realidad no recobrara su firmeza». Si yo llego a tener alguna influecia sobre la realidad, no recobra la firmeza hasta el día del juicio, cuando ya fuéramos todos los que tuviésemos los ojos más cerrados que un sello siciliano. Considera, lector sufrido y clarioyente, si es posible decir más tonterías en veinticuatro líneas. Pues estate atento a las críticas de ABC Cultural, El Cultural, Babelia, Caballo Verde y suplementos satélites de provincias. Verás como no se dan cuenta de nada. La verdad es que ni siquiera se plantearán previamente que han de darse cuenta de algo. Saben que están obligados a hablar bien, ¿para qué meterse en líos? Pero aún no he transcrito la frase que corona el segundo párrafo «En ocasiones [,] regresar a la vida era un viaje difícil». Lo malo es que ni Rosita ni sus botafumeiros tienen luces para entender que esto es una suprema tontería. Todavía en la página 12, Zarzita sigue haciendo diabluras con los párpados. Nos informa su mamá literaria de que los apretó un poco más. ¿Porque sí? se preguntará el lector pensativo y taciturno. ¡Noooooo! Ha llegado desde el exterior «un largo gemido». Y ¿nada más? Aunque uno no entienda muy bien que la rodee la oscuridad, siendo, como es, por la mañana, se olvida pronto de la contradicción, incluso de los parpadeos de la moza, ante la avalancha de ruidos que se le viene encima: «largo gemido», «queja casi animal», «ronco lamento», «agitados murmullos», «llorosos soliloquios», «arpegiados ronquidos», «cascada de suspiros», «crujidos de madera como un velero zarandeado por el viento», «voces de hombre», «gritos», «golpes resonantes de carne sobre carne» (¿quizá una cachetada en una nalga?, se pregunta el leyendo, aturdido por tamaño zafarrancho en el velero?), «y más crujidos rítmicos». El comentario que todo esto me suscita sólo puedo expresarlo mediante un pareado: «Para tratarse de una realidad dudosa, me resulta demasiado ruidosa… Aunque debo reconocer que es mejor la explicación que se le ocurre a Rosita y que ofrece a sus fieles por anáforas: «A pocos metros de los ojos de Zarza, de la nariz de Zarza, de la cama de Zarza, del dormitorio de Zarza, una pareja debía de estar haciendo el amor». Lo que me suscita los siguientes comentarios: ‑Zarzita sigue con los ojos cerrados; luego no es curiosa. Tiene a dos palmos un polvo que casi se confunde con una erupción del Etna y ni mira. ‑Llamar «hacer el amor» al coitus felicísimus primus inter pares et innovationem cognóvimus es una cursilada. ‑Ya me extrañaba que, tratándose de un libro de una Polanco’s girl, fuésemos a culminar dos páginas sin que hubiesen hecho su aparición las efusiones carnales. Aquí las tenemos, pues, como Dios manda y, además, del tipo apasionado y efusivo, raro también, con veleros y cascadas. El ingenio de Rosita es inagotable. Puesta ella a exprimir el plátano, da un paso más: que los vecinos estaban copulando ha quedado establecido como un hecho histórico, cuando ella va y, en un alarde de imaginación premonitoria o de premonición imaginativa, añade: «Incluso cabía la posibilidad de que estuviesen engendrando un hijo». Pues sí, reconozcámoslo: cabía esa posibilidad. Al menos por esta vez, lleva razón. Toda pareja que se ayunta, si no anda por medio la píldora del día siguiente, la del día antes, o la del día de autos, tiene la posibilidad de engendrar un hijo. Mucho más difícil sería, aunque hay parejas capaces de todo, que engendrasen un sobrino. Zarza, sin embargo, no parece dispuesta a instruirnos al respecto; anda ocupada en «emerger pesadamente de un mar de gelatina». ¿Con velero incluido? me pregunto. «¡Qué horas para hacer el amor y engendrar hijos!», piensa la pulcra Zarza, «con incredulidad y desagrado». Y es que, para ella, que tiene sus ideas al respecto, «reducido a este barullo vecinal, descompuesto en roces y gemidos, el acto sexual resultaba ridículo y absurdo: una especie de espasmo muscular, un empeño gimnástico. El chillido estridente de la alarma del reloj coincidió con el alarido final de la pareja. Malhumorada, Zarza abrió lentamente uno ojo y luego el otro». (Aquel día memorable, en el C.D.N.E., tuvimos una clase práctica: un chico y una chica se fueron al aula de al lado a bufar y dar alaridos, mientras realizaban ejercicios gimnásticos; al mismo tiempo, junto a mi mesa, otra abría un ojo detrás de otro mientras dialogaba con la realidad en tono cabreado, unos y otra siguiendo las instrucciones del manual de raros despertares de Rosita Monterova. No me lo hubiese perdido ni por un almuerzo con el Lord del Almirantazgo.)

