La persecución, la desaparición y el asesinato de dirigentes y militantes expresan el escenario central de este país sudamericano. Un balance actual e histórico.
La persecución a la dirigencia sindical, a los líderes sociales y a los activistas de derechos humanos, pero sobre todo el asesinato y desaparición de varios de ellos, constituye la alarmante situación que enfrentan diariamente los movimientos sociales en Colombia. Esta crítica situación de permanente amenaza y zozobra se debe en buena medida a los efectos que viene tendiendo el ya inveterado conflicto armado interno colombiano, por un lado, y por otro, a las políticas neoliberales que en este país se implementaron a partir de la década de los años 90 y que han tenido su mayor esplendor durante los dos últimos gobiernos: el de Andrés Pastrana y el de Álvaro Uribe Vélez, quien logró en 2006 su reelección para un segundo mandato.
En lo que va de 2008 se han reportado 25 asesinatos de sindicalistas y el panorama para el sector sindical es de suma gravedad, puesto que no sólo desde el gobierno se promueve en forma sistemática la precariedad laboral y la tercerización de la contratación de trabajadores, sino que a diario sus representantes y voceros perseguidos y amenazados de muerte.
Las cifras de la Escuela Nacional Sindical respecto de la persecución, homicidios y hostigamientos a las organizaciones y líderes sociales de las centrales obreras hablan por si solas: entre 1986 y 2007 se produjeron 42 allanamientos ilegales a sedes sindicales; 207 atentados, 144 desapariciones forzadas, 1399 desplazamientos forzados, 549 detenciones arbitrarias, 2570 homicidios, 163 secuestros y 43 casos de tortura.
Gracias al proceso de privatización de las empresas públicas y al modelo neoliberal, hoy en día en Colombia los trabajadores sindicalizados representan apenas el 4.7 por ciento del total de la fuerza laboral que asciende a 18 millones de personas, de las cuales cerca del 60 por ciento labora en la informalidad y, por ende, no cuentan con seguridad social.
Pero si en el ámbito sindical la cosa es preocupante, los sectores indígenas y afrodescendientes de Colombia vienen afrontando persecución y desplazamiento de sus tierras por parte de los escuadrones de paramilitares, que les arrebatan sus tierras para cultivos de palma africana, auspiciadas por empresas transnacionales que tienen el aval del gobierno del presidente Uribe.
Los diversos movimientos sociales que en la década del 70 tuvieron alguna influencia en Colombia se fueron diezmando por la política de criminalización de la protesta ejercida por parte del Estado. Por eso hoy en este país el movimiento social prácticamente ha sido diezmado y su presencia se reduce a las organizaciones sindicales e indígenas que buscan alzar su voz ante las inmensas presiones y amenazas de que son objeto.
El gobierno de Uribe ha satanizado el movimiento social vinculándolo con la guerrilla de las FARC, o simplemente deslegitimándolo. Lo considera como un enemigo interno, siguiendo los mismos parámetros de la doctrina de la Seguridad Nacional de hace aproximadamente 40 años y cuyos elementos ha recogido en una versión renovada que denomina «Seguridad Democrática».
Colombia se ha convertido en punto de referencia necesario tanto para los países vecinos como Ecuador, Perú, Venezuela, Panamá y Brasil por los efectos que está teniendo su conflicto armado, así como para los Estados Unidos. Al fin y al cabo los Estados Unidos tienen un interés geopolítico en Colombia y por eso no es gratuito que el gobierno de Bush como el Congreso norteamericano se hayan interesado por ampliar el Plan Colombia, para intervenir en asuntos de seguridad nacional. En tal sentido dicho Plan no está concebido solamente para combatir el narcotráfico sino también a los grupos guerrilleros que Washington los tiene catalogados de terroristas.
Y es que como lo señalan expertos militares y politólogos, la historia enseña «que no hay un conflicto en el mundo detrás del cual no exista un interés geopolítico».
En contraste con los intereses norteamericanos, la Unión Europea se ha opuesto al Plan Colombia porque conoce de los oscuros intereses que se esconden detrás de él.
En efecto, tras el Plan Colombia se esconden millonarias partidas en dólares que han ido a irrigar a la industria bélica de los Estados Unidos y a varias campañas de los políticos gringos que aprobaron en el Congreso este proyecto de guerra y muerte gracias a que recibieron grandes partidas económicas de las empresas de mercenarios que hicieron cabildeo para que se lograra su viabilización.
