Y, miren lo que son las cosas porque, para que nos vieran, nos tapamos el rostro» Subcomandante Marcos, 1994. Hace dos décadas los «encapuchados» recorren la historia de las sociedades latinoamericanas. Son el nuevo fantasma que aterra a las clases dominantes, a las capas medias y a los todos los sectores políticos y sociales […]
Y, miren lo que son las cosas porque,
para que nos vieran, nos tapamos el rostro»
Subcomandante Marcos, 1994.
Hace dos décadas los «encapuchados» recorren la historia de las sociedades latinoamericanas. Son el nuevo fantasma que aterra a las clases dominantes, a las capas medias y a los todos los sectores políticos y sociales que buscan mantener o remozar o retocar la sociedad neoliberal actual, sin perder ninguno de sus privilegios. Lloran y rasgan vestiduras por símbolos destruidos, pero callan ante la devastación y la explotación de la vida humana y de la naturaleza.
Los «encapuchados» como los zapatistas en México son actores políticos que deben ser parte del análisis de las formas de resistencia y de lucha que actualmente se despliegan en la sociedad chilena. Ellos están presentes y han sido parte de la lucha en contra del capital neoliberal mucho más que otros sectores políticos que hoy los critican y descalifican desde cómodos sillones parlamentarios, alcaldías o de cualquier otro sillón del poder.
Los «encapuchados» han estado presente en las rebeliones sociales y políticas de las y los de abajo en la mayoría de las sociedades latinoamericanas. Ellos han abierto y corrido los cercos del cambio político y social.
Tratarlos de delincuentes, de lumpen, de antisociales como lo hace el habla del poder y de los medios de comunicación es un equívoco y una forma de avalar la represión policial que el Estado hace de ellos. Sin duda, que sus formas de luchas son discutibles tanto como aquellos hoy hacen fila para inscribirse en las elecciones municipales.
Lo que debe reconocerse es que, desde el golpe de estado de 1973, el movimiento social y político popular, específicamente, debió, por razones de seguridad vital, encapucharse para luchar contra de la dictadura. Hoy en la «democracia protegida» el rostro al descubierto es un privilegio de algunos, de tan solo aquellos que aceptaron desde 1990 dicho orden. Pero, no de aquellos que lo han combatido desde antes de 1990. Hoy las banderas de la lucha anti-capitalista la asumen jóvenes combatientes que legítimamente ocultan sus rostros no por cobardía sino por seguridad. Para no ser perseguidos, castigados, sancionados y reprimidos, como los estudiantes de la Universidad Andrés Bello.
La capucha es un símbolo. Es la expresión de una resistencia y de una lucha política e histórica que va más allá de las luchas parciales que hoy se levantan en la sociedad neoliberal chilena.
Los encapuchados, por lo general, son jóvenes que pertenecen a diversos grupos y colectivos políticos. Muchos ellos insertos en distintas instituciones como espacios territoriales de la ciudad. Allí es donde muchos estudian y trabajan, y se forman políticamente. En distintas actividades discuten y analizan la realidad social, política, económica y cultural actual. Esos espacios urbanos periféricos, en las orillas del sistema, los encapuchados, que solo se encapuchan en las manifestaciones públicas y abiertas, discuten entre ellos y con otros los problemas de la sociedad en que habitan y soportan. En esos espacios solidarizan con las luchas de los condenados por el neoliberalismo no solo de Chile sino de toda Latinoamérica. Conforman redes de apoyo político e ideológico.
Más allá de la odiosa caricatura que los medios de comunicación como también de los actores políticos y sociales que defienden un sistema corrupto hacen de ellos, no son lumpen ni delincuentes sino combatientes políticos esforzados y comprometidos con la emancipación social.
Por esa razón, no podemos estar de acuerdo con la constante criminalización y discurso estigmatizador que las voces del poder realizan de estos jóvenes luchadores. Menos podemos estar de acuerdo con aquellos que se transforman delatores y colaboradores de los aparatos represivos. Estos solo traicionan la lucha popular.
