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Los comunistas

Fuentes: Rebelión

El mundo está lleno de personas ignorantes. Ciegos de alma como son, duele verlos dando tumbos por trillos y vericuetos, cual zombis o beodos. «Triste desperdicio de la evolución» -se concluye. La ignorancia no es solo el resultado del analfabetismo y la agrafía: hay muchos ignorantes diplomados. Basta mirar en derredor. Los ignorantes diplomados eventualmente […]

El mundo está lleno de personas ignorantes. Ciegos de alma como son, duele verlos dando tumbos por trillos y vericuetos, cual zombis o beodos. «Triste desperdicio de la evolución» -se concluye.

La ignorancia no es solo el resultado del analfabetismo y la agrafía: hay muchos ignorantes diplomados. Basta mirar en derredor.

Los ignorantes diplomados eventualmente podrían descubrir que el mundo, lejos de terminar en su piel, apenas comienza a partir de ella. Se convierten así en personas instruidas.

La mayoría de las personas instruidas, tras alcanzar -apremiadas por la experiencia- determinado grado de madurez en sus vidas, llegan a enterarse de que un día morirán.

De ese grupo, los individuos que -gracias a una mezcla de vivencias y academia, en una proporción casuística y difusa- deberían ser considerados «cultos», jamás se engañan en tema tan raigal como escatológico: saben bien que -a no dudarlo- eventualmente morirán. Los cultos interiorizan su finitud terrenal.

Un curioso amasijo de genes y circunstancias hace de sugerente matraz para que una proporción de seres cultos merezcan la denominación de «sabios»: a despecho de cuanta erudición escolástica y virtud sanguínea respalden ese título, son siempre las tribulaciones asumidas y las sinuosidades existenciales horadadas las que determinan semejante condición… Más que cualquier pócima, sortilegio, ciencia o unción, las cicatrices nos hacen sabios…

Tal vez tenga poca o ninguna validez cuánto crean en la trascendencia de su espíritu tras el fallecimiento de sus cuerpos, pero -aun si mentalmente se den oportunidades futuras de existencia fantasmagórica o angelical, se recreen a sí mismos habitando sus propios avatares en un porvenir ahora inescrutable, o se imaginen simplemente como polvo estelar indiscernible- las personas sabias, lejos de ver en la muerte una justificación para la desidia, la molicie, el desaliento -flaquezas que atrapan a no pocos individuos instruidos e incluso a algunos simplemente cultivados-, sienten provenir de su inmanencia el vigor para entregarse enteramente a su paso actual por esta Tierra: las personas sabias entonces, para dar sentido a sus vidas, urden para sí proyectos. Es esa, la entrega a un sino autoimpuesto, el signo que los distingue.

Es apropiado distinguir los proyectos «personales», que persiguen el crecimiento de la persona en tanto «ser social», de los «individuales», que se enfocan en el mejoramiento material del entorno del individuo de que se trate.

No es raro que a los ignorantes y a los instruidos «la vida les endilgue proyectos», les engarce en planes, los envuelva en ellos, mas rara vez logran ellos intimar esos designios hasta el compromiso esencial: los perciben como «empresas espurias», y se ven -sin oriente- azocados en vaivén por sus demandas.

A menudo, los cultos -además de incorporarse motu proprio en propuestas inclusivas exógenas- también se trazan metas, pero no pocas veces ellas no superan la condición de «sueños». Los sueños generalmente implican la ocurrencia de contextos, oportunidades y gestores circunstanciales externos al sujeto soñador, porque las ambiciones son la textura molecular de las ensoñaciones, y las ambiciones, ya se sabe, son propias del ámbito de la posesión: se ambiciona un objeto, una posición de poder, un reconocimiento.

Muy por el contrario, los proyectos de las personas sabias no son alucinaciones: son apiñamientos de aspiraciones, porque su cumplimiento depende menos de acaeceres aleatorios que de los esfuerzos propios que se dediquen a su consecución.

(La conversión de los sueños de los cultos en los proyectos de los sabios, es muestra inequívoca del crecimiento personal de los primeros.)

A lo visto, las personas sabias no «ambicionan algo»; siempre «aspiran a». Por eso para las personas sabias los giros adversos de los eventos en pos del cumplimiento de sus proyectos no son «dificultades» ni «golpes del destino» dignos de congoja plañidera, sino retos, obstáculos que hay que vencer, inconvenientes que llenan de colorido el camino, y por tanto los asumen, más que de estorbos, como evaluadores coyunturales de sí y forjadores del carácter que al andar se crean: los retos son para las personas sabias parte de la escuela que es la vida; apenas sus peldaños… (Tal disposición de ánimo impide de suyo a los sabios inculpar a otros de los impedimentos que amainen sus intentos.)

