Muy a conveniencia pasó recientemente desapercibido el Informe de la Corte Penal Internacional en donde se afirma que los Falsos Positivos sí han podido ser política de Estado. Naturalmente que el establecimiento y el gobierno en diversas ocasiones le han dado un insustancial mentís a tamaña afirmación. Ahora, impotentes ante la realidad y las crecientes […]
Muy a conveniencia pasó recientemente desapercibido el Informe de la Corte Penal Internacional en donde se afirma que los Falsos Positivos sí han podido ser política de Estado. Naturalmente que el establecimiento y el gobierno en diversas ocasiones le han dado un insustancial mentís a tamaña afirmación. Ahora, impotentes ante la realidad y las crecientes denuncias, probablemente apabullados por el ojo avizor de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, o por una eventual actuación de la Corte Penal Internacional, decidieron sobresaltados hacer mutis por el foro, más por temor que por vergüenza.
Pero si alguna responsabilidad nos cabe a quienes ejercemos el oficio de periodistas o columnistas, es la de hundir en profundidad nuestro dedo en esa llaga putrefacta que fuera tan persistente y criminalmente desmentida durante los dos desastrosos periodos presidenciales del pendenciero Álvaro Uribe Vélez. Con toda razón, la CPI subraya que las ejecuciones extrajudiciales «han ocurrido en Colombia de manera permanente durante los últimos 25 años, con su pico más alto en cuanto al número de víctimas reportadas entre 2002 y 2008»
¡Qué inculpadora coincidencia!
Hace escasos días, el Fiscal General de la Nación, Luis Eduardo Montealegre, nos advertía de 3 mil víctimas directas inocentes -nos vinimos a enterar de minusválidos que tendían embocadas a la fuerza pública y de ciegos que construían sofisticadas bombas- señalando sin esguinces ni vacilación que » hay que determinar si estamos frente a lo que se ha denominado «delitos de sistema… violaciones programáticas y estratégicamente calculadas. Ataques planificados contra derechos humanos…», añadiendo que se está estableciendo «si todo ese número de víctimas obedece a un patrón de comportamiento o era una política institucional… (porque) es que ante semejante cantidad de víctimas y detenidos de la Fuerza Pública, el sentido común indica que las muertes de humildes colombianos… no son fruto del azar.»
Así las cosas, esta visión de la Fiscalía nos permite al menos conservar la esperanza de que más pronto que tarde la aparentemente institucionalizada por el gobierno de Uribe «política oficial de los falsos positivos» responda ante la justicia y nos conduzca hasta la verdad absoluta que los colombianos, con afán y angustia, reclamamos. Y qué importa, enfatizo, si la acción de nuestra fiscalía nos priva de una contundente actuación con resonancia mundial de la Corte Interamericana de Derechos Humanos o de la Corte Penal Internacional, que todos sabemos están atentas a no permitir que la impunidad continúe vigorizando la criminalidad tantas veces agazapada en atuendos oficiales.
Y es que en reciente informe de la CPI, la gambiana Fatou Bensouda, Fiscal de la Corte, fue explícita al respecto: «Hay bases razonables para creer que los falsos positivos han sido una política de Estado; estos asesinatos, cometidos para aumentar los índices de éxito militar, podrían considerarse crímenes de lesa humanidad; dichos actos también pueden ser catalogados como crímenes de guerra.»
Pero, en fin, para ser consecuentes en términos históricos con lo que aquí planteamos sobre los Falsos Positivos, tenemos que hacer una obligada referencia al origen de éstos, al menos en lo que concierne a su inaudito auge en el periodo gubernamental del expresidente Uribe.
El régimen de la «Seguridad Democrática» bajo la inspiración de Uribe y a través de su ministro de Defensa, un personaje de nombre Camilo Ospina Bernal, concibió la Directiva Ministerial número 29 de noviembre de 2005 «que desarrolla criterios para el pago de recompensas por la captura o abatimiento en «combate» de cabecillas de las organizaciones armadas al margen de la ley…» siendo ésta la más aterradora y fascista de las ideas tendientes a liquidar la guerra contra las FARC sin el menor recato por la vida de los civiles inocentes y sin ninguna contemplación ética o moral, dando la impresión de querer estimular a la tropa a simplemente disparar y matar -a la topa tolondra-, puesto que lo único que contaba a partir de tal Directiva era el número de bajas, bien fueran del enemigo o de inermes ciudadanos.
5 millones de pesos por máximos cabecillas. 1.719 millones de pesos por cabecillas de estructuras mayores de relevancia nacional. 191 millones de pesos por cabecillas de estructuras rurales y urbanas a nivel regional. 68 millones 760 mil pesos por cabecillas de estructuras rurales y urbanas a nivel local. 3 millones 815 mil pesos por cabecillas y miembros de guerrillas, escuadras o rasos responsables de acciones a nivel local.
En todo caso, tal «estrategia» -¡qué error!, ¡qué horror!» tendría a su favor un efecto sicológico de optimismo sobre la población colombiana, y a escala mundial, de contundente y cercana victoria sobre el enemigo.
La ansiedad y el delirio triunfalista los llevó a convertir con este «donativo» a infinidad de sus «soldados y policías de la Patria» no en héroes, sino en simples criminales de guerra excitados por el dinero y extasiados frente al timbre metálico y el brillo enceguecedor de las medallerías.
¡Qué país, mi país!
(*) Germán Uribe es escritor colombiano
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.