Se les condena por su violencia. Violencia que usan para destrozar y destruir los símbolos de la dominación capitalista. En América Latina y el Caribe, la violencia es parte de la cotidianidad histórica, según los teólogos de la liberación o los cristianos por el socialismo, la violencia es estructural en el continente. El neoliberalismo en Chile se instaló violentamente destruyendo los símbolos de la democracia y dando muerte a un presidente que había asumido la lucha contra el capital. Ante la violencia de la explotación y de la devastación de la vida humana cotidiana y de la naturaleza, las y los encapuchados responden con una violencia simbólica, que destruye una vidriera de una cadena farmacéutica, de una sucursal de un banco, de una tienda comercial, etcétera. Pero nunca una vida humana. Actos violentos que no se comparan con la violencia del capitalismo que amparada en el «estado de derecho» destruye y condena a miles y miles de personas a una vida miserable y paupérrima.
Desde 1492 la cultura cristiana occidental ha destruido violentamente cientos de centros ceremoniales de los pueblos originarios de América. Ha dado muerte a sus sacerdotes y destruidos sus estatuas religiosas. En México, al no poder destruir una pirámide ceremonial de Cholula, Tlachihualtépetl, construyeron encima de ella, el Santuario de la Virgen de los Remedios . Hoy, condenan a los encapuchados que destrozaron un Cristo, a nombre de la tolerancia religiosa, la hipocresía de los obispos, curas y monaguillos, es total. La Iglesia Católica chilena, se dice, jugo un rol fundamental en la recuperación de la democracia y en la lucha por los derechos humanos durante la dictadura. Por eso, merece respeto. De acuerdo, pero, aclaremos que no fue toda la Iglesia Católica, sino algunos miembros de ella. Así, como fray Bartolomé de Las Casas, fue una excepción, como también lo fue el Cardenal Raúl Silva Henríquez, entre miles de hombres de iglesia que cooperaron abiertamente con la dictadura militar. Y, muchos celebraron la gesta de las Fuerzas Armadas, el 11 de septiembre, que los libraban del «comunismo ateo». Acaso, debemos agradecer, por ejemplo, al cura Raúl Hasbún, a Fernando Karadima, o al obispo Orozimbo Fuenzalida, entre otros tantos que hoy permanecen en su total anonimato e incluso impunidad de haber sido cómplices pasivos y activos de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por la dictadura. No, no lo podemos olvidar, es parte de la memoria histórica que se debe recuperar: no todos los miembros de la Iglesia Católica ni sus feligreses condenaron activamente la violación de los derechos humanos en Chile. Muchos de ellos la avalaron por acto o por omisión.
Como señale en otra columna la sociedad neoliberal es una sociedad violenta, violentada y, permanentemente, violentista. La televisión, por ejemplo, en manos del capital, violenta todos los días, de múltiples maneras, a la ciudadanía. Los rostros televisivos, tienen otras mascaras. Lucen la marcaras de la hipocresía, del cinismo y de la desvergüenza, de la mentira. Los medios ocultan y engañan a los públicos que los sigue y los ve. Son el rostro de la censura Como Karen Doggenweiler y su brutal censura a la pobladora de Chiloé, o el periodista que saco del aire a la estudiante, cuando esta cuestionó la forma de operar del Canal 13. Ambos, ejemplos, son demostrativo de la violencia comunicativa de los medios nacionales.
Ante toda esta violencia cotidiana actual, las y los encapuchados, se levantan con rabia, con ira y con profundo desprecio político y cultural.
Los «encapuchados» son actores políticos y sociales de la actual lucha política anticapitalista, de la misma forma como ayer lo fueron: los «barbudos», los «rebeldes», los «guerrilleros», entre otros. Como actores de la posmodernidad neoliberal, no tienen, la estructura ni las formas de organización de aquellos. Pero, que están en lucha, lo están.
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