El texto es una respuesta a Ernesto Ottone y Patricia Politzer que han calificado a los estudiantes de analfabetos e insensibles. Últimamente, de los estudiantes se ha dicho: que «ni leen» (Ernesto Ottone) y que son «Insensibles» (Patricia Politzer). Una patologización «política» que ejerce la política de la patologización sin interrogarse las condiciones que han […]
El texto es una respuesta a Ernesto Ottone y Patricia Politzer que han calificado a los estudiantes de analfabetos e insensibles.
Últimamente, de los estudiantes se ha dicho: que «ni leen» (Ernesto Ottone) y que son «Insensibles» (Patricia Politzer). Una patologización «política» que ejerce la política de la patologización sin interrogarse las condiciones que han abierto el abismo en el que nos encontramos. Justamente esas condiciones llevan el llanto de Aylwin por la reconciliación y la firma de Lagos ratificando la Constitución. Justamente, esas condiciones llevan el nombre de una frase que, sin importar si se entendió bien o mal, quedó como la fórmula que define al ethos del sistema político en que vivimos: «en la medida de lo posible». Una fórmula que significó no sólo dialogar con Pinochet, no sólo aceptar un parlamento sitiado, no sólo psicologizar a las víctimas y así administrar la verdad a contrapelo de la justicia, sino también, traer de regreso a Pinochet cuando estaba preso en Londres y redimir así los pecados de juventud con el perdón que los ex prisioneros -ahora gobernantes- habrán hecho del tirano.
Pero no sólo de Pinochet vive la transición: el modelo económico neoliberal no sólo se administró, sino que se profundizó a tal punto, con tal violencia, que la reivindicación fundamental de los estudiantes en el 2011 fue terminar con la LOCE (Ley Orgánica Constitucional impuesta por Pinochet) y el CAE (Crédito con Aval del Estado, sistema implementado por Lagos). En esa protesta se condensa el quid del asunto. Sus imágenes se anudan en un gesto que exhibe la complicidad inmanente entre democracia y dictadura. Frente a Ottone que insiste en que los estudiantes no han leído, habría que decir que han leído de manera clara un presente que él y los de su generación no pudieron ni quisieron. Los estudiantes leen. Pero leen un nuevo alfabeto que interrumpe la escena habitual de la Fronda. La Fronda ha quedado analfabeta, su narrativa ha perdido eficacia, su moral ha quedado en bancarrota.
Es menester atender a que la narrativa transitológica desplegada durante todos estos años fue la de una fábula. «Dar lecciones» frente a aquellos que en su momento vivieron el escarnio del caos, la juventud, la vivacidad de las pulsiones abiertas en ese ominoso proyecto que una vez se llamó Unidad Popular. La fábula cuenta la historia de cómo los animales se volvieron humanos. La fábula es el relato de la sujeción, aquél que insistirá en hacer de la bestia un verdadero agente moral. Por eso, la fábula ofrece una moraleja que pretende enseñar al lector y civilizarlo. Un lector que se presupone infante, ajeno a las complejidades morales de la vida y enteramente educable en la vía de una progresiva humanización (por eso, aquellos que gobiernan siempre dicen frente a toda reforma: «es un avance»).
La fábula es por, esta razón, el operador antropogenético que produce la humanidad del hombre excluyendo de sí a su animalidad. En el paradigma contractualista, ello funciona estableciendo la diferencia entre naturaleza y cultura, entre caos y ley, entre violencia y derecho. En la escena transitológica chilena, ello opera distinguiendo entre la Unidad Popular (la mala democracia, caótica, violenta, etc.) y la actual democracia (la buena democracia, ordenada, pacífica). Pero, la distinción entre el régimen político supone, a su vez, la legitimación gerontocrática: cuando éramos jóvenes nos dejamos llevar por la naturaleza, el caos, la violencia, cuando somos adultos, debemos sustituir todo por la cultura, el orden y la paz. Unidad Popular es el nombre político para «juventud» como democracia transicional será para «adultez».
