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Los gobiernos de izquierda y la crisis de la izquierda radical latinoamericana

Fuentes: Rebelión

Entiendo por izquierda radical, en principio, lo que queda de aquellas organizaciones que nacieron bajo el influjo de la Revolución Cubana, que se lanzaron a la lucha armada y que esperaban tomar el poder para comenzar a construir la tan deseada sociedad socialista. También incluyo en esta categoría a otras organizaciones, sin experiencia insurreccional, que […]


Entiendo por izquierda radical, en principio, lo que queda de aquellas organizaciones que nacieron bajo el influjo de la Revolución Cubana, que se lanzaron a la lucha armada y que esperaban tomar el poder para comenzar a construir la tan deseada sociedad socialista. También incluyo en esta categoría a otras organizaciones, sin experiencia insurreccional, que siguen postulando como las primeras, el objetivo estratégico de construir una sociedad socialista a través de rápidas y profundas transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales.

Esta común visión «revolucionaria» de la acción política ha llevado a estos dos segmentos de la izquierda a considerar a los nuevos gobiernos que se han constituido en América Latina, como producto de victorias electorales (Venezuela, Bolivia, Ecuador, etc.), apenas como «progresistas». No es extraño leer artículos de sus principales voceros donde se enumeran y explican las razones por las cuales no pueden ser considerados revolucionarios.

Pero no es solo eso lo que tienen en común, estas dos versiones de lo que fue en alguna época «la nueva izquierda», sino también el hecho indiscutible que las dos están en crisis y que han perdido toda influencia en la vida política de sus respectivos países.

Los problemas que enfrentan son varios, pero, probablemente, el más importante tenga que ver con la crisis de las ideas socialistas.

Después del derrumbe de la Unión Soviética, de la llamada «patria de los trabajadores», el Socialismo ha dejado de ser una promesa susceptible de interesar a grandes capas de nuestras sociedades, aun en sus escalones más pobres. Esto representa también un enorme cambio en la subjetividad de ciertos sectores específicos (jóvenes, obreros, estudiantes, campesinos, intelectuales, dirigentes sindicales, etc.) que constituyeron en los años 60 y 70 del siglo pasado, el «reservorio natural» de los procesos insurreccionales. Es duro decirlo, pero hay que decirlo, la gran esperanza que despertó el socialismo al comienzo del siglo pasado, ha muerto.

Accesoriamente, esta izquierda -como todas las otras- no ha querido nunca hacer un verdadero balance del socialismo real. Todos se conforman con la explicación más simple, y superficial, de que se trató de procesos desvirtuados por la burocracia. En esta óptica el modelo de socialismo que se impuso en los países del Este queda indemne y los malos de película, fueron los que hicieron de él una experiencia histórica lamentable.

Esta interpretación evidentemente reductora de esas experiencias ha privado, a la izquierda en general, de reformular un proyecto de sociedad socialista. Así, el Socialismo ha devenido hoy un concepto vacío, al que cada uno le pone los contenidos que quiera, algunos definiéndolo como «del siglo XXI», sólo para que se entienda que no tiene nada que ver con el que existió en el siglo pasado. Pocos parecen darse cuenta que este «manoseo» conceptual contribuye en realidad a banalizarlo, a desvalorizarlo a los ojos de los pueblos.

A partir de esta crisis de las ideas socialistas se generan otras dos. Una, tiene que ver con la táctica, o camino para llegar al poder. La otra con los medios a emplear para alcanzar ese objetivo.

Esta izquierda radical sabe que, para estar en condiciones de transformar profundamente la sociedad, es indispensable tomar el poder. Ella nació con una firme vocación insurreccional, es decir, de acceder al poder por alguna de las opciones de violencia revolucionaria. Pero sabe también que estas opciones, debido a los cambios ocurridos en el mundo, ya no están a la orden del día y que probablemente no lo estén aun en el más largo plazo.

El problema para esta izquierda es que, paralelamente, está convencida que la vía electoral no garantiza en absoluto la toma del poder. En efecto, como ya se ha dicho muchas veces y lo confirman las experiencias actuales, por la vía electoral se puede alcanzar el gobierno, pero no tomar el poder.

Sin embargo, aun si aceptan a regañadientes participar en elecciones, lo hacen con la parafernalia revolucionaria de siempre y con propuestas tan desmesuradas que no consiguen retener la atención del electorado. Ese evidente «ultra-izquierdismo», que en el mejor de los casos pasa como testimonial, amplifica en la percepción de la ciudadanía la idea de una incapacidad casi genética para asumir cualquier tipo de responsabilidad y, con mayor razón, la de conducir los destinos de un país. Eso es lo que explica las performances irrisorias que obtienen en cada justa electoral.