Como consecuencia del rompimiento del proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) por parte del entonces presidente Pastrana el 20 de febrero de 2002, el discurso belicista del candidato en esa época, Álvaro Uribe Vélez, fue ganando mayor validez: En gran medida porque la metodología de negociación utilizada fue mal concebida, habida cuenta que el propio gobierno aceptó negociar con las FARC en medio del conflicto. Esta circunstancia permitió al grupo guerrillero demostrar su fortaleza tanto militar como política en la mesa de negociaciones y debilitó paulatinamente al gobierno, debido a que como éste en el plano interno no tenía mayores acciones que mostrar prefirió ceder a todos los requerimientos y presiones de las FARC.
El fallido proceso de paz dejó en claro que el gobierno de Pastrana tenía voluntad política de paz pero carecía de estrategia para negociar, mientras que las FARC no demostraron mayor voluntad de paz, pero si buena estrategia para negociar.
Esta coyuntura favoreció ampliamente la postura de mano dura preconizada durante la campaña electoral por Uribe Vélez y la población colombiana cansada y exasperada de la degradación del conflicto prefirió ese discurso, dándole la victoria en primera vuelta el 26 de mayo de 2002 a este dirigente antioqueño, defensor a ultranza de las políticas neoliberales y con posiciones políticas de ultraderecha.
El presidente Uribe Vélez, tan pronto como asumió la Presidencia, dictó sendos decretos para declarar el estado de Conmoción Interior (estado de guerra), al tiempo que inició una política soterrada pero sistemática contra todos los organismos defensores de derechos humanos por considerarlos cómplices de la insurgencia colombiana.
Asimismo, ha buscado involucrar directamente a los ciudadanos en el conflicto armado para que a través de millonarias recompensas delaten a quienes consideran sospechosos, con lo que se desató una verdadera cacería de brujas, como en los mejores tiempos de los regímenes totalitarios.
Sin embargo, esta política de Uribe de mano dura y de tierra arrasada no es la primera vez que se pone en marcha en Colombia. Más de una docena de gobiernos anteriores han experimentado la misma estrategia de la salida militar y todos han fracasado.
Y es que pese a que las Fuerzas Armadas colombianas son las mejor dotadas y entrenadas en Latinoamérica y cuentan con excelentes recursos tecnológicos suministrados por el Pentágono, no han demostrado mayor eficacia en su lucha contrainsurgente, pues en todos los años que llevan enfrentando a grupos guerrilleros como las FARC o el ELN han sido incapaces de doblegarlos o disminuirlos. Todo lo contrario, en la medida en que el conflicto armado se ha intensificado, estos grupos han crecido aún más militar y financieramente.
Aunque parece que los colombianos en este sentido no han aprendido la lección, el hecho de que hayan llevado al poder a Uribe Vélez, un disidente liberal de ultraderecha que cuando fue gobernador de Antioquia privilegió a los grupos paramilitares y auspició la creación de bandas privadas de vigilancia que se conocieron con el nombre de Convivir, tiene el claro mensaje de que amplios sectores sociales desesperados por la degradación del conflicto buscan una salida de fuerza al costo que sea.
Obviamente que esta situación dará pábulo a una mayor intervención de los Estados Unidos en el conflicto colombiano, pero Uribe Vélez es un presidente entregado y genuflexo a los dictados de Washington, igual o aún más que su antecesor Andrés Pastrana. Al fin y al cabo quienes respaldan a Uribe creen que el apoyo gringo es definitivo, sin tener en cuenta las verdaderas intenciones del Departamento de Estado: poner orden y disciplina en Colombia a cualquier precio no con miras a solucionar los graves problemas de su población sino a crear condiciones necesarias para lograr incrustar a este país en el modelo rentable de la globalización norteamericana.
Dentro de la estrategia de Estados Unidos y de los planes de Uribe Vélez está el de involucrar a la región latinoamericana en el Plan Colombia para contener los efectos del conflicto colombiano.
El Estado colombiano, al iniciar el tercer milenio, es una ficción. Arrinconado y sustituido en sus funciones por organismos paraestatales como guerrilla y grupos paramilitares, el Estado a duras penas puede cumplir su tarea de garantizar los más elementales derechos de la sociedad. Y peor aún, ante el escalamiento del conflicto armado y sus dramáticas consecuencias, es muy probable que lo que queda de Estado en Colombia, termine en una situación tan precaria que pierda toda capacidad de negociación con los grupos insurgentes y se exacerbe la confrontación.
Aspecto central de las preocupaciones de la sociedad contemporánea y de las democracias es la legitimidad de sus instituciones políticas por cuanto que los actos humanos son legales cuando se ajustan a la ley y las instituciones son legítimas cuando hunden sus raíces en la confianza del consenso colectivo.
La legitimidad debe asegurar que las instituciones respondan a las circunstancias sociales de la época con el fin de que sean instrumentos idóneos de gobierno y puedan brindar cauces transparentes a las distintas expresiones de la sociedad en su aspiración colectiva de mejorar sus condiciones de vida.
