Sigue pendiente el conocimiento de la verdadera magnitud de muchas atrocidades cometidas por agentes de la dictadura. Ha aportado grandemente a ese conocimiento la investigación del llamado «caso calle Conferencia», de abril de l976, en que un grupo de dirigentes clandestinos del Partido Comunista, encabezado por Mario Zamorano e integrado entre otros por Uldaricio Donaire […]
Sigue pendiente el conocimiento de la verdadera magnitud de muchas atrocidades cometidas por agentes de la dictadura. Ha aportado grandemente a ese conocimiento la investigación del llamado «caso calle Conferencia», de abril de l976, en que un grupo de dirigentes clandestinos del Partido Comunista, encabezado por Mario Zamorano e integrado entre otros por Uldaricio Donaire -que con el nombre de Rafael Cortez era encargado de control y cuadros -y el ingeniero Jorge Muñoz, esposo de Gladys Marín, cayeron en una trampa instalada por la Dina. Todos fueron detenidos, incluyendo a Zamorano, herido de bala, y hechos desaparecer. Hasta hoy no se conoce lo que les ocurrió. Aunque es probable que el hallazgo de una decena de cuerpos desnudos, desfigurados y amarrados con alambres en la ribera del río Maipo, a pocos días de su detención, fuera la respuesta.
Pareció ser el comienzo de las operaciones de la Brigada Lautaro y el grupo Delfín, que desde comienzos de 1976 tenían la misión de exterminar al Partido Comunista. A pocos días de las detenciones en calle Conferencia fue apresado el subsecretario del partido, Víctor Díaz López, oculto en una vivienda supuestamente segura, con la cobertura de pariente de los dueños de casa. Díaz había remplazado a Luis Corvalán, detenido en octubre de 1973. Muchas detenciones en esa primera oleada represiva obligaron a constituir una nueva dirección con Fernando Ortiz Letelier a la cabeza, junto a dirigentes como Waldo Pizarro, Horacio Zepeda y Lincoyán Berríos. Nuevamente se multiplicaron las detenciones, las desapariciones y los allanamientos a casas que servían para contactos. Esa segunda dirección del PC fue detenida a fines de 1976.
EL JUEZ MONTIGLIO
Terminada la dictadura, la investigación fue asumida por Víctor Montiglio, el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, que se hizo cargo del caso calle Conferencia empantanado durante más de treinta años. Aprovechando la captura de Jorgelino Vergara Bravo, ex agente de la Dina y la CNI, el juez Montiglio logró que éste rompiera el pacto de silencio y abriera las compuertas a la verdad. Vergara es un testigo privilegiado. Siendo casi un niño comenzó a trabajar en la casa del coronel Manuel Contreras, jefe de la Dina. Conoció a su familia, actuando como un mozo que ayudaba en las labores de la casa. Pasado un tiempo ingresó a la Dina. Siguió siendo «el mocito» pero en algún momento se convirtió en agente de seguridad por sus condiciones físicas, su manejo de armas y técnicas de defensa personal y sobre todo, por su lealtad, reforzada por el acostumbrado juramento de silencio. Fue destinado al cuartel secreto de calle Simón Bolívar a la altura del 8000.
Con memoria fotográfica Vergara recordó ante el juez Montiglio su permanencia en el cuartel. Dio detalles, nombres, descripción de lugares, fechas, reconoció a víctimas en fotografías. La mayoría de lo que dijo coincidió con lo que ya se sabía o empezó a ser reconocido por otros agentes. En primer lugar por el comandante del cuartel, el ex coronel Juan Morales Salgado, que recordaba con afecto a Jorgelino. Luego hizo lo mismo el agente Jorge Pinchumán Curiqueo. Después vinieron los demás. Cada cual se interesaba sólo en salvar el pellejo. Se abría el secreto mejor guardado por la dictadura: el cuartel de la Dina de donde ninguno de los prisioneros salió vivo. Un campo de exterminio total y absoluto.
Fue un verdadero cataclismo. El juez Montiglio encausó a sesenta personas, desde el general (r) Manuel Contreras hasta simples agentes de todas las ramas y grados de las fuerzas armadas y la policía, incluyendo a mujeres que ocasionalmente fueron torturadoras pero que, habitualmente, ayudaban, o suministraban drogas letales a los prisioneros. El juez Montiglio falleció de cáncer en marzo de 2011. El proceso sigue abierto. Se espera pronto haya sentencia, aunque no faltan los que sostienen que todo quedará en nada.
EL MOCITO
El libro La danza de los cuervos (Ceibo ediciones, 275 pgs.) del periodista Javier Rebolledo, cuenta esta historia a través de las palabras de Jorgelino Vergara, el mismo en que se centró el documental El Mocito de Marcela Said y Jean de Certeau. Como advierte el prologuista, Jorge Escalante, primer periodista que cubrió notablemente la información sobre lo sucedido en el cuartel Simón Bolívar y el trabajo del juez Montiglio: «Nunca antes un ex agente relató tan detalladamente la crueldad recogida en esta obra. El Mocito fue un testigo dorado. Según él nunca mató ni torturó. Según él. En este libro así lo sostiene».
