La renuncia del General Padilla de León sonó rara, digamos inusual, para no decir sospechosa. Un general tan general, que en general tiene buena imagen, no suele renunciar con anticipación a su retiro porque su jefe, el Presidente de la República, se va. Todo se aclaró al otro día, cuando, muy temprano, Noemí salió a […]
La renuncia del General Padilla de León sonó rara, digamos inusual, para no decir sospechosa.
Un general tan general, que en general tiene buena imagen, no suele renunciar con anticipación a su retiro porque su jefe, el Presidente de la República, se va. Todo se aclaró al otro día, cuando, muy temprano, Noemí salió a decir que lo nombraría Ministro de Defensa. Así las cosas, todo iba sobre rieles: el general compraba una docena de corbatas y Noemí aplaudía con sus dos manitas.
Pero el miércoles el Presidente le alzó la voz a la justicia, y gritó en la ceremonia de ascenso de generales de la Policía que el general Padilla de León era inocente y que nadie podía seguir maltratando a los altos oficiales, porque las Fuerzas Militares se desmoralizarían y la Seguridad Democrática se vendría al suelo; que eso era obra de los tinterillos aliados del terrorismo. Pachito Santos hizo la segunda voz y repitió, muy obediente, lo que dijo el Presidente. El Ministro de Defensa afirmó que los acusadores del general eran terroristas morales, un delito que calificó de traición a la patria, y agregó: «el terrorismo moral es a veces peor que el terrorismo de la violencia y de las balas», tesis que recuerda una declaración de Carlos Castaño en Semana: hay periodistas que «me ha hecho más daño que las guerrillas».
El Fiscal aclaró después que el escándalo se originaba en la equivocación de una secretaria, y que sólo se había dado curso a una denuncia puesta por un ciudadano. El ciudadano es, sin duda, Felipe Zuleta, abogado titulado, columnista de El Espectador y ácido crítico del gobierno de Uribe, y como tal se ha convertido -por convicción moral- en el acusador de los crímenes de Estado llamados falsos positivos. Porque detrás de las sulfúricas iras del Presidente están esos hechos, que tarde o temprano serán aclarados. La primera piedra está puesta con el informe del relator de NN.UU. para las ejecuciones arbitrarias: hay un patrón que se repite en todo el país. Valga decir: «Patrón» hace referencia al modelo: «lo que sirve de muestra para sacar otra cosa igual». En este caso, en serie. Los casos van en aumento y sumados hoy pasan de 2.000.
Lo grave no es la equivocación de la secretaria ni el trámite de la Fiscalía; es la reacción violenta del Gobierno y, en particular, del Presidente, que de hecho se erige en juez supremo de los jueces. Sus opiniones personales e intereses políticos personales prevalecen sobre los procedimientos judiciales. Defiende a su gente a capa y espada; busca hacerlos intocables por la justicia. Ayer lo hizo con Jorge Noguera, ex director del DAS, quien terminó encarcelado por paramilitarismo; después salió a intimidar a la Corte de Justicia, cuando la Honorable llamó a juicio a Sabas Pretelt; más tarde consideró que a Mario Aranguren lo meten a la cárcel injustamente, por «cumplir con su deber». Cuando la justicia tocó a su primo, Mario Uribe, saltó como una fiera; y cuando se revive el vínculo de su hermano Santiago con el paramilitarismo, por las declaraciones de un ex coronel de la Policía, acusa a un Premio Nobel de Paz y al Washington Post de ser idiotas útiles y de estar infiltrados.
Tan férrea defensa de familiares, amigos y colaboradores -su guardia pretoriana- es sospechosa y puede ir más allá de un simple gesto de fidelidad. Con la caída de la reelección, la tierra ha comenzado a temblar bajo sus pies y el andamiaje que montó -a punta de intimidación- tambalea y puede amargarle el goce de sacar del cuarto de San Alejo su tarjeta profesional. Como presidente ha sido temible; como abogado, quién sabe. Ya veremos.