Así, el éxito en el logro de sus proyectos no lo miden las personas sabias por cuanto se parezca la meta alcanzada a la imagen fraguada del objetivo propuesto, sino por la cantidad de contradicciones superadas, el ímpetu de los escollos sometidos y la latitud de los estorbos domeñados para arribar a cierto resultado: las personas sabias comprenden perfectamente que cada meta «vencida» es la puerta a un nuevo desafío, y que las imágenes de los resultados esperados no son más que construcciones mentales, que se esbozan -sin datos suficientes- en la preñez de los empeños.

Salvo que se involucren en «proyectos individuales», los sabios no optan por bienes en calidad de recompensa; los aceptan, eso sí, como andamiajes facilitadores, soportes, útiles, sustituibles por naturaleza: ninguno es en sí mismo imprescindible.

Con la acumulación de moretones y escarnios, algunos de quienes se imponen proyectos personales alcanzan a comprender que la categoría de las demás personas -sean ellas ignorantes, inexpertas, instruidas, cultas o sabias- depende en muy escasa medida de sus deseos, genotipos y voluntades, mientras que una parte de los que dedican su vida a proyectos individuales sostienen vehementemente, muy por el contrario, que cada cual recibe la categorización que merece.

Los sabios del primer grupo, a partir de la modernidad, las sociedades los reconocen bajo la denominación consensual de «izquierdistas», a causa de la ubicación que, en el parlamento francés respecto la presidencia, ocuparon -en época de la Revolución Francesa- los «jacobinos», predecesores de los izquierdistas de nuestros días. Los sabios del segundo grupo, por la ubicación de los asientos de los «girondinos» en aquellos años, reciben la denominación de «derechistas».

Como es fácil colegir, los «izquierdistas» y «derechistas» tienen una posición antagónica respecto a la relación entre el entorno y el individuo. Para los primeros, el principal factor que impide el crecimiento «natural» de las personas radica en la inequidad a que está sometida la distribución de «la realidad». Los segundos admiten en última instancia que «la realización existencial» está asociada a la persona misma, no a las condiciones materiales y sociales que la rodean, y que las porciones recibidas por cada quien se corresponden con una suerte de «justicia supra-humana» (histórica o divina): cada cual dispone de lo que estrictamente merece; más aún, para todos es ventajoso que arbitren más recursos las personas que han demostrado mayor creatividad.

Muy resumidamente podría decirse que, respecto a la relación «humanos-realidad», los derechistas e izquierdistas discrepan en varios puntos neurálgicos. Ambos comparten la convicción de que cada quien es responsable de dotar de un sentido existencial a su vida, pero los izquierdistas aseguran que para lograrlo han de creársele condiciones a las personas, mediante la distribución equivalente de la realidad común. Esta certeza proviene, en última instancia, de los siguientes argumentos, independientemente del grado de consciencia que cada individuo tenga de ellos: 1) los seres humanos somos esencialmente idénticos; 2) nuestras diferencias son fenotípicas; 3) nuestras conductas están fuertemente marcadas por el entorno en que nos desenvolvamos; 4) la evaluación de diferencias fenotípicas y conductas puntuales depende de referentes epocales, modificables en tanto tales; 5) no existe un fin predestinado para nuestra especie. Contrariamente, los derechistas aseguran que -sea por razones biológicas, históricas o divinas- los seres humanos somos en esencia muy diferentes, nuestras semejanzas son solo aparentes, nuestras conductas ciudadanas -evaluadas con referentes universales- dependen principalmente de nuestro libre albedrío, por lo que el acceso diferenciado a los recursos planetarios según la jerarquía social del individuo es completamente justo.

Se descubre en esta oposición de perspectivas el valor que cada grupo concede, respectivamente, a la realidad objetiva y a la subjetividad humana: a despecho de otras consideraciones y creencias referidas a la espiritualidad personal, para los izquierdistas la realidad existe y las circunstancias que propicia son preponderantes en el curso de las personas que ellas alcancen; para los derechistas, a la subjetividad individual corresponde el papel principal en el ciclo vital del individuo.

(De las diferencias expuestas se podría deducir que mientras los izquierdistas se preocupan por el modo en que se reparte «el pastel», los derechistas se esfuerzan por hacerlo más grande… Esta es al menos la simplificación gratuita que gustosamente difunde la derecha, pero ella carece de fundamento, pues -además de constituir obviamente un proceso de exclusión apriorístico y sin evidencias de personas- es imposible, por una parte, hacer crecer ilimitadamente un «pastel» con cantidades finitas de recursos -cual es el caso en nuestro planeta-: solo es posible redecorarlo creativamente; por otra, el propósito social de muchos izquierdistas consiste en propiciar el crecimiento personal de los ciudadanos a fin de incorporar la mayor cantidad posible de ellos a la reconfección permanente, creativa y conveniente del «pastel».)

