Colombia ha sido testigo de una serie de protestas masivas que se han prolongado durante todo abril, luego de la convocatoria a paro nacional. Las protestas responden a múltiples disparadores: una aparente “reforma fiscal” que iba a transferir aún más riqueza al 1% de la población colombiana; el incumplimiento de los últimos acuerdos de paz; y la incapacidad del sistema de salud colombiano – completamente privatizado – para contener la crisis del COVID-19. En respuesta a estas protestas, el Gobierno ha asesinado a decenas de personas, desaparecido a cientos, impuesto toques de queda en varias ciudades e involucrado al ejército. Sin embargo, las protestas continúan. Esto, porque también son una expresión de repudio a la militarización de todo en el país.
En el trasfondo del levantamiento en Colombia está la cuestión de la tierra. Una guerra civil de varias décadas ha llevado a millones de campesinas y campesinos a ser expulsadas de sus tierras, que terminaron en manos de grandes terratenientes o se utilizaron para megaproyectos empresariales. En los últimos años, en el acaparamiento de tierras por parte de las empresas entra en el juego un arma nueva y aterradora: la militarización de la conservación del medio ambiente. Desde febrero de este año, se realizaron una serie de operaciones militares en todo el país, con la participación de un gran número de soldados y policías. Entre seis lugares diferentes del país, el ejército capturó a 40 personas, a las que el fiscal general acusó de deforestación y minería ilegal. En una operación anterior, el ejército capturó a cuatro personas por delitos contra el medio ambiente, a las que el presidente de Colombia, Iván Duque, calificó de “disidentes de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)”, según un artículo de Mongabay. En otra operación realizada en marzo de 2020, los soldados ‒ que se suponía, intentaban capturar a ganaderos ilegales en parques nacionales ‒ detuvieron a 20 personas, de las cuales 16 resultaron ser campesinos que no poseían tierras ni ganado, según Mongabay. Según los militares colombianos, en 2020 se realizaron ocho operaciones mediante las cuales se “recuperaron más de 9.000 hectáreas de bosque” y se capturaron 68 personas, 20 de las cuales eran menores de edad, según el artículo ya citado.
Lo que los militares llaman bosque “recuperado” es un territorio vaciado de su gente. La iniciativa general, que comenzó en 2019, se denomina “Operación Artemisa”. Despliega lo que un artículo del City Paper (Bogotá) llama “los eco-guerreros de metal completo de Colombia” en un esfuerzo por reducir la deforestación en un 50%, como dijo el presidente Duque a Reuters.
Con tanta defensa militar de la selva, surgen varias preguntas ¿es la deforestación un problema que puede resolverse con armas? ¿Se puede salvar la selva con detenciones masivas? ¿Se puede confiar en que los mismos militares que mataron a miles de personas inocentes, mayoritariamente campesinos y campesinas, en un intento de inflar sus estadísticas de número de muertos, protejan el medio ambiente?
La Amazonía amenazada
La deforestación de la Amazonía es un problema real. La Amazonía colombiana comprende alrededor del 42% de la superficie de Colombia y el 6% de la superficie total de la Amazonía, con Bolivia y Venezuela cada uno haciendo otro 6%, Perú 9% y Brasil 66% de la superficie total de la Amazonía.
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, hizo campaña con la promesa de “desarrollar” la Amazonía y ha dado rápidos pasos para hacerlo. También en Colombia se ha producido una rápida deforestación, a un ritmo de entre unas 100.000 y 200.000 hectáreas al año a partir de 2018. Los mayores motores de la deforestación son la ganadería, la quema, el cultivo de coca y amapola y la expansión de las carreteras y la minería. Si la tasa de “recuperación” ‒ que se define como el desalojo de la zona por la fuerza militar ‒ sigue el patrón de 2020 de 9.000 hectáreas en un año, los “ecoguerreros de metal” del ejército están trabajando al menos 11 veces más lento para detener la deforestación. Esto plantea preguntas sobre lo que realmente está sucediendo en Colombia y por qué.
La Amazonía está protegida por la Constitución colombiana, al igual que los derechos territoriales de los pueblos indígenas. Entre estos derechos está el del consentimiento libre, previo e informado ante cualquier plan de desarrollo. Existen varios foros a través de los cuales los pueblos indígenas pueden, en teoría, ejercer estos derechos. Entre ellos se encuentran la mesa permanente, la comisión nacional y la Mesa Regional Amazónica. Una parte muy importante de la Amazonía colombiana ‒ más de la mitad ‒ está, por ley, bajo jurisdicción indígena.
Estas tierras son codiciadas por los intereses empresariales.
Derechos de los inversores impugnados en los tribunales
La herramienta más poderosa del acaparamiento de tierras por parte de las empresas no pretende proteger el medio ambiente: “es el marco del libre comercio”, consagrado en los acuerdos internacionales, que el célebre lingüista y filósofo Noam Chomsky ha argumentado que sería mejor denominar “acuerdos de derechos de los inversores”. Pero este marco siempre es cuestionado por los pueblos indígenas y por los tribunales que tienen un mínimo de independencia.