No hay nada más patético que un infradotado ‑en este caso, infradotada‑ intentando hacer literatura trascendente. La hace, pero en el mal sentido de la palabra. Para un Miembro del Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, el desastre literario es perceptible en las cursilísimas metáforas del velero y la cascada; en la abundancia de vocablos ‑‑adjetivos o sustantivos‑ como «absurdo», «empeño», «chillido», «alarido», «desagrado», «malhumorada»…; de expresiones rebuscadas como «golpes resonantes de carne sobre carne» ( cuando podía haber escrito sencillamante «palma sobre glúteo»), «haciendo el amor» (¡será hortera!), «explotaba la vida», «blando jaleo» (según las leyes de la física, el jaleo nunca es blando; y menos en estas latitudes); «barullo vecinal», «espasmo muscular»; «empeño gimnástico»; «alarido final»…; o tan funcionariales como «cabía la posibilidad», «el ruido proseguía» o «pensó con incredulidad», que además es incorrecta y claramente antifreudiana. Todos los bestsellerados son extremadamente aficionados a llenar líneas y páginas de vaciedades estupidáceas: «que la novela sea grande, ande o no ande», como se ironizaba en los 50/60 y recordaba Ignacio Aldecoa en las aulas de nuestra primitiva sede. Las de estos misacantanos del sistema, la mayoría de ellos de la cuadra apolancada, son gordísimas y andan en el sentido que a ellos les importa: el económico. Yo es que pienso en las de hectáreas de bosque que se lleva por delante una edición de éstas y me pongo doliente de ecologismo torturado. Sigue Rosita: «Lo primero que vio fue el despertador (punto no, Rosita; dos puntos). Negro, cuadrado, de plástico, anodino»… (¡La comoción que hubiese experimentado el cosmos si llega a ser verde, redondo, de hojalata y zandunguero!) Bufaba todavía (para ser anodino, hacía cosas muy originales), domesticado y olvidable, marcando las 8:02. Reconfortada por esa visión…» Me salto el párrafo siguiente, donde toda gilipollez tiene su asiento y toda gaita ronca, su morada. Zarzuela no sólo nos comunica lo que ve, sino también lo que imagina que hay en el cuarto de al lado, por si nos habíamos hecho ilusiones. El premio se lo lleva «una silla indefinida», que pienso ha de ser incomodísima para unas posaderas definidas. ¡La leche! ¡Enumera incluso lo que no hay! Antes de entregar mi alma a Dios, me pregunto: ¿qué sera «un mundo carente de memoria»? En el párrafo siguiente, Zarzita se desentiende de los semáforos de sus párpados y «frunce el ceño» (imagino que a punto de «llevarse la mano al mentón» y «arrugar la frente»; la reserva de tópicos en el monteródromo debe de ser inagotable). ¿No lo decía yo? Hace «acopio de resignación y enciende la lámpara»; algo que, según Rosita, «detestaba». Una rebelde, lo que yo decía. Y es que las «bombillas son extemporáneas». Se comprende. Lo que no se comprende, sobre todo en estos acelerados tiempos, es que todo cuanto antes nos describió en penumbra no los describa ahora a la luz de las bombillas extemporáneas. Aunque, si se sigue la lectura, se ve que no resulta supéfluo: a Zarza le sirve, secumdum Rosita, para hacer el gran descubrimiento que expresa comme ça: «Sí, no cabía duda de que su casa era su casa». (Averiguado lo cual, se debería haber acostado otra vez). Lástima que no se aclara del mismo modo respecto a otras cosas. Nos hubiésemos ahorrado una sarta de gilipuerteces. Rosita se pasa dos medias páginas (13‑14) dudando si es martes o miércoles, si Navidad o Epifanía, si de noche o de día, si aquella es su realidad o la realidad de su hermano Cosme… En fin, se resuelva la duda a favor del martes, se resuelva a favor del miércoles ‑que esto no se le aclara al lector ingrave‑, Zarzarrosa calcula que faltaban tres días para el fin de semana. Todo un descubrimiento que el ingrato lector ‑yo‑ no agradece. (Cuando escriben en primera persona, los bestsellerados no paran de decir «yo». Como esta novela está en tercera, Rosita no para de decir ella. Debe de pensar que sus lectores son tontos; y tal vez acierte.)