El segundo problema tiene que ver con el medio y con el modo de intervención en la vida política, que se funden ambos en la estructura y el funcionamiento del partido. En primer lugar, esta izquierda no ha comprendido todavía que la noción de partido no puede ser la misma en una perspectiva insurreccional que en una perspectiva electoral.

El partido «de cuadros» o de «profesionales» de la política, el partido vertical, compartimentado, cuasi clandestino, sin la minima democracia interna, como lo ha querido siempre la tradición revolucionaria, no corresponde en absoluto a las exigencias de la participación electoral. La primera de estas exigencias es la de la transparencia, en la elección de candidatos, en la elaboración del programa y en el origen y la gestión de los recursos financieros.

En este aspecto vale la pena seguir con atención la experiencia del partido francés LCR (Liga comunista revolucionaria), de origen trotskista, que ha decidido recientemente disolverse y crear un nuevo partido, el NPA (Nuevo partido anticapitalista). Ha dejado de ser entonces un partido marxista clásico para devenir un conglomerado heterogéneo de voluntades dispuestas a tratar de cambiar la sociedad, o de crear un mundo nuevo. La primera consecuencia observable de ese cambio, es la irrupción en las filas de ese partido de muchos jóvenes, atraídos entre otras razones por la propia juventud de su principal líder Olivier Besancenot.

La otra dimensión del problema tiene que ver con la estrategia electoral. La izquierda radical, como ya lo he dicho en otras ocasiones, no consigue entender que la democracia burguesa, basada en las elecciones, esta concebida para generar mayorías. Mayorías que se obtienen, sea por medio de alianzas entre partidos, sea por la captación de votantes potenciales de otras tendencias.

Esta izquierda sigue creyendo que basta con dirigirse a la clase obrera y a los pobres en general, con consignas y objetivos revolucionarios, para obtener resultados por lo menos significativos, lo que no es nunca el caso. Por lo demás, aparte de no tener ninguna política de alianzas, no ha hecho nada para ir poco a poco implantándose en los diferentes niveles administrativos (municipalidad, provincias, regiones, etc.) como lo han hecho, precisamente, todos los partidos reputados «reformistas». Por lo visto, parecen ignorar también que, desde el punto de vista electoral, es en la práctica que una opción política puede adquirir una cierta credibilidad.

Actualmente entonces, cuando la perspectiva de una revolución entendida como un proceso de rápidas y profundas transformaciones, ha dejado de existir -por lo menos temporalmente-, a la izquierda radical no le queda mas remedio que adaptarse a las nuevas condiciones o condenarse a la inexistencia en la vida política. Adaptarse a las condiciones tal vez signifique simplemente hacer lo que han hecho otros movimientos, en otros países, que han conseguido catalizar los movimientos sociales, constituir una mayoría electoral y llegar al gobierno. Lo que confirma que nunca antes se ha presentado una ocasión tan favorable para lanzarse a la lucha electoral, como la presente que se caracteriza por una crisis aguda del capitalismo.

Es cierto que en el éxito de los movimientos de izquierda que han llegado a imponerse en las elecciones se ha contado con la fuerza de atracción de una personalidad reconocida (algo que es evidentemente importante), pero, tal vez, lo decisivo haya sido la capacidad que han demostrado de interpretar el profundo deseo que cambio que se ha forjado en los últimos años con la experiencia devastadora del neoliberalismo y que no se reduce a las clases más pobres de la población. Deseo de cambio que tiene que ver, entre otros aspectos, con una cierta redistribución de la riqueza, con la defensa de los recursos naturales, con el ejercicio pleno de la soberanía nacional y con la voluntad de trabajar por la unidad latinoamericana, En suma, lo que constituye un programa mínimo que, en el contexto actual, aparece no sólo posible, sino también necesario.

Se podrá decir que en esos países la tarea principal, que implique transformaciones profundas en la organización y el funcionamiento de la sociedad esta siempre pendiente. Sin embargo, por un lado, debería reconocerse que la refundación del país, mediante la elaboración y adopción de una nueva constitución, representa un paso decisivo para poder ir cada día más lejos y, por otro lado, que mientras los movimientos sociales continúen a jugar un rol importante, como lo han hecho hasta ahora, los cambios inevitablemente continuaran a profundizarse.