Hay muchos ejemplos de casos en los que los pueblos indígenas han acudido a los tribunales para defender sus derechos sobre sus tierras. Cuando se descubrió que la empresa minera canadiense Cosigo Resources Ltd. realizaba actividades ilegales en un parque nacional del Amazonas y fue investigada por la Corte Constitucional de Colombia, la empresa llevó a Colombia a un arbitraje en Texas, donde el asunto debe llevarse a cabo según las normas de la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (CNUDMI). Cosigo Resources Ltd. alegó que las protecciones constitucionales colombianas en el Parque Nacional Natural Yaigojé-Apaporis violan las obligaciones de Colombia de proteger los derechos de los inversores en virtud del Acuerdo de Promoción Comercial entre Estados Unidos y Colombia. Esta es una batalla en curso.
Otra empresa minera canadiense, Auxico Resources, está intentando extraer el oro y el coltán (un ingrediente clave en los teléfonos móviles) bajo el Amazonas. Auxico Resources firmó un Memorando de Entendimiento con el gobernador de Guainía, Javier Zapata, para la “producción de minerales”, según Minería Pan-Americana. En 2018, Zapata anunció que el 80% de las tierras habían sido concedidas a Auxico Resources. Zapata está ahora en prisión por corrupción. Pero Auxico sigue trabajando en la zona. En 2019, el presidente Duque anunció la creación del nuevo municipio de Barrancominas en el Guainía, adelantándose a una iniciativa de las comunidades indígenas (el 85% de los habitantes del Guainía son indígenas) de la región para establecer sus derechos sobre la tierra.
Una tercera empresa, Amerisur Resources (ahora GeoPark), obtuvo una licencia para realizar prospecciones petrolíferas en el territorio indígena siona del Putumayo, en el sur de Colombia (en la frontera con Ecuador y Perú), una comunidad de 2.600 personas que lleva décadas siendo atacada por paramilitares y narcotraficantes; los registros policiales muestran 23 masacres distintas en el Putumayo entre 1993 y 2014. La comunidad juró en 2014 no permitir la explotación petrolera en su territorio. En 2018, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos “ordenó medidas cautelares para proteger” a los siona, y un juez colombiano también declaró que esto “enviaba un mensaje claro” y ordenó que Amerisur Resources cesara su proyecto de exploración petrolera allí, según un artículo de El Espectador. El juez ordenó la suspensión de las licencias de exploración en una de las reservas. Amerisur Resources se apresuró a anunciar que continuaría con la explotación porque, al parecer, se había realizado la “consulta previa”, un derecho contemplado en la Constitución colombiana. La batalla continúa hasta el día de hoy, y la empresa sigue insistiendo en que ha cumplido con el requisito constitucional del consentimiento previo en algún momento del pasado.
En 2010, en Ecuador, los militares propusieron crear un bosque “protegido” controlado por el ejército en el territorio de los siona, que fue rechazada. En julio de 2020, el gobernador siona Sandro Piaguaje anunció a GeoPark que “van a perder, porque no podrán sacar ni una gota de petróleo de nuestro territorio”. Sin embargo, ahora están apareciendo alertas de deforestación en todo el territorio siona junto con informes de narcotráfico. Los siona temen que estas alertas sirvan de pretexto para que los militares entren en la zona e inicien un proceso que culminará con la entrega del territorio a GeoPark.
Al hablar de los intereses corporativos en la Amazonía, no hay que olvidar el caso de Steven Donziger y Chevron en Ecuador. En 1993, Donziger emprendió una demanda histórica contra el gigante petrolero Chevron, que había contaminado la Amazonía en Ecuador y devastado a las comunidades indígenas del lugar. En 2011, un tribunal de Ecuador ordenó que Chevron pagara 9.500 millones de dólares por daños. Chevron no pagó y luego procedió a utilizar el sistema judicial estadounidense para perseguir a Donziger, que actualmente vive su segundo año de arresto domiciliario en Nueva York.
Burbujas ambientales desplegadas contra los campesinos
Por muy elevado que sea el coste de las batallas judiciales, los pueblos indígenas han demostrado que su lucha dentro y fuera de los tribunales para proteger el medio ambiente a menudo puede tener éxito. Para las empresas ávidas de tierras, la conservación militarizada ha surgido como una alternativa estratégica a las arriesgadas batallas judiciales. Junto con la Operación Artemisa, Colombia ha desplegado una estrategia de “Burbujas Ambientales”, que comenzó en 2016. En 2017, los militares colombianos participaron en una serie de ejercicios militares en la Amazonía llamados “Operación América Unida”, conjuntamente con los Gobiernos de Perú, Brasil, Canadá, Panamá, Argentina y, por supuesto, Estados Unidos. El entonces presidente de Bolivia, Evo Morales, se negó a participar.
