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Los millonarios

Fuentes: “Punto Final”, edición Nº 731

Los millonarios tienen un no sé qué que fascina. Rayando en la perfección, empresa a la que le meten mano, termina siendo un ejemplo de eficiencia. Ya sea la fusión de grandes bancos, la transmutación de un país o un golpe de Estado. En un corto lapso, los millonarios cambiaron la esencia del país creada […]

Los millonarios tienen un no sé qué que fascina. Rayando en la perfección, empresa a la que le meten mano, termina siendo un ejemplo de eficiencia. Ya sea la fusión de grandes bancos, la transmutación de un país o un golpe de Estado. En un corto lapso, los millonarios cambiaron la esencia del país creada en una vida centenaria. De pobrecitos ateridos en el último rincón del mundo, pasamos a ser objeto de la admiración y envidia de quienes aún no saben cómo se hacen las cosas.

Rendidos a las fallas inevitables de la democracia, los millonarios han levantado ciudades alejadas de la chusma, fundado universidades que evitan la contaminación con ideas diabólicas que pululan en cotas menores a la mil, y construido carreteras que los llevan directamente a los aeropuertos en aquellos incómodos e inútiles días de elecciones.

Los ricos no creen en el infierno ni en el cielo. No lo dicen, pero esos cuentos de camellos pasando por ojos de agujas los consideran para minoristas, no para ellos. Como las pruebas empíricas no han podido demostrar la existencia del paraíso celestial, gozan del paraíso terrenal que sus grandes utilidades les prodigan. Pero, como nunca se sabe, no consideran superfluo cultivar amistad con prohombres de la Iglesia, y dando muestras de una lealtad insuperable, han apoyado a sus confesores aun cuando hayan sido sorprendidos en terrenales y libidinosas tocaciones, alejadas de su vocación virginal.

Amigos de sus amigos y de la caridad silenciosa, han retribuido con súbita generosidad a todo el que les haya desbrozado el camino de gentuza molesta, y a cada uno le han ido con un óbolo en Londres, Peñalolén o Punta Peuco.

Sabedores que el mundo da vueltas más de lo necesario, ponen sus huevitos en tantas canastitas como solicitudes tengan y, convencidos de que dar a todos alguna cosita es un ejemplo democrático, financian a Izquierda, derecha y centro, a condición de que las solicitudes cumplan con formalidades coherentes con la contabilidad.

Los millonarios desprecian a los tontos dedicados al servicio público. No les cabe en la cabeza esa gente rara que se hace problemas con cuestiones que no se pueden vender ni transar en la Bolsa. A pesar de eso, tienen por los políticos cierta admiración, expresada en el secreto de abultadas carpetas en las que constan sus evoluciones, sobre todo aquellas que no aparecen en los diarios.

Antes abjuraban de la ciencia. Le temían a lo que no alcanzaban a comprender como algo de fácil venta y buenos retornos. Hoy, la han desarrollado para sus propios fines enfermizos por la vía de arrendar mano de obra calificada y por la de crear sus propias universidades.

Sospechan de todo aquel que no ha sido capaz de llegar a tener mucho. Y se ríen de quienes creen en el trabajo honrado como fuente de riqueza. De los pobres, piensan que son frutos de una vocación extravagante.

Los millonarios encuentran más entretenido subir el Everest que participar en una elección, construir centrales eléctricas que asistir a sesiones parlamentarias, comprar jueces que redactar leyes, arrendar curas que ir a misa. Y gozan mirando hacia abajo a todos los demás, sintiendo que nadie la tiene más grande.

Gustan de tomar café con autoridades judiciales y gozan ridiculizándolas, disculpándose por la bajeza de haberlo hecho. A sus hijos ya no los envían a las academias militares, sino a universidades norteamericanas o europeas, o, si la cabeza no dio para tanto, a vivir en un departamento de la Quinta Avenida y a frecuentar los restaurantes de las actrices de Sex and the City, en «New York».

Un millonario promedio tiene el convencimiento que la Tierra da para mucho más aún, y de los agoreros que anuncian calamidades por la sobreexplotación de los recursos naturales del planeta, dicen que piensan así sólo hasta que comienzan a ganar dinero.

Es que los millonarios tienen desarrollada una alexitimia, producto de haber nacido en el desangelado mundo de los negocios en donde los sentimientos no cuentan. Duros, cicateros, intransigentes, resulta una curiosidad encontrar un millonario gustoso de la cumbia, del lomo vetado, de la declamación poética. Prefieren la información instantánea, el dato preciso, la decisión fría y, por sobre todo, llegar primero.

No ocultan sus sospechas de aquellos colegas millonarios que tienen esos ataques extraños, incomprensibles e innecesarios, que los hacen entrar a la arena política. La pregunta que se hacen en estos casos es: ¿para qué? Por eso no entienden ni van a entender a Sebastián Piñera en su aventura como presidente de la República. ¿Qué sentido tiene para un millonario encarnar la primera magistratura de la nación, si con mucho menos esfuerzo y problemas se pudieron tener como propios a sus antecesores y, sin duda, tendrán comiendo de su mano a cuantos le sucedan?

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