Jorgelino Vergara, El Mocito, accedió a hablar con Rebolledo. No solo repitió lo que ya había dicho, dijo cosas nuevas, como las alusiones al cuartel Loyola y a las relaciones entre Manuel Contreras y el empresario Ricardo Claro, según él uno de los financistas de la Dina. Siempre cauteloso para no comprometerse, no dice nada de lo que hizo siendo mayor de edad, ya que siguió en la CNI hasta 1985. Y se mantiene en lo que afirma: nunca torturó ni asesinó a nadie. Quiere salir limpio de un relato cuyo centro es la violencia exterminadora.
El Mocito no habló ni por remordimiento ni por sentido de justicia. Lo hizo por venganza, ya que sus ex compañeros querían cargarle el asesinato de Víctor Díaz y habló porque sabía que no sería imputado como menor de edad.
La danza de los cuervos se ha convertido en un libro de alta circulación. Ocupa el primer lugar en ventas en librerías (y también en las ventas ilegales). Algo interesante ya que se sostiene que los temas de derechos humanos son cosa del pasado. El autor, Javier Rebolledo, es un profesional joven con experiencia en periodismo de investigación formado con Jorge Escalante y Marcela Said. Su libro es, indudablemente, una obra destacable. Terrible y abrumadora, no solamente por lo que narra sino también por las reflexiones que provoca. Como por ejemplo la pasividad de los vecinos del cuartel Simón Bolívar, que veían a diario el trajín de los setenta funcionarios de la Brigada Lautaro y del Grupo Delfín. Percibían cómo agentes de seguridad circulaban con armas a la vista e incluso, a veces, escucharon los gritos desesperados de sus víctimas. Sin embargo, se demoraron más de veinte años en denunciarlo.
EXTERMINAR AL PC
Si el propósito de Pinochet era terminar con el Partido Comunista eliminando a su dirección, es claro que fracasó. Poco después de la detención de Fernando Ortiz ya funcionaba una dirección de reemplazo, a cargo de Jorge Texier y se mantenía la coordinación de los regionales de Santiago. A mediados de 1977 entró en funciones una dirección definitiva con Nicasio Martínez a la cabeza, integrada por Crifé Cid, Guillermo Teillier y Juvenal Ayala. El funcionamiento compartimentado, la revisión a fondo de las medidas de seguridad y la valentía de los dirigentes y militantes prisioneros, permitió encajonar el golpe represivo. Aunque todos fueron muriendo en plazos breves, en esa situación infernal en que no había esperanza alguna de sobrevivir, resistieron. Lo demuestra que no hubo allanamientos a casas que ellos conocían, ni cayeron otros dirigentes y militantes. A fines de 1976 fue asesinado Víctor Díaz, asfixiado con una bolsa plástica. Su cuerpo, como el de todos los demás, fue envuelto en plástico y metido luego en un par de sacos paperos. Amarrado a un trozo de riel, para que no flotara, un helicóptero llevó su cadáver hasta alta mar donde fue lanzado.
Los meses que vivió prisionero Víctor Díaz hacen pensar que se convirtió en un rehén que convenía conservar. Se pensó posiblemente en un canje o en que como rehén era una garantía ante posibles atentados contra Pinochet o los integrantes de la Junta. Pero al mismo tiempo era un testigo que no podía quedar vivo. Víctor Díaz fue torturado en distintas oportunidades, lo que sugiere que las acusaciones de que colaboraba con sus captores fueron simplemente maniobras de desinformación. El Mocito, y no sólo él, cree que Díaz no colaboró. Es algo razonable: si lo hubiera hecho, la Junta podría haberlo mostrado a la prensa o lo habría exhibido por televisión.
Por lo demás, el seguimiento a los comunista venía desde el mismo golpe. O de antes. Guillermo Teillier, detenido en 1974, recordaba que le había impresionado la abundante y precisa información sobre el Partido Comunista que tenían los organismos de inteligencia. Desde entonces a 1976 había habido detenciones y casos claros de colaboración, como el de Manuel Estay Reyno y René Basoa.
El Mocito no es un personaje confiable. Salvo cuando sus palabras son confirmadas por otras confesiones y antecedentes consignados en el proceso. Jorgelino Vergara sabe mucho y calla, para no ponerse en peligro y para desplegar su propio juego, un juego peligroso.
Sin embargo, quedan pendientes cuestiones importantes. Una de ellas es la dificultad para entender la coexistencia entre lo terrorífico, entre el mal desnudo, brutal, sin atenuantes ni justificaciones, con la vida corriente de los torturadores, de los criminales que fueron verdaderas bestias feroces, de los hombres y mujeres capaces de descuartizar vivo a un ser humano y que al mismo tiempo, son buenos padres, preocupados de sus vecinos, corteses, honrados, fieles devotos.
Como se vio muchas veces entre los criminales de guerra o incluso entre los peores asesinos, la banalidad del mal se convierte en una realidad que no debería entenderse, nunca, como una fatalidad. Siempre habrá lugar y esperanza para los héroes y también para los santos, en un sentido amplio como hubo (y hay) no pocos, desconocidos o ignorados. También para las personas comunes y corrientes comprometidas con la felicidad y la liberación humana, con la libertad y la comprensión de las debilidades y renuncios, que no cierran el camino a la esperanza.
Otro elemento es el comportamiento institucional de las Fuerzas Armadas que callan, imperturbables, ante las atrocidades cometidas por integrantes de sus filas. Imaginan tal vez que su prestigio no se altera por seguir manteniendo el mito de los soldados respetuosos del adversario, valientes que nunca torturarían o asesinarían a mujeres embarazadas o matarían a palos a prisioneros indefensos.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 764, 17 de agosto, 2012