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Los desafíos del Polo Democrático

Fuentes: Rebelión

Dicen que nuestro padre Bolívar, que tenía derecho a criticarnos, dijo alguna vez que cada colombiano era un país enemigo. La verdad es que Colombia fue por mucho tiempo, a pesar de la abnegación y la generosidad de innumerables luchadores populares, y como consecuencia de una política estudiada y exitosa de las élites, un país […]

Dicen que nuestro padre Bolívar, que tenía derecho a criticarnos, dijo alguna vez que cada colombiano era un país enemigo. La verdad es que Colombia fue por mucho tiempo, a pesar de la abnegación y la generosidad de innumerables luchadores populares, y como consecuencia de una política estudiada y exitosa de las élites, un país fragmentado e insolidario. Y en el orden social la insolidaridad es el peor enemigo. La dirigencia que maneja al país desde la aurora de la república supo siempre que su éxito dependería de mantener a un pueblo tan diverso por su composición y por sus costumbres, dividido para siempre. Dividido, escindido, estratificado. Aquí en nada ponen más cuidado que en enseñarnos a todos a saber a qué estrato pertenecemos. Incluso la educación, que se nos predica como la solución a todos los problemas, es ante todo una escuela de estratificació n. Hasta en una concentración del Polo Democrático vi un día algo que me desanimó. Había una sección llamada VIP, sigla nefasta que significa «very important people», gente muy importante. Y me dije con cierto sabor de frustración que si Polo permitía que se abrieran camino esos melindres clasistas, no saldríamos nunca de la Colombia del Jockey Club. Eso lo digo como una amistosa observación.
Yo creo que a ningún pueblo se le han predicado tantas diferencias. El hecho de que Colombia sea un país de extraordinaria diversidad ha favorecido esas divisiones intencionadas que nos inmovilizan y nos dejan inermes en manos de la barbarie, y los partidos políticos tradicionales fueron por mucho tiempo cátedras de odio entre los colombianos. Por eso entiendo la frecuencia con que se oye en este Congreso la consigna de Unidad, repetida muchas veces. Todos sabemos que el secreto del triunfo de un proyecto generoso y democrático en Colombia está en la conquista de la unidad. Pero ¿cuál es el secreto de una verdadera unidad? La mera voluntad no basta, se requiere un método. Esa unidad anhelada exige sinceridad y franqueza, porque no se hace unión callando lo que pensamos sino expresándolo con confianza y con lealtad. Afirmarnos en nuestras convicciones y nuestros principios sin que eso se interprete como hostilidad, sin tener que fingir que hay que estar de acuerdo en todo para poder cumplir juntos algunas tareas indispensables.
Para tener de verdad confianza en los otros se requiere conocimiento, pensamiento, y ante todo confianza en sí mismo. Estoy seguro de que aquí se está encontrando, casi por primera vez, una Colombia que no se conocía. Una Colombia invisibilizada, acallada y excluida. Es una extraordinaria oportunidad de conocer a Colombia asistir a este Congreso, y sería una lástima que no la aprovecháramos. Nada como ese diálogo, como ese intercambio de memorias y sueños, nos permitirá avanzar en la formulación de un proyecto de país que no sólo sea posible sino acertado. Para confiar en nosotros mismos necesitamos conocer lo que nos rodea: necesitamos una mezcla profunda de memoria y orgullo, sólo eso nos puede ayudar a estar seguros de lo que somos y de lo que merecemos.
Cierta vez le oí decir a Santiago García: «Los países del Occidente como la India y la China, y los países del Oriente como España y Francia». Me pareció que había un error y le dije: «Querrás decir los países orientales como la China y la India y los occidentales como España y Francia. Entonces muy amablemente me contestó: «Es que confundimos la cultura con la geografía. Como uno está mentalmente en Europa piensa que la China y la India están en el Oriente, pero para nosotros están al Occidente. Y basta mirar el mapa para ver que España y Francia están al Oriente de Colombia». Ese pequeño ejemplo bastó para demostrarme que vivimos en un mundo de convenciones.