Históricamente se puede señalar que el Estado de Derecho en Colombia, aunque ha sido puramente formal, se ha visto signado por los siguientes factores: no han sido recurrentes en el país los golpes de Estado de tipo militar, el bipartidismo liberal-conservador, muy desgastado, anquilosado y corrupto, ha sido el canal político inadecuado de representación mayoritaria por el que ha fluido aparentemente la opinión pública; el consenso político ha sido fundamental en la aprobación de las reformas constitucionales a partir del malhadado experimento del Frente Nacional.
Pero ha sido un consenso entre las elites. Un consenso exclusivo y excluyente, por lo que el sociólogo francés Alain Touraine sostiene que uno de los principales problemas de Colombia es que la oligarquía no ha tenido una apertura nacional popular. Como no ha habido espacios para lo que se ha querido denominar «populismo» o mejor, irrupciones populares como sí las hubo en Argentina con Perón, México con Cárdenas, Chile con Allende, Perú con Velasco Alvarado, Venezuela con Hugo Chávez, Bolivia con Evo Morales, Perú con Rafael Correa, en Colombia esta carencia se ha reflejado en la irrupción de microempresas electorales corruptas que terminaron reemplazando a los partidos políticos tradicionales, y en la aparición de grupos contestatarios que, en la mayoría de los casos, han optado por la vía armada.
Para bien o para mal, los gobiernos calificados de populistas en América Latina han dado escape en algún momento de su devenir histórico a las presiones sociales, habida cuenta que es un hecho de que los sectores medios y bajos de la población han tenido la oportunidad de manejar las riendas del poder, que la hayan desaprovechado o no, es otro cuento. En cambio en el caso colombiano, esa marginación de los sectores populares y los movimientos sociales configuró fenómenos de corrupción como el clientelismo político, el contrabando y el narcotráfico que a lo largo del siglo XX provocaron gran parte de la movilidad social y la aparición en la década de los 60 de los grupos guerrilleros.
Esta es una razón fundamental para que hoy en día el supuesto Estado colombiano se encuentre erosionado al enfrentar un poder paraestatal constituido por las organizaciones insurgentes que dominan políticamente gran parte del territorio nacional y se disputen con las autoridades estatales la capacidad de mando y conducción sobre los asuntos de determinado municipio o región.
Para ubicarnos históricamente en el tema, se puede afirmar sin temor a equivocarse que Colombia está en el intento de construir un sistema regido por las pautas del Estado de Derecho. Lo que tenemos ahora es un remedo, algo caricaturesco de Estado de Derecho.
En este momento Colombia enfrenta varias contradicciones sociales y políticas por encontrar una ruta civilizada que permita determinar su desarrollo. Empero, cuenta con varias lecciones que le han dejado su tortuoso pretérito que, infortunadamente, no ha sido capaz aún de corregir. Ese es su reto, pues en la medida en que corrija los yerros del pasado, y los diferentes actores del conflicto armado colombiano asuman conductas de tolerancia y de respeto por las diferencias del otro, así como haya concesiones y se busque por la vía del consenso nuevos derroteros de organización política y económica, comenzará a florecer no solamente un nuevo país sino que se empezarán a darse los elementos para que tenga sentido y validez el Estado de Derecho.
Por lo tanto se hace necesario echar una mirada sobre lo que ha sido el lastre histórico de Colombia que no ha permitido consolidar su frágil y casi inexistente democracia.
Una de las primeras reflexiones que se pueden sacar al revisar la intrincada historia colombiana es que, en gran medida, la inexistencia de Estado de Derecho en este país se debe a un problema cultural y, por ende, sociológico dado su fraccionamiento social que no ha permitido enfrentar oportunamente sus problemas y, por el contrario, ha pospuesto demasiado tiempo la reflexión sobre su destino.
La imposición y las vías de hecho han sido factores determinantes, con demasiada frecuencia en el proceso republicano de Colombia. La excepción ha sido que se respeten las reglas de juego para imponer un proyecto político de alcance nacional. Se puede establecer que casi nunca se ha jugado limpio y que no siempre se ha respetado el orden legal existente. A ello hay que agregarle que la clase dirigente ha tenido al Estado como un botín para sacar el máximo provecho de él, pero jamás ha pensado en el bien común. Por eso es que desde la época de la Independencia se ha frustrado en forma sistemática la posibilidad de romper con los viejos esquemas coloniales.
No hubo desde el comienzo de nuestra vida republicana la solidez de un liderazgo que nos encauzara o nos impusiera una escala de valores y un modelo respecto de nuestros deberes para construir una patria medianamente justa para impedir que Colombia fuera un país donde se aniden las injusticias, las atrocidades y los cinismos.
