Cuando a un punga, a un estafador, a un asaltante, a un ladrón o a un falsificador cualquiera lo acorrala la justicia, suele tener diarreas, cólicos, alarmante frecuencia de ventosidades y otros síntomas generalmente gastrointestinales. Eso ocurre con un chorizo normal, pero con Pinochet es diferente pues, cada vez que se le intenta desaforar, privar […]
Cuando a un punga, a un estafador, a un asaltante, a un ladrón o a un falsificador cualquiera lo acorrala la justicia, suele tener diarreas, cólicos, alarmante frecuencia de ventosidades y otros síntomas generalmente gastrointestinales. Eso ocurre con un chorizo normal, pero con Pinochet es diferente pues, cada vez que se le intenta desaforar, privar del atroz lujo que hace de él un intocable, se ve acometido por extraños micro infartos cerebrales que lo privan del sentido, le ocasionan desmayos, y termina en una habitación de lujo del hospital militar.
El chileno de la calle, la chilena que siente asco cuando escucha el nombre del sátrapa, el muchacho que desea creer en la justicia, se preguntan por qué a este sujeto no se le suelta el vientre como a cualquier punga cada vez que una resolución de los tribunales amenaza con tocarlo, por qué las anomalías gastrointestinales y las simples diarreas se le suben a la cabeza. Todos sospechábamos, algunos lo sabían, que este sujeto siempre pensó con esa parte del cuerpo que usamos para sentarnos, y que arriba, debajo del casco o de la gorra algunos centímetros más alta que las de los demás generales, no tiene nada más que un par de neuronas, dos o tres, pero que bastan para planear robos, desfalcos, falsificaciones y toda clase de chanchullos. Es un pillo y un cretino, pues sólo los cretinos creen en la impunidad y en poder eterno del abuso y el crimen.
Cuánta razón tuvo el general Carlos Prats al calificarlo de «bellaco de luces limitadas». Sus evidentemente falsos y más que sospechosos micro infartos cerebrales, o expresiones castrenses de diarreas mentales provocadas por el pánico a la justicia, colocan a Chile y a sus instituciones de administrar justicia en una posición de lamentable ridículo. ¿Qué credibilidad puede ofrecer un país en el que un bellaco responsable de robos, desfalcos, falsificaciones, crímenes contra la humanidad, evade sistemáticamente a los jueces y se burla de la ley mediante el viejo truco de aparentar ser un viejo chocho?
Horas antes de cada uno de sus micro infartos, se dedica a leer cuatro periódicos, organiza las transferencias de los muchos millones de dólares robados al erario chileno y a las víctimas de su satrapía, es un atleta de la gimnasia bancaria, reparte unos milloncitos a las sociedades administradas por la vieja punga, otros milloncitos a los papanatas de sus hijos y resto de parentela delictiva, y con las cuentas bien cuadradas dispone el cojín sobre el que se desplomará aquejado de otro micro infarto cerebral.
Un país que permite semejante burla, no es serio. O tal vez sí. Tal vez este ganar tiempo sea uno de los tantos secretos de la transición, uno de los tantos acuerdos a los que se llegó de espaldas a la sociedad civil, a los que padecieron los años más grises de la historia de Chile.
¿Sabremos algún día cuántas son sus propiedades? ¿Sabremos cuánto pagó por ellas y de dónde sacó el dinero? ¿No hay en Chile un contador, una de esas lumbreras que se formaban en el Instituto Superior de Comercio, los señores del «debe y el haber», capaz de decirnos «tanto ganaba según su liquidación mensual y tanto es lo que pagó por sus propiedades»? ¿Es tan difícil entregar esta información a los chilenos? ¿Cuánto ganaba como general el día en que traicionó a la Constitución y qué ahorros tenía? ¿A cuánto ascendió la paga extra como integrante de la «Junta»? ¿Le pagaron Nixon y Kissinger un aguinaldo por su traición? De los robos más que probados de la soldadesca, ¿cuál fue su parte? Cuando se autonominó «presidente» y echó a los otros tres de la «Junta», ¿se subió el sueldo, a cuánto? En los días finales de su mandato ilegal, cuando no sabía si declararse emperador o rey del fin del mundo, y se autonominó «Capitán General Benemérito», ¿qué compensación económica acompañaba su ridículo bastón de mando?
Todas estas preguntas y muchas otras precisan de respuestas urgentes, y de acciones. En nombre de la decencia más elemental todas sus propiedades deben ser embargadas como medida cautelar, evitando así que sus testaferros oculten el botín.
No dudo de la calidad de los médicos que lo asisten tras cada micro infarto cerebral, pero me permito sugerirles que por las orejas peludas del sátrapa metan dos supositorios del viejo y eficaz «Mejoral» que, como todo Chile sabe, es lo mejor para conservar la cabeza bien amueblada.
Luis Sepúlveda es escritor, adherente de ATTAC y colaborador de Le Monde Diplomatique