Las Burbujas Ambientales son operaciones sorpresa, que se hacen públicas después de que los militares hayan realizado una operación para proteger alguna zona contra la actividad ilegal. Cada estado (departamento) de Colombia obtiene una “fuerza de reacción rápida para realizar tareas de monitoreo, prevención, control y vigilancia contra las causas de la deforestación.”
En 2018, organizaciones campesinas expusieron ante el tribunal #JuicioALaDeforestación lo que las autoridades han hecho en nombre de la conservación. En el Parque Nacional Natural La Paya, un delegado campesino de la Asociación de Trabajadores Campesinos de Leguízamo, al informar sobre los “supuestos abusos contra la población civil por parte de las autoridades en las zonas”, dijo: “Todas sus pertenencias, casas y animales fueron quemados durante la intervención”. Y continuó: “Los campesinos no somos la razón de la deforestación. El gran terrateniente, que se apoderó de mil hectáreas del parque, se pasea libremente sin problemas”. A lo largo de 2018-19 se realizaron otras cuatro operaciones militares del mismo tipo.
El caso de Labarce, en el departamento colombiano de Sucre, también es instructivo. Los afrocolombianos, algunas de cuyas familias habían llegado a la zona ya en 1916, vieron cómo sus tierras pasaban a formar parte de un parque nacional ‒ el Santuario de Flora y Fauna el Corchal ‒ en 2002. Sus territorios se convirtieron de repente en “terra nullius”, tierras “vacías”, la misma excusa que se utiliza para despojar a los indígenas de sus tierras en todo el continente americano, incluidos Estados Unidos y Canadá, donde tienen su sede las empresas mineras. Los campesinos se presentaron de buena fe para cooperar con el proceso y tenían derechos según la ley. En las décadas que llevan viviendo allí, han protegido la biodiversidad de la zona y han mantenido un territorio circunscrito sin expandirse más allá de la selva. Aun así, se les clasificó como ocupantes ilegales de sus propias tierras. Hay muchos otros casos de campesinos que de repente son declarados intrusos, generaciones después de que sus antepasados se animaran a “colonizar” las tierras.
El ambientalismo debe ser desmilitarizado
La toma de posesión de la conservación por parte de las fuerzas militares no es exclusiva de Colombia: el académico keniano Mordecai Ogada ha escrito sobre la misma dinámica en muchos países de África. Escribe en su página web: “El amor de un extranjero por nuestra fauna y flora suele ser una medida de su odio hacia los pueblos indígenas”. Si la “conservación” se puede apropiar como un eslogan para desplazar a los pueblos indígenas, es hora de repensar el concepto. Es hora de descartar el maltusianismo, la fantasía de las “tierras vacías” y el apocalipticismo que subyace en demasiadas ideas ecologistas.
Se calcula que la Amazonía tiene 13.000 años de antigüedad, y que la región ha estado habitada durante 19.000 años o más; en otras palabras, hay una razón para considerar la posibilidad de que la selva tropical más salvaje que se pueda imaginar sea en realidad un paisaje cultural creado conjuntamente por los seres humanos y otras especies. En el libro 1491: New Revelations of the Americas Before Columbus, el autor Charles Mann da varias estimaciones sobre qué fracción de la Amazonía fue creada por los indígenas; una estimación prudente es que “alrededor del 12% de la selva amazónica no inundada fue de origen antrópico (directa o indirectamente creada por los seres humanos )”, otro investigador dice que “todo es creado por los seres humanos”, y, según otro investigador, “la frase ‘entorno construido’… se aplica a la mayoría, si no a todos, los paisajes neotropicales”.
Con la autoridad de los Parques Nacionales Naturales de Colombia usada para desplazar a los campesinos, una propuesta para romper este conflicto es el concepto de “Parques con Campesinos”, que convertiría a los campesinos en socios de la conservación, en lugar de ponerlos como enemigos del medio ambiente.
La mejor arma contra la deforestación no es un arma. Es dar a los campesinos seguridad en la tenencia de la tierra, para retomar las prácticas sostenibles que han preservado la vasta y gloriosa Amazonía. El actual Plan Nacional de Desarrollo bajo la Operación Artemisa, que pretende servir a los objetivos de “conservación”, la vería reducida a un conjunto de áreas protegidas desconectadas, cortadas por carreteras, rodeadas de bloques de petróleo, presas hidroeléctricas, zonas fumigadas y minas, como los mapas presentados por los activistas de Amazon Fore. La presencia de comunidades y cuidadores en la tierra ‒ no de “eco-guerreros de metal” ‒ es la única forma fiable de detener la deforestación.
La forma de salvar el planeta no es que la institución más destructiva del mundo ‒ el ejército moderno ‒ cree “burbujas” vacías de seres humanos, para luego reasignar esa tierra a las empresas petroleras y mineras. La forma de salvar el planeta es devolver la tierra a las personas cuyas prácticas aseguraron la asombrosa biodiversidad que hemos disfrutado durante milenios.