En este país no hay sentido de Estado, por cuanto que las grandes mayorías de colombianos no tienen nada que agradecerle a la organización institucional porque en vez de ser instrumento para «defender vida, honra y bienes» de los ciudadanos, en muchas ocasiones se convierte en instrumento de violencia y en violador de los derechos fundamentales.
Desde los albores de la República y hasta la mitad del siglo XX la sociedad colombiana pese a sus grandes contradicciones se dejó influenciar por decisivos factores de poder como la Iglesia Católica que en forma nefasta intervino en la educación y en el proceso de culturización del país.
Como consecuencia de esa falta de identidad cultural y de ese fraccionamiento social, Colombia ha transitado su proceso histórico en medio de la guerra civil no declarada. Durante el siglo XIX se instalaban y se derrocaban presidentes gracias al conflicto armado y del mismo modo se imponían constituciones a la medida del líder militar o político de turno.
Así los colombianos entramos al siglo XX, pero la guerra llegó a tal degradación que el conflicto bélico de mediados de esta centuria que se conoce con el apelativo de la Violencia con mayúscula, se configuró como un enfrentamiento con amplios ribetes de fanatismo porque estaban en pugna dos sectas partidistas: la conservadora y la liberal.
Lo triste de esta etapa de confrontación partidista de los años cincuenta es que, como lo afirma el escritor William Ospina en su ensayo «Colombia: el proyecto nacional y la franja amarilla», fue protagonizada por liberales pobres y conservadores pobres, mientras los poderosos de ambos partidos aprovechándose de su ignorancia los azuzaban y los financiaban no por una causa altruista sino para aprovecharse del botín del Estado. Para tal objetivo no importaba usar la fuerza de manera dramática sacrificando la vida de sus propios siervos, que nunca cayeron en cuenta de que simplemente eran utilizados por sus jefes y patrones.
En medio de una guerra no declarada que asolaba a pueblos y ciudades sobrevino el magnicidio del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, sin lugar a dudas la fecha más aciaga de la historia colombiana del siglo pasado no sólo porque ese día se rompió definitivamente el endeble hilo conductor del orden social, sino porque vino a confirmar de modo dramático, y si se quiere dantesco, la magnitud de la descomposición y fractura de ese tejido social del país.
Entre 1946 y 1965 Colombia se vio sumida en una orgía de sangre que marcó la desventura de su destino. Pero lo más criticable y asombroso aún es que la clase dirigente que precipitó al país a ese horror sea la misma que continúa ostentando el poder. No es necesario, entonces, desgastarse en disquisiciones para demostrar el fracaso del bipartidismo y de la elite gobernante, pues solamente es preciso mirar cuál es el país que nos legaron y ver el país que tenemos.
De esta manera entramos al nefasto experimento del Frente Nacional, otro de esos «inventos jurídicos» de nuestra clase dirigente que trajo consigo los mayores males para la sociedad colombiana de comienzos del siglo XXI. Males que sumados a los que esta Nación traía acumulados desde la Independencia nos dio como resultado un país hundido en la desolación, la impotencia y la desesperanza, como el que tenemos ante los ojos del mundo.
El sistema del Frente Nacional surgió como mecanismo para deponer en mayo de 1957 al dictador militar Gustavo Rojas Pinilla, quien había derrocado al régimen conservador fascista encabezado por el presidente Laureano Gómez Castro el 13 de junio de 1953.
La dirigencia liberal-conservadora viéndose desplazada por el régimen militar de Rojas se ingenió la manera de «tumbarlo» y bajo el pretexto de la conciliación entre los partidos que históricamente se habían enfrentado en forma violenta convino en alternarse el poder por espacio de 16 años, entre 1958 y 1974. Pero no solamente el partido liberal y el partido conservador se turnaron exclusivamente la Presidencia de la República sino que, además, se repartió milimétricamente la burocracia entre militantes de estas dos colectividades. En consecuencia, quienes no pertenecían a una de estas banderías políticas se les negaba el derecho de ingresar a los distintos órganos y ramas del Estado, así como no podían postularse a ningún cargo de elección popular, proscribiendo toda posibilidad contradicción, privilegiando de esta manera el unanimismo.
Como el Frente Nacional cerró todo intento de oposición legal, tal como ocurre en las peores dictaduras, surgió la oposición ilegal que se sustenta en el uso de las armas, la cual ha crecido hasta tal punto que se ha adueñado de más de la mitad del país y a la que los Presidentes de la República deben hacer concesiones de todo tipo a ver si se digna entrar en negociaciones de paz.