Muy a menudo, sin darnos cuenta miramos con los ojos de las metrópolis que nos conquistaron, y en la lucha por conquistar ese orgullo y esa seguridad mental sin los cuales no somos buenos interlocutores de nadie, hace falta arraigar en nuestro mundo, conocerlo en detalle y apropiarnos de su memoria. Muchos colombianos todavía tenemos que dejar de vivir en ese país que, como una anómala figura de la geometría, tuvo siempre el centro afuera: en la corona española, en el vaticano, en la revolución francesa, en el mercantilismo inglés, en los centros comerciales de Miami. Dejar de percibir el mundo desde la óptica de las culturas dominantes.
Hace treinta años los analistas de la realidad colombiana, ávidos por hacer coincidir nuestra historia con los esquemas de Hegel, buscaban en ella la secuencia invariable del esclavismo, el feudalismo y el capitalismo. Ni se les ocurría que nuestra realidad no cabe en los esquemas de Hegel. Que aquí llegó hace cinco siglos la sociedad mercantil, el capitalismo incipiente, inaugurado por la edad de los descubrimientos; que la conquista de América propició lo que llamaba Marx la acumulación originaria del Capital, y que después de llegado el capitalismo llegó, asombrosamente, el esclavismo. Que aquí llegó primero, en los galeones de los españoles, la Contrarreforma, y sólo ahora está llegando la Reforma. Interpretar nuestra realidad exige mirarla con ojos nuevos; exige ser, a la hora del análisis, tan originales como ella.
La noticia, asombrosa para algunos, de que esto no es Europa, es fundamental para que podamos dialogar con el mundo desde nuestra realidad. La China sabe que no es Europa, los árabes saben que no son Europa, los hindúes saben que son otra cosa. Pero yo he oído importantes intelectuales que niegan que los indígenas y los descendientes de África jueguen un papel importante en nuestra cultura, gentes que creen todavía que somos españoles, que aquí no hay mestizaje. Y eso no lo decían solamente Silvio Villegas y los señores de la vieja Academia de Historia, sino gente joven de hoy. Aquí se abrió camino la ilusión de que éramos europeos, acaso por ser, como decía Rubén Darío, la América, «que aún reza a Jesucristo y aún habla en español».
Se abrió camino esa tradición de negar nuestro pasado y nuestro presente indígena, nuestro mundo afroamericano, las selvas, los ríos de barro, los caimanes, los jaguares, las dantas, los chigüiros, la mayor variedad de aves del mundo, la mayor variedad imaginable de climas. Nos dedicamos a cantarle a los ruiseñores, los únicos pájaros que no existen en esta geografía, y a decirles a las amadas en las canciones «que esperen las flores de nuestro amor en primavera, que en el verano nuestra pasión será cada vez más ardiente, que en el otoño nuestras ilusiones caerán como las hojas, que nuestro corazón será una brasa bajo las nieves del invierno». Pero nos tocó inventar la nieve navideña con bolitas de icopor porque el mundo en que creemos vivir se parece muy poco al mundo en que vivimos. Los europeos en cambio se abstienen rotundamente de decorar sus avenidas con carros tirados por jaguares, no hacen carnavales del hombre caimán, y para sus diseños prefieren inspirarse en las plantas de Europa. Viven donde viven.
Esa mala costumbre nuestra de creer que nacimos en el lado oscuro del jardín y que por eso tenemos que fingir ser de otra parte, puede simbolizarse en la figura casi caricatural de Miguel Antonio Caro, que sólo hablaba en latín bajo los alcaparros del altiplano, que jamás salió de la Sabana de Bogotá, que gobernaba a Colombia como si fuera la Roma de Propercio o de Cicerón, y que nos dejó durante cien años de soledad una Constitución para la que no había ni indios ni negros ni selvas ni tierra caliente ni lluvias del Chocó ni malocas amazónicas ni el bastón susurrante del chamán ni el arrastrar de cadenas invisibles de la cumbia ni la frenética electricidad de los danzantes del mapalé.
