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Los invisibles

Fuentes: El Espectador

Un gran historiador nos decía hace poco: «¿Por qué no hay un tren rápido entre Bogotá y Tumaco? Podríamos ir allá en cinco horas, comer una cazuela de mariscos junto a los manglares, y volver aquí al anochecer». «¿Por qué, si es el principal puerto del país sobre el Pacífico, no hay un vuelo directo […]

Un gran historiador nos decía hace poco: «¿Por qué no hay un tren rápido entre Bogotá y Tumaco? Podríamos ir allá en cinco horas, comer una cazuela de mariscos junto a los manglares, y volver aquí al anochecer».

«¿Por qué, si es el principal puerto del país sobre el Pacífico, no hay un vuelo directo entre Buenaventura y Tokio?». «¿Por qué no hay una gran ciudad verde, pionera de una nueva relación con la naturaleza, en la altillanura?».

¿Por qué, en un mundo donde las proezas tecnológicas son hechos cotidianos y las soluciones de infraestructura son posibles y admirables, a nosotros nos acostumbraron a pensar que aquí todo es imposible? Ciudades con belleza, jóvenes con empleo, pobres con dignidad, ricos con responsabilidad y un Estado eficiente resultan inconcebibles en Colombia. ¿Por qué? Por una dirigencia que nos acostumbró a la mendicidad, a la resignación, al odio y a no ver más allá de nuestras narices.

Desde hace mucho tiempo esa dirigencia busca y busca las causas de nuestros males, y cada cierto tiempo señala los sucesivos responsables de cada calamidad histórica. En los años 50 los bandoleros de la Violencia, en los 60 los estudiantes rebeldes y los revolucionarios, en los 70 la multiplicación de las guerrillas, en los 80 Pablo Escobar y los extraditables, en los 90 los paramilitares, en la primera década del siglo XXI las Farc.

Esta semana Juan Manuel Santos ha conseguido mostrarle al mundo, con gran cubrimiento mediático, que el acuerdo sobre justicia transicional al que ha llegado con las Farc es el punto clave de los diálogos de La Habana, quizá porque es el punto en el que las Farc parecen admitir que son las responsables de la guerra de estas cinco décadas. Al menos es el único punto que ha merecido ser presentado al mundo por los dos comandantes de ambos ejércitos.

Pero aunque las Farc admitan ser las principales responsables de los crímenes y las atrocidades de esta guerra, yo tengo que repetir lo que tantas veces he dicho: que es la dirigencia colombiana del último siglo la principal causa de los males de la nación, que es su lectura del país y su manera de administrarlo la responsable de todo. Responsable de los bandoleros de los 50, a los que ella armó y fanatizó; de los rebeldes de los 60, a los que les restringió todos los derechos; del M19, por el fraude en las elecciones de 1970; de las mafias de los 80, por el cierre de oportunidades a la iniciativa empresarial y por el desmonte progresivo y suicida de la economía legal; de las guerrillas, por su abandono del campo, por la exclusión y la irresponsabilidad estatal; de los paramilitares, que pretendían brindar a los propietarios la protección que el Estado no les brindaba; responsable incluso de las Farc, por este medio siglo de guerra inútil contra un enemigo anacrónico al que se pudo haber incluido en el proyecto nacional 50 años antes, si ese proyecto existiera.

Me alegra que el acuerdo entre Gobierno y Farc esté próximo, aunque no pienso que sea un regalo que debamos agradecer de rodillas, sino algo que ambas partes nos debían desde hace mucho tiempo. Tampoco creo que un mero pacto entre élites guerreras, siendo tan necesario y tan útil, vaya a garantizarnos una paz verdadera.

Lo que me asombra es que la astuta dirigencia de este país una vez más logre su propósito de mostrar al mundo los responsables de la violencia, y pasar inadvertida como causante de los males. A punta de estar siempre allí, en el centro del escenario, no sólo consiguen ser invisibles, sino que hasta consiguen ser inocentes; no sólo resultan absueltos de todas sus responsabilidades, sino que acaban siendo los que absuelven y los que perdonan.

Una vez desaparecido del horizonte de la historia el episodio de la insurgencia, volverá a ocurrir lo que ocurrió cuando fueron abatidos los bandoleros de los 50 y sometidos los rebeldes de los 60, cuando se desmovilizó el M19, cuando fueron extraditados los extraditables y dado de baja Pablo Escobar, y cuando fueron desmovilizados y extraditados y amnistiados los paramilitares: que el extraño mal de la patria, del que todos ellos parecían los culpables, siguió vivo, y aún nos tiene como nos tiene.

Pero tal vez esté llegando la hora de que la causa verdadera, profunda, persistente y eficiente de los males de Colombia se haga visible por fin. Tal vez Juan Manuel Santos esté contribuyendo sin proponérselo a remover el último obstáculo que nos impedía ver que la verdadera causa de todo es una dirigencia inepta, sin responsabilidad y sin grandeza, que nos enseñó a pensar en pequeño y a sentirnos mal por soñar que el país podía ser mejor y podía ser de todos.

El proceso de paz es importante, los diálogos de La Habana son fundamentales, los acuerdos entre guerreros son indispensables, pero la verdadera paz de Colombia exige una dirigencia distinta, un relato más complejo del país, un horizonte de propósitos más amplio y más patriótico.

No habrá paz sin un proyecto urbano adecuado a la época, sin un proyecto de juventudes lúcido y generoso, porque hoy los jóvenes son la guerra, sin un proyecto cultural de creación, de afecto y de reconciliación, porque la cultura es nuestro mayor escenario de conflictos y de necesidades.

Tal vez ya no podrán impedir que el país se aplique a soñar y a construir una nueva época. Tal vez ya no podrán llamar subversivo a todo el que pida un cambio, a todo el que quiera reformar las instituciones, a todo el que quiera ser protagonista de la historia.

Una paz sin enormes cambios sociales, sin proyecto urbano, sin una estrategia económica generosa, sin un proyecto ambicioso de juventudes, podrá ser una buena campaña de comunicación, pero no llegará al corazón de millones de personas que necesitan ser parte de ella.

Claro que ya es ganancia que el discurso anacrónico de la guerra sin cuartel, al que las élites recurrieron siempre, vaya quedando arrinconado. Nadie protesta tanto contra la impunidad como el que se beneficia de la impunidad.

La dirigencia colombiana, empeñada siempre en demostrar que sólo los otros son culpables, tal vez no admita nunca su responsabilidad, pero será cada vez más visible en su mezquindad y su ineptitud, y ya será bastante reparación que se haga a un lado y deje pasar al país.

Fuente original: http://www.elespectador.com/opinion/los-invisibles