Pero es el mismo Estado colombiano corrupto e ineficaz el que, paradójicamente, ha forzado a muchos campesinos a integrar los movimientos insurgentes porque no ven posibilidades de futuro dentro de una sociedad a todas luces injusta que debería posibilitar su desarrollo como individuos en condiciones de igualdad. Por lo menos en la subversión tienen presente y pueden sobrevivir al día – día en un país donde sólo queda rincón para la desesperanza y la muerte.
El sistema paritario del Frente Nacional cerró, igualmente, el acceso a la riqueza a las clases medias, impulsándolas a estas a abrirse campo económicamente acudiendo a actividades ilícitas como el contrabando y el narcotráfico. Es el Estado, también en este caso, que cierra las posibilidades económicas a sus capas sociales más desfavorecidas, las cuales no pueden desarrollarse dentro del marco de la democracia económica y para sobrevivir se ven abocadas a buscar su supervivencia por la vía de la ilegalidad.
Definitivamente el Frente Nacional engangrenó el de por sí incipiente sistema político del país no solamente porque prohibió la oposición legal, acabó con el marco de la democracia económica y gobernó para la elite plutocrática del país, sino porque convirtió al Estado en un nido de corrupción y en una madriguera de saqueadores de los bienes públicos, amparados por un bipartidismo liberal-conservador que no admitía fiscalización alguna.
Terminado el experimento aciago del frentenacionalismo, Colombia siguió gobernada mediante régimen de Estado de Sitio (estado de guerra), con lo que ello implica para la institucionalidad del país, pues según coinciden los tratadistas este estado de excepción si bien está contemplado en la Constitución se puede semejar a un régimen marcial. Pero, además, durante el gobierno del presidente Julio César Turbay Ayala (1978-1982) se aumentaron aún más las atribuciones del ejecutivo para manejar el orden público con el llamado Estatuto de Seguridad que era un conjunto de normas draconianas que permitían al gobierno en sus niveles nacional, departamental y municipal procesar e imponer las penas, pasando por alto el poder judicial.
En medio de esa erosión institucional se llegó a la Constituyente de 1991 que se mostró como el elíxir a las dolencias nacionales y por eso no importó saltarse el ordenamiento constitucional vigente.
Sin embargo pocos años después de haberse promulgado la nueva Carta Política, el Estado en Colombia sigue amenazado por múltiples factores como la guerrilla, el narcotráfico, el paramilitarismo, la delincuencia organizada, la corrupción, la concentración de la riqueza y del poder y aunque si bien es cierto en este país hay elecciones y libertad de prensa eso no quiere decir que haya democracia y, por ende, impere el Estado de Derecho. No, lo que ocurre en Colombia es que en medio de una guerra no declarada se busca por las partes en conflicto una redistribución pactada del poder político, económico, social y regional, donde las elites locales cedan posiciones reales porque no hay otra alternativa para empezar a construir un concepto de Nación.
Pero para llegar a esa redistribución pactada del poder, sin cometer los pecados del Frente Nacional que lo monopolizó en reducidísimos grupos, el país debe recorrer un buen trecho en medio de la confrontación armada y aún es incierto si una negociación entre el establecimiento y las fuerzas insurgentes llegue a puerto seguro.
Por todo lo anterior no es posible hablar de Estado de Derecho en Colombia, habida cuenta que desde que nació la República lo único que ha habido es exclusión y toma del poder mediante la triquiñuela y los sistemas fraudulentos.
Además el llamado establecimiento que ha manejado el poder no ha sido capaz de imponer un proyecto político nacional coherente y de largo aliento, sino que ha gobernado fraccionado en gran parte por su mezquindad de querer aprovecharse de todo el botín para sí. Y cuando ha llegado a consensos, caso Frente Nacional, es porque esa elite ha visto que peligran sus intereses.
Desde antes de la Constitución de 1863, pasando por la de 1886 para llegar a la de 1991, Colombia se ha caracterizado por ser un país con disfraz de democracia y un modelo caricaturesco de Estado de Derecho. La democracia y el Estado de Derecho en este país son meramente conceptos virtuales y la realidad demuestra que en estas materias prácticamente todo está por construirse.
Colombia inicia el tercer milenio en forma muy similar a como comenzó el siglo XX. En medio de la guerra llamada de los Mil Días y bajo un gobierno de ultraderecha el país recibió el amanecer del año 1900 y terminó la centuria bajo los rigores de un conflicto irregular que si bien no divide a la Nación pero la tiene sumida en el horror y la desesperanza, dirigida, así mismo, por un mandatario con tintes autoritarios.
Pero la postración del país en sus instituciones y, por ende, en su desarrollo político, económico, social y cultural se debe en gran parte a que los colombianos no han podido superar los lastres del pasado a los que hay que agregar los nuevos fenómenos y contradicciones al interior de la sociedad.
