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Los acuerdos son para cumplirlos

Los Emberá son las víctimas, no los victimarios

Fuentes: Rebelión

Hay que cumplir con el pueblo Emberá y esto supone garantizarle derechos. Su desterritorialización pone de manifiesto la pérdida de algunos de sus marcadores identitarios.

El desarrollo del conflicto armado en zonas del departamento de Risaralda y Chocó hizo que en septiembre de 2021 importantes miembros del pueblo Emberá salieran de sus territorios y se refugiaran en Bogotá. El sitio al cual llegaron aproximadamente entre 1500 y 1800 personas fue al Parque Nacional, hecho que creó notables tensiones. 

Después de meses de ocupar este lugar, por fin en el mes de mayo del presente año se organizó una Mesa de Diálogo constituida por voceros del pueblo Emberá agrupados en las Autoridades Indígenas en Bakatá, funcionarios del gobierno distrital, el ministerio del Interior y la Unidad Nacional de Víctimas. El espacio fue acompañado en calidad de facilitadores por la Procuraduría General de la Nación, la Defensoría del Pueblo y la Comisión de la Verdad. 

En las negociaciones que se realizaron los días 5 y 6 de mayo del presente año en el Centro Nacional de Memoria Histórica, las partes concretaron un acuerdo de 10 puntos. Esto fue lo acordado entonces:  

De conformidad con el artículo 66 del Plan de Desarrollo Distrital, el pueblo Emberá reclamaba que el gobierno distrital tuviera en cuenta el enfoque diferencial étnico a la hora de definir planes, programas y proyectos que le concernían, sobre todo por su condición de pueblo desterritorializado como consecuencia directa del desplazamiento interno. 

Concomitante con lo anterior, las Autoridades Indígenas en Bakatá exigían participar en la conversación que tuviera como principio rector la definición de la política pública que debía formularse para la población Emberá. Con este apartado se apuntaba a que los miembros de este grupo tuvieran en medio del contexto del desplazamiento, la posibilidad de vivir en condiciones dignas en Bogotá. En otras palabras: vidas resilientes. 

Un tercer aspecto fue definir la participación de los Emberá en el mecanismo habilitado de La Mesa de Enfoque Diferencial de los pueblos indígenas de Bogotá. 

El cuarto punto hace alusión al hecho de que los Emberá hicieran parte, como víctimas del conflicto en Bogotá, de la instancia definida por el distrito para tales efectos. 

Asimismo, hubo consenso en que las Autoridades Indígenas en Bakatá podrían participar en los espacios de coordinación de las alcaldías locales presentando iniciativas de desarrollo propio. Por su parte, el ministerio del interior habló de financiar proyectos productivos para quienes quisieran retornar a sus territorios, aunque nunca se planteó las condiciones de seguridad de ese retorno. O sea, que regresara el que pudiera. Un gran ejercicio de cinismo militante. 

El séptimo y octavo punto se centró en garantizar los mínimos indispensables para que la población indígena no durmiera a la intemperie, comiera, se pudiera transportar, se escolarizara a la población infantil, juvenil y se le brindara salud al colectivo. Además, se les ofreció que tendrían garantizados espacios para desplegar sus estrategias productivas a través de la venta de sus artesanías.  

Los puntos que cerraban el acuerdo eran el referido a la asistencia psicosocial a quienes habían tomado la decisión de no retornar dada las difíciles condiciones de seguridad de poder vivir en el territorio propio. A esto hay que sumarle que el acuerdo alcanzado debía traducirse en calidad de vida para la población Emberá que ahora que habita en Bogotá. 

Cinco meses después de alcanzar este acuerdo de buena voluntad, las Autoridades Indígenas de Bakatá denuncian su incumplimiento. Quizá los actos de explosiva violencia que vimos hace días fueron fruto de esa impotencia manifiesta que siente dicha población al ver como se les incumple de manera impune lo que se les prometió de modo falaz en una mesa de negociación para salir del paso. Todo parece indicar que lo único cierto era incumplir lo acordado.  

Incumplir lo pactado es un rasgo de este Estado tramposo, mafioso y violento que se ha construido en el país desde la colonia hasta hoy. Si en este periodo de nuestra historia se decía se acata pero no se cumple, en el periodo del Estado republicano ha hecho carrera el principio de se pacta pero no se cumple. Esto lo que pone de presente es la empedernida costumbre de los poderes públicos de definir acuerdos con los actores inconformes para solventar una situación de crisis, pero el objetivo último y estratégico es incumplir de modo deliberado

Muchos ejemplos de acuerdos incumplidos por parte de Estado abundan en nuestra historia y esos actos de no honrar lo acordado han terminado en horrendos ciclos de violencia y desconfianza frente al Estado. El crimen de Guadalupe Salcedo en Bogotá el 6 de junio de 1957, cuatro años después de firmar la paz con el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla, fue desconocer lo pactado. Y como el asesinato de este guerrillero liberal, el de muchos otros en Tolima, Huila y Magdalena medio. 

Otro gran acuerdo incumplido por el Estado fue pulverizar el proceso de paz con el M-19 durante el gobierno de Belisario Betancur.  Aquí los militares se atravesaron en dicho proceso y aquello terminó con los brutales y luctuosos hechos del Palacio de Justicia a principio de noviembre de 1985. La toma por parte del M-19 fue un despropósito, pero la contra-toma del ejército fue un gran laboratorio que puso a prueba la criminalidad del Estado. 