Yo escribí una vez sobre la necesidad de encontrar esa franja amarilla de la sociedad, en la metáfora de la franja de la bandera nacional que puede representar a las mayorías excluidas y postergadas por nuestra historia. Pero pienso también en otro sentido de esa franja amarilla: es nuestra presencia en la región equinoccial de América, en la franja solar donde se produce la mayor diversidad de la vegetación y de la fauna, en el paralelo cuatro que produce buena parte del oxígeno planetario, la franja del oro sagrado de los pueblos precolombinos, la tierra de los hombres del maíz, la tierra fecunda de todos los mestizajes, la franja con mayor actividad eléctrica del planeta, con la regeneradora capacidad de producir ozono que tiene nuestra atmósfera.
Mencionaba ayer Antonio Navarro a los grandes pioneros de este despertar ciudadano. Sí. Tenemos que ser dignos de la sangre de Gaitán y de Pardo Leal, de Bernardo Jaramillo y de Carlos Pizarro, y de tanta sangre inocente que impregna este suelo. Y también tenemos que ser dignos del ideario de Bolívar, de la sabiduría de Humboldt, del pensamiento de Caldas, de las hazañas científicas y estéticas de la Expedición Botánica, del legado de esa otra aventura inconclusa de reconocimiento del territorio, la Comisión Corográfica.
Ya que la dirigencia colombiana ha traicionado buena parte de sus propias conquistas civilizadas, tenemos que asumir nosotros el ideario de la civilización. Hacer nuestros los grandes tesoros de la lengua, enriquecidos por el diálogo con muchas otras lenguas nuestras, indígenas, africanas, gitanas. El tesoro de nuestras artes. Ese patrimonio riquísimo que un día no sólo tendremos que administrar sino en ocasiones por primera vez descifrar, revelar y compartir con el mundo. Hubo en nuestro país proyectos que presentían lo que podía llegar a ser Colombia: pienso en las Láminas de la Expedición Botánica y en el refinamiento del tesoro Quimbaya, bienes fundamentales de nuestra cultura injustamente retenidos por el gobierno español, pienso en los tesoros no divulgados de nuestra gran literatura, pienso en la saga de los ferrocarriles, en la saga de la navegación por el Magdalena. Hubo una época en que hasta los hoteles se hacían pensando de verdad en el país que tenemos. Hubo y hay una arquitectura digna de nuestra tierra. Los ingleses que vinieron a buscar oro, a construir ferrocarriles, a construir el cable aéreo más largo del mundo, inspiraron a partir de su experiencia en el Caribe y en Indochina la arquitectura en madera de las fincas de la zona cafetera que es una de las cosas más bellas y originales de nuestra tierra.
Yo creo que un movimiento popular y moderno como el Polo tiene que convertirse en el orgulloso defensor de los esfuerzos creadores realizados por millones de colombianos a lo largo del tiempo, en diálogo de talentos con el mundo. Yo creo en la necesidad de un retorno a los campos, que no será posible sin la paz. No podremos devolvernos hacia una improbable arcadia indígena: pero creo profundamente en un diálogo respetuoso con los saberes de las comunidades indígenas, en un esfuerzo consciente y continuado por conservar el legado de sus lenguas, por descifrar el tesoro de sus mitos, creo en la necesidad de un respeto profundo por su conocimiento de mundo natural. Yo sé que la farmacia del futuro para todo el planeta está en nuestras selvas. Sin darle la espalda al gran saber científico de la modernidad, hay que enriquecerlo y contrastarlo con el conocimiento de muchas culturas nativas, con el saber de nuestra propia tradición. Este tiene que ser también el partido de la maloca universal, de la piel constelada de la gran Anaconda, de la escritura del Dios en la piel del jaguar.