El conflicto armado que vive Colombia tiene razones históricas y sociológicas que hacen que sus características se diferencien de las que han enfrentado el resto de países del continente latinoamericano.
La primera razón es de carácter histórico y tiene que ver con el hecho de que la guerrilla colombiana a diferencia de los otros países de este continente no fue exclusivamente una reacción inspirada por la revolución cubana, sino que su origen es más profundo y se remonta a la situación de violencia vivida a mediados del siglo XX por la confrontación entre liberales y conservadores, la cual, igualmente, puede considerarse como la prolongación de las guerras sangrientas que a lo largo del siglo XIX enfrentaron estos bandos partidistas.
La represión y el monopolio absoluto del poder por parte del bipartidismo impidieron desarrollar un proceso democrático en Colombia, por lo cual irrumpió la oposición armada que vio en esta vía un mecanismo válido para presionar y hacerse escuchar.
Una segunda razón que explica el alcance que ha logrado la guerrilla en cuatro décadas de lucha armada que tiene al país en una encrucijada, es su estrategia de alguna manera exitosa para desarrollar su proyecto político y militar, lo que le ha permitido la toma sistemática y progresiva de más de 500 municipios colombianos, en los cuales la subversión gobierna o cogobierna gracias a su gran poder de intimidación.
Otro elemento importante que ha contribuido a la desarticulación del Estado colombiano es el narcotráfico que con el fenómeno de la guerrilla han terminado constituyendo un binomio. Binomio que en forma permanente pone en riesgo la fragilidad institucional de Colombia. A ello hay que añadirle la expansión de los grupos de autodefensa o paramilitares que, ante la debilidad del Estado, buscan sustituirlo para enfrentar a la subversión, escalando como es obvio, cada día más el conflicto, en una guerra feroz por «conquistar» y someter el mayor número de regiones del país. Lo que está en juego, pues, es el dominio territorial de las diferentes zonas geográficas colombianas por parte de la guerrilla o de los paramilitares.
Y, finalmente, otra razón de la profunda crisis de este país obedece a la debilidad y corrupción del propio Estado que no ha tenido estrategia alguna para enfrentar con decisión los distintos fenómenos de una sociedad en permanente ebullición como es la colombiana.
Desde la década de los 80, cada Presidente llega con un nuevo plan de paz en el bolsillo que la guerrilla consiente de su poder, desdeña y termina burlándose del gobierno de turno.
Con una situación de esta magnitud muy difícilmente se puede concebir una organización de Estado en Colombia, pues las cifras son contundentes: según la edición de la prestigiosa revista norteamericana Time de septiembre de 1998, la insurgencia domina «casi la cuarta parte de la población colombiana y su territorio abarca un tercio del país de sus 1025 municipios. Colombia corre el peligro de acabar dividida en tres partes con fronteras delimitadas por sus montañas geográficas. Las guerrillas marxistas dominan en el sur, el Gobierno controla la zona central y los grandes centros urbanos. Mientras los grupos paramilitares conocidos como Unión de Autodefensas de Colombia de extrema derecha y apoyados por el ejército, han tomado gran parte del norte».
Pero el análisis de este artículo es concluyente cuando sostiene que el gobierno colombiano al tratar de negociar con los más de veinte mil guerrilleros (entre Farc y ELN) «se enfrenta a un gobierno rival de facto, al que las débiles fuerzas armadas no pueden controlar».
Lo que existe en Colombia es un país con una organización estatal virtual, pues no hay nación como tal y el concepto de Estado apenas subsiste para quienes habitan los centros urbanos más importantes. La situación en tal sentido es dramática: hace mucho tiempo que el mal llamado Estado colombiano perdió el monopolio de la fuerza; el tejido social se halla desintegrado por cuanto que la guerra interna ha dejado más de un millón y medio de desplazados por la violencia que se encuentran al abandono de su suerte; el debilitamiento de los mecanismos de justicia es alarmante, pues casi el 98 por ciento de los delitos quedan en la impunidad.
A lo anterior se suma el fraccionamiento de la elite gobernante, más conocida con el apelativo de establecimiento que muy similar a los inicios de la República, sigue dividida por sus ambiciones de poder.
Una redistribución negociada del poder con los movimientos insurgentes puede contribuir a iniciar un proceso democrático que permita construir en Colombia un Estado de Derecho, donde la oposición política civilizada sea posible y se puedan dirimir las diferencias y las controversias políticas por medios institucionales respetando las reglas de juego y el orden jurídico vigentes.
Sin embargo no se puede vislumbrar una negociación de redistribución del poder y de construcción de un nuevo Estado a mediano plazo por las múltiples circunstancias adversas que rodean un proceso como éste.
