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Los muros y la zona fronteriza global

Fuentes: Rebelión

Echando un vistazo a la actual coyuntura mundial en seguida nos damos cuenta que cada vez son más las personas que viven en la zona fronteriza global, un espacio sin derechos ni posibilidades de futuro para desarrollar una vida plena, son como tan acertadamente describe Zygmunt Bauman en su libro «Vidas desperdiciadas», los «residuos humanos», […]

Echando un vistazo a la actual coyuntura mundial en seguida nos damos cuenta que cada vez son más las personas que viven en la zona fronteriza global, un espacio sin derechos ni posibilidades de futuro para desarrollar una vida plena, son como tan acertadamente describe Zygmunt Bauman en su libro «Vidas desperdiciadas», los «residuos humanos», es decir, las poblaciones «superfluas de emigrantes, refugiados y demás parias». Son, si queremos decirlo de otra forma, los fallos del sistema.

Seguramente es la población palestina en general y según los últimos acontecimientos, la encerrada en el campo de refugiados de Nahr al-Bared en el Líbano en particular, una de las que mejor expresa esa condición de residuos humanos. Hacinados en un ghetto de un país que no es el suyo, no sólo sufren la pobreza, el desempleo, la falta de condiciones sanitarias, y la amargura de saber que su país y sus casas han sido ocupadas por un estado genocida (Israel), sino que además les toca también ser víctimas de un fuego cruzado y un asedio al más puro estilo medieval.

Tampoco se vive mucho mejor en los campamentos ya estables y asentamientos más clandestinos e itinerantes que rodean la valla de Ceuta o en los centros de internamiento que salpican la larga frontera estadounidense con México. A todos estos les queda al menos el sueño o la esperanza de ser explotados por algún empresario de bien, siempre que sobrevivan a la más que probable muerte en el desierto o en las aguas del estrecho.

Hoy, el mundo «civilizado» edifica muros para protegerse del terrorismo, de la inmigración incontrolada o de la delincuencia, y en sus márgenes, a la sombra del hormigón crece ya una nueva humanidad condenada a vivir sin futuro. Ni siquiera vale el término de «refugiado» para caracterizar esta forma de vida, de hecho para millones de personas su mayor aspiración es lograr el estatus de refugiado para que, al menos, se le reconozca algún derecho. Tiene gracia que ACNUR se felicite sobre la reducción del número de refugiados en el mundo lograda en los últimos años. La realidad, por el contrario, es que ese número no deja de crecer, porque lo que no cuentan es que en vez de ampliar el concepto de refugiado para incluir las nuevas formas que generan desplazamientos masivos de población (ocupaciones de países, inversiones de multinacionales enérgeticas, desertificación de amplias zonas por el expolio o el monocultivo, o el cambio climático…), lo han reducido para tener un número gestionable (cerca de 20 millones) de parias de primera clase.

Hace poco nos recordaba Santiago Alba en unas charlas organizadas por Komite Internazionalistak en Bilbao, que la peor pesadilla de un turista es la de perder su pasaporte (por eso es lo que en un viaje se guarda con mayor celo). Si lo hace, se convierte automáticamente en «ciudadano del mundo», es decir, en un residuo humano sin derechos ni capacidad de volar y con ello, salir de la zona fronteriza global en la que se encuentre y volver al espacio protegido y vigilado de su Estado fortaleza (Europa occidental o Estados Unidos). Por mucho que se empeñen los respetables intelectuales y académicos de izquierdas occidentales, y por mucho que les guste recurrir a la retórica de la ciudadanía global como garante de los derechos humanos universales, lo único que de facto garantiza dichos derechos en el mundo en el que vivimos es el hecho de tener un pasaporte con un escudo de un Estado lo suficientemente potente desde el punto de vista económico, y sobre todo militar, como para amenazar con ataques preventivos o bloqueos económicos a otros estados y, por lo tanto, proteger a su ciudadanos (para eso y para atar buenos negocios aprovechando las ventajas competitivas de los bajos costes de producción sirven las embajadas).

Los países pertenecientes a la zona fronteriza global que, dicho sea de paso, engloban aproximadamente algo más de las tres cuartas partes de la humanidad -unas 4500 millones de personas-, no pueden garantizar los derechos humanos más básicos de sus ciudadanos y para éstos, su pasaporte es un incordio, un papel del que se deshacen apropósito cuando deciden comenzar la desesperada aventura de pasar al otro lado. Esa es la tragedia de la inmigración ilegal: es mejor viajar sin identidad ni lugar de origen para dificultar los trámites de la repatriación, lo más efectivo para ser explotado en el paraíso es, así de sencillo, no ser nadie.

Ni que decir tiene de que lado se quedó la dignidad, por eso un grupo de personas conscientes y preocupadas por esta realidad partirán a finales de julio desde Gasteiz hasta Ceuta con el objetivo de denunciar los muros impuestos por el sistema, pero sobre todo, con la intención de establecer redes de solidaridad y colaboración efectiva entre personas y colectivos que simplemente sueñen con otro mundo posible (sin muros ni zonas fronterizas).