De esta manera se comprende tácitamente que los individuos de izquierda son tales, gracias a sus desvelos por la situación existencial de los «otros». Sus preocupaciones ciudadanas se focalizan en las dudas que en ellas despierta la justicia de las estructuras sociales vigentes, por ser este andamiaje generador espontáneo de individuos ignaros, ignorantes diplomados, instruidos y simplemente cultos, o sea, individuos sin propósitos existenciales, apenas sueños.

Las mayores inquietudes sociales de los derechistas, por su parte, consisten en conservar la arquitectura social que les depara sus ventajas.

Se concluye sin excesivos esfuerzos imaginativos que la tarea de los izquierdistas, desde muchos puntos de vista, es más difícil que la de los derechistas; no principalmente porque conservar las estructuras jerarquizadas existentes sea a todas luces menos complicado que diseñar y construir nuevos andamiajes sociales, sino porque parten de un conocimiento básico cero: nadie sabe cómo es la arquitectura propuesta ni cuán acertadamente funcionará y -peor aún- ellos mismos son individuos «programados» por esas circunstancias cuya esencia orgánica intentan rehacer. Es cierto que los segundos enfrentan con frecuencia el descontento de los menos favorecidos, pero cuentan con la ventaja de que la sujeción de esas mayorías en estados de ignorancia convierte a sus miembros en seres relativamente manipulables.

Muchas personas de izquierda no se limitan a mostrar «dudas sociales», sino que llegan a expresar sin tapujos sus inconformidades en cuanto a la estratificación de las sociedades humanas respecto a sus recursos. A partir de ese instante, ellas deberán ser reconocidas como «izquierdistas comprometidos».

Tras descubrir que no están solos en el mundo, para algunos de los izquierdistas de mayor compromiso podría arribar el momento en que les parezca insuficiente la protesta pública individual por la injusticia estamental en boga: perseguirán pues el intercambio con sus pares y se convertirán así en «izquierdistas organizados».

Como bien puede esperarse, un desarrollo similar pero en dirección opuesta siguen los «derechistas», parte de cuya membresía merece el calificativo de «comprometidos» y «organizados».

Tanto los izquierdistas como los derechistas han de enfrentar, una vez organizados, las sutilezas y retruécanos de las luchas sociales: los primeros por modificar la sociedad a fin de que todas las personas encuentren condiciones de forjarse proyectos; los segundos por conservar la sociedad tal como es. Y tanto unos como otros arrastran tras de sí a ignaros, inexpertos, ignorantes diplomados y cultos… (Loable movimiento aglutinador para estas personas, en verdad, porque las batallas sociales ofrecen a sus participantes innumerables oportunidades de plagar con heridas sus espíritus.)

Algunos izquierdistas organizados confían en la fuerza y racionalidad de sus humanistas argumentos para convencer a los derechistas a rediseñar la sociedad para lograr una distribución más equitativa de los recursos. Se consideran a sí mismos «demócratas» y, en dependencia del monto de riquezas que estimen propicio redistribuir, se sitúan políticamente en alguna de las variantes de la social-democracia hasta llegar a algunos partidos (autodenominados) «socialistas» de Europa, cuyas políticas sociales han buscado una relativa nivelación de las rentas de todos los ciudadanos, calificada de «extremista», «insana» y «temeraria» por los pensadores de derecha. (Esa era aproximadamente la situación hasta la segunda mitad del siglo XX: las soluciones sociales que propugnan ahora en Europa los autodenominados socialistas apenas se diferencia de las que impulsan sus opositores).

Naturalmente, también hay derechistas que, sin dejar de esgrimir que solo las jerarquías convenientes permiten el incremento de la cantidad y calidad de los bienes a disposición de la sociedad, confían en la posibilidad de encontrar sistemas de distribución que palíen el sufrimiento de grandes sectores de población. Estos derechistas se consideran «moderados» o «centro-derechas», algunas de las posiciones de los cuales encuentran resonancia favorable, incluso comedida comprensión, en determinados representantes de la «izquierda moderada».

Ninguna de estas visiones «evolucionistas» de la sociedad puede ocultar la violencia sistémica, la violencia estructural que sufren los ciudadanos despojados de poder en las sociedades jerarquizadas, muchos de los cuales perecen por verse privados de medios elementales de subsistencia. O sea, se trata de una violencia que no por sorda y cotidiana es menos aniquiladora.