El despertar más chorrudo de la literatura universal se resiste a irse a hacer puñetas. Si el despertador triangular, fucsia, de cartón piedra y coqueto armó tanto jaleo cuando saltó su alarma, cuando Zarzita lo apaga se comporta como un crítico literario: lo hace todo, menos quedarse callado. Entretanto, la presunta despierta sigue haciendo y proclamando, urbi et orbi, trascendentales descubrimientos: «En ese mismo instante, miles de personas se levantaban…» ¿Es posible, Rosita? Se pueden dar esas increíbles casualidades? Mejor es lo que sigue: «Zarza sintió el resto del mundo sobre sus espaldas». Conque «el resto»… O sea: todo, menos la parte que le correspondía. No es extraño que, con semejante pedazo de mundo a cuestas, se sienta incómoda; que hasta se sienta mal. Pero no se alarmen: todo es cuestión de oportunidad y ésta no es la suya. Proclama solemnemente Rosita: «Pero Zarza no disponía ahora de tiempo para morir». ¡Ay, Rosita! Lo que sin duda tú creíste una buena frase cuando se te ocurrió no es sino la materia prima de un chiste malo. ¿Se imagina el lector, a la vista de lo que Zarza es capaz de sentir, de ver, de pensar, de imaginar metida en la cama y en penumbra, de lo que será capaz levantada, con luz, chancleteando y convertida, como nos refiere Rosa, en «un vampiro diurno», ante el espejo donde se clona? Inenarrable. Juro que, si alguna vez tengo un despertar así, me hago un vídeo. ¡Atención! «A las 8:45 entró en la ducha». Zarzita, claro. El mundo entero se paraliza. ¿Volverá a salir? Sí, sin duda, mas no sin haber hecho antes cálculos trascendentales para la marcha del cosmos. «…cuántas veces más en su vida abriría de la misma manera el grifo del agua caliente de la ducha; cuántas se quitaría el reloj y luego se lo pondría de nuevo. Cuántas veces apretaría el tubo del dentrífico sobre el cepillo, y se embadurnaría de desodorante las axilas, y calentaría la leche del café…» Ante interrogantes tan estremecedores, el lector se detiene. ¡No quiere saber más! ¡Las dudas le acongojan! Afortunadamente para su salud mental, la top novelist le resuelve buena parte de los arduos problemas que empezaban a atormentarle, no sin antes enterarle, caritativamente, de que toda aquella churripundez constituye «el esqueleto exógeno de la existencia»… ¡Hija de su madre! «A su muerte, calcula (tal vez un tanto temerariamente; lo mismo al salir a la calle la atropella y finiquita la furgoneta de Espasa), Sofía Zarzamala se habrá cepillado los dientes 41.712 veces; abrochado el sujetador en 14.239 ocasiones, cortado las uñas de los pies 2.053, etc. No hay como una buena calculadora, made in Taiwan, para hacer literatura. A mí, personalmente (allá tú, lector encopetado, con tus gustos), lo que más me ha colmado es saber cuántas veces se corta Zarzita las uñas de los pies. «Pero a las 8:15 de aquel día, mientras comenzaba a enjabonarse («mientras», no, Rosita, «cuando»), sucedió un hecho inesperado que desbarató la inercia de la cosas». El lector expectante entra en sispáns. ¡Suena el teléfono! Pero ¿es posible? ¿Que suena un teléfono dentro de una casa? ¡Qué desasosiego! «…salió del baño pegando un resbalón sin consecuencias». ¡Dios del Cielo y de los prados floridos! ¡Menos mal! ¿Qué hubiera sido de nosotros, lectores suspendidos, si Zarzana se da una culetada, en porreta como estaba, y nos deja sumidos en la ignorancia? Acude Zarzotas al misterioso reclamo, «dejando un apresurado reguero por el parqué». Nuevas dudas: ¿qué será un reguero apresurado?