Lo cierto es que distintos gobiernos se han visto abocados a negociar políticamente y en vano con la subversión, porque no fueron capaces de construir un país; y como se llegó al fondo de la crisis, se han visto obligados a ceder y a intentar a un costo muy alto legitimar el modelo de Estado que se ha contemplado en las distintas Constituciones que ha tenido Colombia; las cuales, infortunadamente, no han pasado de ser letra muerta y por eso las consecuencias nefastas están a la vista.
Luego de este deshilvanado análisis se puede colegir que en Colombia lo que se ha pretendido mostrar como «Estado de Derecho» se ha montado sobre la presunción de la ilegalidad que desde luego conlleva la presunción de corrupción en el manejo del Estado.
La intrincada historia colombiana nos muestra que el Derecho y las leyes no han sido instrumentos que garanticen la igualdad, los derechos de los ciudadanos y la libertad, sino que, por el contrario, han sido mecanismos de dominación para la preservación de privilegios.
Lo anterior lo demuestra el hecho de que, según Juan Manuel López Caballero, «los gobernantes no ven la Constitución como un orden superior al cual deben estar sometidos, sino como un instrumento de gobierno susceptible de manipulaciones hábiles para alcanzar los objetivos requeridos».
La manipulación de la ley y con ella la ilegalidad han servido para la redistribución política y económica de quienes han manejado y manejan el Estado. Por eso es que han surgido fenómenos como la oposición armada, el narcotráfico, el paramilitarismo que constituyen expresiones claras de una realidad política al margen del derecho constitucional del sufragio y al margen del monopolio de la fuerza por parte del Estado.
Esto es un síntoma significativo de que la precaria legitimidad que aún conservan los partidos tradicionales y con ellos el caricaturesco Estado colombiano se derive de su capacidad de movilizar unas votaciones que aparentemente refrendan su representatividad, cuando para la obtención de los sufragios se recurre a prácticas que con frecuencia están por fuera de la ley. Para nadie es extraño en un país como Colombia la existencia de prácticas como el fraude electoral, la compra de votos, el clientelismo, la utilización de auxilios parlamentarios para la financiación del proselitismo político. Algo así como que la legitimidad del poder se deriva de la burla de la legalidad que ese mismo poder defiende.
En Colombia cínicamente se ha querido vender la idea y se ha convertido en lugar común decir que pese a los embates de la subversión, del narcotráfico o de los paramilitares no se ha logrado poner en jaque a las instituciones y que el Estado ha logrado salvaguardarlas, cuando la realidad es abismalmente distinta puesto que mientras para los que afirman que la dignidad del Estado sigue imperturbable, la sociedad se desmorona, el descontento crece y las injusticias se incrementan.
Lo que sucede es que en este país el funcionamiento del Estado y de su aparente legalidad se sucede al margen del comportamiento de la sociedad.
¿Pero por qué esta situación casi ancestral? No hay duda, el problema institucional de Colombia que no ha logrado superar los lastres del pasado, es de índole cultural. Si se da un vistazo a nuestros orígenes como República, se podrá observar cómo durante la campaña de la Independencia se fusiló a la gente más distinguida del Nuevo Reino de Granada, lo cual produjo al país un daño enorme, porque siendo pocas las personas que sabían leer y escribir, que tenían conocimientos avanzados y que poseían capacidad de organización, esa guerra las exterminó y sin esa elite nos quedamos con un material humano que difícilmente manejaban situaciones. El fusilamiento del sabio Caldas, por ejemplo, constituyó una catástrofe como episodio cultural, tanto que existe una placa en Madrid, en la que España pide perdón por haberlo sacrificado. Estos episodios de violencia son probablemente los que determinaron un estilo en manejo del gobierno.
Además la violencia desde ese entonces tiene la característica de ser una lucha por el poder y por sobre todo las guerras civiles nunca han tenido en Colombia una reivindicación social. Y en ninguna de las confrontaciones armadas ganaron los de arriba o los de abajo, siempre ganó el establecimiento. Ese establecimiento quedó dominado por los ricos minoritarios sobre unos pobres mayoritarios.
El proceso histórico colombiano es un lastre que el país no ha podido superar, por eso en alguna oportunidad Nelson Mandela señaló que «la experiencia enseña que las naciones que no enfrentan el pasado se ven atormentadas por él por generaciones».
Y es precisamente el hecho de no haber podido enfrentar objetivamente los problemas que se fueron acumulando del pasado que Colombia no solamente está sumida en una crisis institucional y de valores sino, que además, se ha constituido en un país problema para la región latinoamericana.