Clamoroso incumplimiento de un proceso de paz fue también pisotear los acuerdos con la entonces FARC-EP, quien como muestra de querer participar de un proceso de Apertura Democrática impulsó la creación de la Unión Patriótica. Pocos años después este partido vio asesinar a más de 3000 de sus miembros.  

De igual modo, incumplir el Estado lo acordado fue asesinar en una calle de Bogotá al líder sindical Oscar William Calvo Ocampo, miembro del Partido Comunista de Colombia Marxista-Leninista, hecho acaecido el 20 de noviembre de 1985. Calvo Ocampo se hizo célebre porque fue junto a Jaime Bateman del M-19 uno de los primeros líderes de izquierda en proponer una Asamblea Nacional Constituyente, esa que posibilitó el movimiento juvenil de la Séptima Papeleta en 1990 y que derivó en la actual Constitución de 1991. 

Criminal incumplimiento de una paz pactada fue el asesinar el 26 de abril de 1990 a Carlos Pizarro Leongómez, firmante del acuerdo de Paz entre el M-19 y el Estado. Como candidato presidencial se encontraba este el exlíder insurgente cuando fue ultimado en pleno vuelo de un avión comercial que cubría la ruta Bogotá- Barranquilla. El incumplimiento de este acuerdo fue dramático y propio de una película de Hollywood. 

Otro acuerdo violado por parte del Estado fue el asesinato de Enrique Buendía y Ricardo González, el 20 de septiembre de 1993, en Blanquicet, Turbo, mientras reunían a los integrantes del frente Astolfo González del ELN que dejarían las armas y se reincorporarían a la vida civil con la Corriente de Renovación Socialista (CRS). 

Y desde luego que incumplir un acuerdo es volver triza el proceso de paz firmado entre el Estado y las FARC, hecho que ha dejado como resultado el asesinato de más de 300 excombatientes, eso sin contar el entrampamiento del que fue víctima Jesús Santrich e Iván Márquez, a quienes la Fiscalía de Néstor Humberto Martínez en asocio con la DEA pretendieron extraditarles a EEUU sin prueba alguna. 

El incumplimiento del Estado de lo pactado con distintos tipos de actores en diferentes momentos y circunstancias termina por inaugurar nuevos ciclos de violencia. La microviolencia que se escenificó hace pocos días atrás entre la fuerza pública y la población Emberá que arrastró a otras personas con el saldo de heridos ya conocidos, pone de manifiesto que el Estado debe asumir la ética de cumplir lo acordado como principio rector de construir confianza colectiva. 

En este contexto, incumplir un acuerdo no solo es deshonrar la palabra del Estado sino autodeslegitimarse y poner en cuestión sus instituciones. Un Estado que cumple sus compromisos se robustece, amplía y profundiza la gobernabilidad democrática que encarna.  

Por el contrario, cuando el Estado incumple el consenso acordado quiebra la fortaleza de la palabra y es muy probable que este incumplimiento degenere en violencia. Cuando esto ocurre al Estado no le queda otra cosa que apelar a la violencia simbólica y física para imponer por la fuerza el restablecimiento del orden alterado que ha causado el incumplimiento de lo pactado. 

El gobierno del presidente Gustavo Petro ha heredado el dramático y lamentable caso del desplazamiento forzado del pueblo Emberá. La difícil situación que viven sus integrantes en la ciudad de Bogotá debe ser atendida de modo urgente tanto por el gobierno distrital como por el gobierno nacional porque las condiciones en que viven en la capital violan normas nacionales e internacionales que le protegen. 

La población Emberá hace parte del patrimonio étnico y cultural de la nación y es necesario protegerla, bien si consideran volver al territorio o si deciden de manera autónoma quedarse en Bogotá. Cualquiera que sea la opción, es deber del Estado garantizarles a los miembros de este pueblo condiciones para una vida digna. 

Es necesario, dado el brote de violencia a los que asistimos en Bogotá, que el gobierno del presidente Gustavo Petro se apropie de la situación y entre a resolver esta herencia dejada por el inepto, violento y corrupto gobierno de Iván Duque. Al mismo tiempo, es necesario que el gobierno de la capital avance en los compromisos acordados. Así, el gobierno nacional y el distrital están obligados a entenderse en este y otros asuntos

Por el momento que nadie me haga creer que los Emberá son los victimarios, pues sobradas y documentadas pruebas existen de que son las víctimas y hoy se les revictimiza producto del abandono que de ellos hizo el gobierno de Iván Duque. 

La presencia de los Emberá en Bogotá lo que deja ver con penetrante inquietud y con sonora urgencia, es que la Paz Total no puede ser un mero deseo, es una necesidad. La desterritorialización del colectivo Emberá pone de manifiesto la pérdida de algunos de sus marcadores identitarios. Hoy este pueblo expresa una tensión entre mismidad y cambio, adaptación y reconfiguración de su identidad. Seguramente muchos de sus usos, prácticas y costumbres se reconfiguren en el espacio urbano. El tiempo dará cuenta de ello. 

Por el momento lo que sí debe quedar claro es una cosa: Hay que cumplirle al pueblo Emberá y esto supone garantizarle derechos, no tirarle encima al ESMAD para por la fuerza hacer añicos lo acordado. 

Finalmente, los problemas sociales se resuelven en la instancia del diálogo y la negociación y en honrar lo pactado.  La inveterada costumbre de que sea la policía o los militares los que resuelvan los problemas que crean los políticos debe empezar a hacer parte del pasado.  

La cultura de incumplir lo acordado debe dar paso a una cultura de honrar lo firmado. 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.