«‑ ¿Sí?

‑Te he encontrado.»

(Atiende, Rosy, que te voy a decir por qué, entre otras cosas, no eres novelista. Que tú tengas en la cabecita, al escribir esa frase, la temeraria idea de que, con ella, se va desencadenar una intriga, no tiene nada que ver con que hayas logrado suscitar esa sensación en el ánimo del lector, ¿me entiendes? Y la obligación del novelista es precisamente ésa: proyectar unas imágenes en la cámara oscura constituida por la mente y la sensibilidad del lector, de manera que éste lo capte como realidad, y esto es válido tanto para las novelas llamadas realistas como para las fantásticas. En el mundo ‑y en el mundo novelístico, más todavía‑ todo es real, hasta los sueños; es decir, sobre todo los sueños. ¿Cómo se consigue esto? Pues mediante una técnica ‑todo arte supone una técnica‑ que vosotras, las tontitas del sistema, ignoráis. Te diré una cosa para que se la digas a tus amiguitas Clarita, Almu, Espidín, Marujita, Lucy, Sole, Rosa sr, etc.: el arte de novelar no consiste simplemente en ponerse a contar cosas. De manera que el hecho de que una voz al teléfono diga «te he encontrado», no significa el pistoletazo de salida de un enigma que mantendrá en suspense a los lectores hasta la ceremonia de clausura. No. Porque el caso es que tú no logras evocar

nada, hacer sentir o pensar nada. Porque, ante una situación presentada así, hará pensar al lector en mil cosas, pero no en la que tú quieres. Si eso me pasa a mí, ser normal e inteligente donde los hubiere y se detectaren, lo primero que pienso es que se trata de un amigo, que me andaba buscando y, al encontrarme por fin, se ha llevado un alegrón. ¿Que no? Pues hubiera barajado el siguiente, como dice Antonio Gala, «abanico de posibilidades»: ‑Se trata de una broma. ‑Se trata de un imbécil. ‑Se trata de un compañero de trabajo que temía que me hubiese ido ya. ‑Una equivocación. ‑Un locutor de radio para un concurso. ‑Un vendedor de adosados en Torrevieja. ‑El alcalde. ‑Mi tío Borja…. Zarzita piensa en lo más ilógico, absurdo, anormal, gilipollerne, estúpido: es un ser misterioso que va a amenazarla, un «invasor triunfante de la casa vacía»… Vacía, de hecho, cuando ella la abandona a las 8:19 y «sin saber si podría regresar alguna vez». En suma: el pretexto para empezar una mala novela.

M. García Viñó: e-mail: [email protected]