Cuando uno vuela sobre ciertas regiones de Colombia, ante todo sobre las orillas de las ciudades uno siente el asombro de ver dos realidades opuestas: «Cuanta tierra sin gente aquí, cuánta gente sin tierra allí». Es indudable que los colombianos debemos tomar posesión de Colombia en términos físicos, que una reforma agraria sensata, productiva, histórica, es necesaria; que la redistribució n del ingreso es necesaria; pero también hay que tomar posesión espiritual e intelectual de Colombia, conocer su geología y su topografía, su geografía y su biología, reformar la educación con audacia y con originalidad, decirle adiós a ese mundo de imposturas académicas que no valora los conocimientos reales y originales sino la sujeción a unos esquemas y la eterna subordinación a unos modelos.
Aquí tenemos el desafío del rigor y también el desafío de la originalidad. Tenemos que hacernos dignos de lo mejor de la obra de nuestros grandes pensadores independientes. Todo lector sensato encontrará en las obras de Fernando González, de Estanislao Zuleta, de tantos otros, no sólo mucho material polémico, sino el pensamiento más rebelde y más original que pueda pensarse. Hay que hacerse dignos del pensamiento rico, amplio, lleno de fecundas aproximaciones entre disciplinas y de ricas síntesis, de muchos de nuestros pensadores.
Colombia tiene grandes tareas culturales que cumplir para conquistar su cohesión como nación. No digo yo su identidad, porque sin duda no somos idénticos unos a otros, pero sí esa memoria que nos devuelva la conciencia de ser hijos de una misma historia, ese conocimiento de nuestro mundo que nos permita hablar con propiedad sabiendo desde dónde hablamos y quiénes somos, y ese orgullo de unos saberes y unos lenguajes originales que nos darán un rostro y una voz precisa en el diálogo planetario. Y nada es tan ilustrativo como el modo en que nuestro mestizaje en el arte y en la música ha sabido recibir y fusionar el legado de las grandes tradiciones americana, africana y europea. Alguien dijo que un colombiano es alguien que piensa como europeo, siente como indio y baila como africano. También de la música se puede aprender a hacer política. Concertar y armonizar instrumentos distintos, voces diferentes, ritmos y melodías diversos. Y nuestra música sí que es una síntesis prodigiosa de todos esos componentes.
El horror de la tradición política colombiana consiste en que los políticos y los gobernantes de los partidos tradicionales nunca entendieron el papel de la cultura en la vida de los pueblos. En eso sí no aprendieron jamás de España, ni de Francia, ni de Italia, ni de México. Confundían la cultura con lo ornamental, con lo bonito, con lo decorativo, con lo innecesario. También a esa ignorancia y a esa frivolidad le debemos el escenario de pasiones primarias, la violencia, la falta de debate, la falta de sutileza de nuestra vida pública. La gran cultura colombiana siempre ha sido popular y siempre ha sido menospreciada por las élites, y el Polo Democrático tiene que saber hacer de nuestra riqueza cultural su manera y su discurso. Carlos Gaviria lo sabe por fortuna más que nadie.
Quiero decir que para que el Polo pueda cumplir sus altas tareas políticas, debe ser también, y sobre todo, un movimiento cultural, debe recoger la creatividad extraordinaria de este pueblo, cuya verdadera exclusión no consiste tanto en que no se le haya dado todo lo que merece, sino en que no se ha sabido recibir de él todo lo que tiene para dar y para enseñar. Es sobre todo la exclusión, por razones clasistas y racistas, de una gran riqueza cultural.
Y el Polo debe asumir la certeza de que la política del futuro tendrá sobre todo una expresión cultural, que las banderas del futuro son el amarillo del sol y el verde de la selva, que son blancas de oxígeno y azules de agua. Porque la gran epopeya del futuro inmediato es salvar a este planeta de las maquinaciones de la codicia, de las depredaciones del gran capital, de las pestes de la guerra, de las contaminaciones de la industria, del hastío de la sociedad de consumo, y del desprecio por lo humano de un mundo sórdido y violento.
Colombia está en la primera fila de esas tareas, es una de las trincheras de la biodiversidad, de la defensa del agua y del oxígeno, de la defensa de la diversidad humana y cultural. Nosotros estamos cerca de los manantiales. Aquí está el porvenir.