Sea por la razón recién expuesta, o por los golpes del destino, o por haber realizado un análisis sosegado de la historia humana, o por poseer un conocimiento íntimo de las personas, una parte de los izquierdistas arriba a la conclusión de que para cambiar las estructuras sociales se requieren acciones más enérgicas que las asociadas al convencimiento ciudadano. Tras aceptar deducción tan radical, los izquierdistas, si transforman sus convicciones ideológicas en acciones sociales, se convierten en «revolucionarios».

En virtud del sentido elemental de justicia que la causa de los revolucionarios transparenta, ella concita la pasión de muchas de las personas que carecen de criterios acendrados en sí mismas. Algunos de esos individuos, del orden establecido lamentan únicamente verse extrañados de las elites y buscan en las revoluciones su propio encumbramiento; otros se conforman con recibir una parte de los bienes acumulados por los más ricos sin involucrarse en proyectos sociales de intercambio y entrega, o sea, sin que la modificación de sus circunstancias redunde en un crecimiento personal perceptible a los demás. Los primeros son usualmente llamados «oportunistas»; los segundos, «populistas».

Ante los revolucionarios, el antídoto extremista de la derecha son los «reaccionarios», cuya existencia es anterior al surgimiento de los primeros, como bien demuestran los excesos de los oligarcas absolutos que en este mundo han sido desde las más remotas eras.

Para los revolucionarios plenamente comprometidos con la modificación raigal de las estructuras sociales, todas las vías son adecuadas, sin excluir la violencia de las oprimidas masas antisistema, cuyo empleo ocasional podría resultar imprescindible, en particular si restringen su aplicación a los límites tolerados para las contiendas bélicas, a fin de despojarla en alguna medida de irracionalidad: a la violencia permanente de las sociedades estratificadas, los revolucionarios oponen la violencia temporalmente circunscrita de las multitudes justamente exaltadas.

Cabe reconocer que hay algunos extremistas enardecidos que, en nombre de las «revoluciones», utilizan la violencia sin las provisiones expuestas. En consecuencia son merecidamente reputados de «terroristas», cuyos métodos repudiables con frecuencia observan simetría ética con los de los «fascistas» de la derecha.

Unos pocos revolucionarios, no muchos en verdad, hacen de sus convicciones, más que profesión de fe, un modo de vida: por su farisaica benevolencia, reniegan de la limosna de las riquezas anteriormente mal habidas, en pos de la distribución original equitativa de bienes. Y saberse frutos de contingencias, no cúmulos de dones biológicos ni prodigios divinos, los acerca a sus semejantes sin dictámenes ni petulancias, les permite escuchar y obstar sus humanas tendencias egocéntricas para mejor disponerse a apoyar, a suplir en los demás la carencia y remediar la falta, a inculcar virtudes sin pretensiones de honores, riquezas, distinciones o aplausos…

Estas personas están persuadidas de que solo es libre quien puede prescindir; rico quien puede carecer; sabio el que sabe ser feliz; fuerte el que no permite a su dolor convertirse en sufrimiento, y que no hay mayor dicha que vencer un reto, ni mayor alegría que la que regala el compartir, ni sentido más digno en la vida que obtener lo máximo de sí con la menor cantidad de recursos posibles.

A esos seres raros, vilipendiados por quienes no pueden emularlos en la virtud de la continencia y el desapego, orgullosamente se identifican entre sí -a despecho de listados, membresías y militancias nominales- como comunistas.

La ideología dominante actual, la ideología de la burguesía, cuenta con un «sujeto portador», la propia burguesía, que encarna en sí todos los atributos de las metas que se forjan las personas simples. Gracias a esa «objetivación» resulta fácil a las personas ignorantes, con y sin instrucción, a las cultas y a quienes únicamente persiguen propósitos individuales imaginar la condición de que gozarían de cumplirse sus designios. La burguesía es también el norte de las sociedades actuales, por lo que términos teleológicos sociales como «progreso», «desarrollo», «crecimiento», «avance» y similares adquieren contenido tomando como referente a esta clase social expoliadora.

Los comunistas de conducta, aun sin carné, comprenden sin ambigüedades que el futuro de la humanidad depende de la ideación de un nuevo paradigma existencial y su aceptación hegemónica por las mayorías. Esta transición exige la acción pública en gran escala de verdaderos comunistas en un plazo de tiempo inferior al que se denomina «generacional», so pena de verse abortado el proyecto sin portadores modélicos…

Ya la historia los ha tenido de sobra; ahora: No más fetos.

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