La narrativa transitológica se estructura como fábula transformando así, a lo animal en humano, a lo natural en cultural, a lo caótico y violento en ordenado y pacífico. Se trató de ser «adultos» y dejar atrás la «infancia» aprendiendo la lección de 1973. «Lección» que se le adjudicó el estatuto de «moral»: en su último discurso Allende define su obstinación de permanecer en La Moneda como una «lección moral» contra los golpistas. El discurso transitológico invirtió esa figura, dirigiendo esa «lección moral» contra la Unidad Popular. La democracia se presenta así como «plena» donde asume aquello que a Allende le faltaba: la lección moral. Y entonces, es ahí donde cabe la figura de Aylwin: apoyó el golpe de Estado contra Allende y, cuarenta años más tarde, terminó venerado como un demócrata. El círculo se cierra.
La dictadura encuentra en Aylwin el ensamble con la democracia, precisamente porque fue quien introdujo el plus que todo el sistema requería para funcionar: la fábula. El verdadero «enemigo» de la democracia fue la Unidad Popular, no la dictadura: para no volver a la dictadura no debemos volver a la Unidad Popular, para no volver a Pinochet debemos conjurar a un Allende. La naturaleza debe ser gobernada por nuestra moral; el caos y la violencia, por nuestro orden y paz. Nada de utopías que sólo llevan al fracaso, gobernar consiste en alcanzar metas «en la medida de lo posible», sin rebasar los límites de la moral. Pero, ¿qué límites fueron esos, sino aquellos que impuso la facticidad de la oligarquía militar-financiera? Límites histórico-políticos, por tanto, que, sin embargo, los fabulistas fetichizaron como límites «morales» de la humanidad. Gracias a ello, los chilenos habríamos aprendido la lección y habríamos podido «reconciliarnos» y así «vivir felices para siempre».
Pero las cosas no son tan simples como querría la fábula. Todo dispositivo encuentra su límite en el exacto momento en que se realiza como tal. Después de años temor y repetición moralista, la fábula transitológica ha llegado a su fin. La calle la hizo implosionar. Mostró los dientes sobre los que se funda. Exhibió la violencia con la que se compromete y abrió el secreto con el que complicita: la dictadura. De haber sido la narrativa central de la transición, la fábula ha perdido eficacia y nuevamente la vibración de los cuerpos amenaza con extender su reino de imaginación.
Un presidente muerto y una marcha viva: los estudiantes han sido demasiado «insensibles» (Politzer) como para no asistir al funeral de uno de los redactores de la fábula, han sabido «leer» perfectamente su presente (Ottone), y la oligarquía no ha hecho más que insistir en su fábula cuya moral se consuma en el «goce» de la economía neoliberal. Este último es el reverso de la fábula y, por tanto, su extensión incondicionada, en el que democracia y dictadura, Estado y mercado coinciden plenamente: ¿qué fue el matrimonio de Ponce-Lerou con la hija de Pinochet sino la metáfora de la institucionalización de la fábula como dispositivo? ¿Qué habría sido la Constitución de 1980 sino la enorme fábula que hoy apenas se sostiene en pie? Ottone y Politzer (como en algún momento hizo Carlos Larraín al calificar a los estudiantes de «inútiles y subversivos») desesperadamente intentan reactivar al dispositivo fábula. Y, por cada «reactivación» mayor caducidad le inunda, a mayor «retorno» mayor será su comicidad. Los fabulistas se encuentran sin salida. Su fábula no les permite, como ayer, salir del atolladero en el que se encuentran. Pero en Chile ya se ha abierto una salida. Los miles de movimientos sociales la han imaginado, menos la oligarquía que aún goza de los últimos estertores de su fábula. Quizás, en la impropiedad de la lengua que lo común trae consigo y en su violencia revocatoria, ese «más allá» pueda llamarse poema.