Este país comienza el siglo XXI sin haber superado gran parte de los yerros del siglo XX. Lo cual ha conducido a que prácticamente el Estado esté en vías de extinción. Su principal función, la de servir de mecanismo para resolver los conflictos e impartir pronta justicia es ya más declarativa que real. El ablandamiento producido por unas leyes transaccionales en gran medida ha sido un factor de violencia. El régimen jurídico en apariencia es respetado por todo el mundo y, al mismo tiempo, irrespetado por todos, en un balance de actitudes rígidas y blandas que nos conduce a algo muy grave que es la impunidad.
Frente a la creciente impunidad y la poca confianza y credibilidad que ofrece el aparato judicial, la justicia se ha privatizado ya porque se acude a tribunales particulares de arbitramento o ya porque se acuden a las vías de hecho para hacer justicia por propia mano.
Ahora bien, de la evolución política de este país se puede concluir también que Colombia aún no ha madurado como Nación, ya que su proceso republicano es prácticamente nuevo, pues no alcanza los 200 años de haberse emancipado de España. Y al fin de cuentas es un país sin un gran legado histórico.
Los países europeos, por ejemplo, para haber llegado donde están no solamente tienen un portentoso pasado histórico, sino que, además, han enfrentado múltiples guerras internas y diversos conflictos entre ellos. Solamente en el siglo XX protagonizaron dos guerras mundiales y una nación como España fue víctima de la llamada guerra civil que dejó alrededor de un millón de muertos.
Infortunadamente el postulado marxista según el cual «la violencia es la partera de la historia» cobra vigencia en la realidad colombiana y es posible que para alcanzar la convivencia ciudadana y con ella la organización de un Estado de Derecho real y no virtual ni aparente como ocurre en la actualidad, los colombianos debamos recorrer otro trecho en medio de la angustia y la desesperanza que dejan los muertos.
Si bien no es fácil advertir una luz al final del túnel respecto del futuro colombiano, ello no quiere decir que para superar la desinstitucionalización y el alto grado de violencia como consecuencia del conflicto armado interno, la sociedad y sus gobernantes adopten una actitud pasiva frente a su realidad. Por el contrario es urgente reinventar una nueva organización estatal.
Lo que Colombia requiere para enfrentar su crisis de injusticia social y violencia generalizada es una pedagogía de los valores, porque en el fondo su problema es de tipo cultural. Por lo tanto es necesario volver a recuperar los sentidos, los elementos esenciales de la convivencia, en primer término, el respeto por la vida humana. Porque en este país se ha perdido la noción entre el bien y el mal y eso se puede observar casi a diario. Cuando asesinan a un niño, por ejemplo, la preocupación es si el delito lo cometieron los narcotraficantes o los guerrilleros y no la muerte misma del infante, que es la pérdida del concepto básico de la vida, al fin y al cabo allí reside la estructura de la paz.
Esa pedagogía de los valores supone la construcción de un nuevo país, mediante la construcción de sociedad en la que opere un cambio de mentalidad y adquiera una mayor identidad nacional y cultural. Para ello es necesario que la actual sociedad, enferma y sumida en una crisis de valores adquiera una conciencia clara de lo que quiere, de a dónde quiere llegar y cómo lograrlo. Esto por supuesto no se conseguirá de un día para otro, habida cuenta que es todo un proceso que demorará años porque para que haya un cambio de mentalidad se debe propender por un mayor grado de democratización del poder político y económico y con ello mayor igualdad de oportunidades.
Lo que la nueva sociedad colombiana tiene que buscar es la preeminencia de aquellos valores éticos y principios ciudadanos que deben ser acatados por todos sus miembros en el marco de un verdadero Estado de Derecho. Ante la profundidad de la crisis de la sociedad colombiana, esos valores rectores en toda la geografía nacional son, fundamentalmente, tres: el derecho a la vida bajo cualquier circunstancia, la aplicación de la justicia en derecho como responsabilidad indelegable del Estado, y el monopolio de la fuerza a cargo del mismo Estado para la preservación de la ley.
Cuando se haya reconstruido el tejido social se podrá empezar a hablar de democracia y de un proyecto de Nación que permita construir un real Estado de Derecho, entonces esa pedagogía de los valores tendrá plena vigencia porque operará un nuevo estilo de vida en el hogar, en la escuela, en el colegio, en la universidad, en el sitio de trabajo, cuyos principios se infundirán a través del ejemplo de los ciudadanos.
Sólo cuando se produzca un cambio de estructuras en la erosionada organización social colombiana se podrá volver por el rescate de la tabla de valores que se ha refundido y en ese escenario se alcanzará la paz y la convivencia ciudadana. En ese momento es posible pensar en erigir un Estado Social de Derecho como concepto de organización garantista de un país que ha encontrado su proyecto de Nación y su destino. Y será en ese escenario si se quiere iluso, hipotético, quijotesco o utópico, cuando Colombia tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra como en la crónica novelada del Nóbel de Aracataca.