Cada vez queda más clara -para los que quieren ver la verdad- la naturaleza del gobierno que preside el multimillonario Sebastián Piñera Echenique. Se trata de un régimen oligárquico en que están asociados los negocios y la política, blindados por las fuerzas armadas y los grandes medios de comunicación. Son los mismos sectores que apoyaron […]
Cada vez queda más clara -para los que quieren ver la verdad- la naturaleza del gobierno que preside el multimillonario Sebastián Piñera Echenique. Se trata de un régimen oligárquico en que están asociados los negocios y la política, blindados por las fuerzas armadas y los grandes medios de comunicación. Son los mismos sectores que apoyaron el golpe de Estado de 1973 y que formaron la base de apoyo de la tiranía. Han retornado al gobierno legitimados por el voto popular gracias a las debilidades y errores de la Concertación y a la ausencia de una alternativa de Izquierda. Su objetivo es llevar el neoliberalismo a un punto de no retorno, implementando en Chile una ortodoxa economía de mercado que termine de privatizar las empresas públicas y de convertir al Estado en una caricatura de la empresa privada. El sector que conduce esta alianza es una vanguardia audaz del empresariado globalizado que surgió bajo la dictadura. El mecanismo de dominación que ayer fue el terrorismo de Estado, hoy es el neoliberalismo. Su camino hacia el poder total fue preparado por los gobiernos de la Concertación que se hicieron sumisos servidores de un capitalismo desenfrenado.
Sin embargo, al acometer la tarea de gobernar directamente, sin la intermediación que hasta ayer le brindaban los políticos profesionales, cuadros administrativos y tecnócratas de la Concertación, la oligarquía está mostrando una torpeza de paquidermo. Esto le impide esquivar los obstáculos que generan la estrecha vinculación de los negocios con la política y, sobre todo, las normas de una administración del Estado concebida teóricamente para delimitar esos campos.
Así, los llamados «conflictos de intereses» se han convertido en permanente centro de atención pública durante los primeros cuarenta días del gobierno de Piñera. El mismo presidente -aferrado a sus negocios- se ha colocado en el centro de una controversia que daña profundamente la credibilidad del equipo de gobierno. Los conflictos de intereses, la antinomia insuperable entre el afán de lucro que guía a los empresarios y la protección del bien común que corresponde a los estadistas y funcionarios del Estado, afectan incluso a los programas de reconstrucción de las regiones azotadas por el terremoto y tsunami del 27 de febrero. ¿No tratarán, por ejemplo, los grandes empresarios de hacer negocios adicionales con el pretexto de atender al esfuerzo que demanda levantar las ciudades y pueblos destruidos? ¿Es normal que el gobierno, sin mayor trámite, haya dotado de posiciones privilegiadas a las grandes cadenas ferreteras internacionales Sodimac, Easy y Homecenter, a las cuales el sector público debe comprar los elementos de construcción para escuelas, hospitales y viviendas de los miles de damnificados?
El problema que crea el contubernio entre negocios y políticas públicas va mucho más allá de las denuncias que hoy cruzan el escenario político. Incluso supera largamente el pésimo chiste del presidente Piñera en Argentina, cuando declaró que «sólo los muertos y los santos no tienen conflictos de interés». Eso es cierto, pero lo grave -y que escapa a las débiles vallas que la ética opone al cinismo mercantil- es que los vivos, sobre todo los frescos, sí tienen conflictos de intereses cuando simultáneamente administran el Estado y fortunas personales.
Al presidente de la República -y a sus principales colaboradores- los conflictos de intereses parecen tenerlos sin cuidado. No sólo por una impresionante lasitud moral sino también porque las leyes vigentes les importan un rábano. No debería ser así, ya que antes de ser candidato presidencial Piñera tuvo que pagar una elevada multa por uso de información privilegiada en una «pasada» bursátil que le permitió ganar millones. Ahora, como presidente de la República, nadie podría multarlo porque él mismo designa a los encargados de «controlarlo». Así ha sucedido con la parsimoniosa e interminable venta de acciones de LAN -que sigue siendo turbia en cuanto al pago de impuestos- que le ha permitido incrementar su patrimonio.
No es de extrañar, porque la trayectoria de Piñera en los negocios es nebulosa. No se sabe con exactitud cómo ni cuándo se hizo rico. Se acaba de publicar la declaración de su patrimonio, en que aparece sólo una ínfima parte de una fortuna que supera los 2 mil millones de dólares. Los episodios del Banco de Talca y de las tarjetas de crédito Bancard, todavía no se aclaran suficientemente. Ahora mismo sigue pendiente la solemne promesa de deshacerse del canal Chilevisión. Entretanto, como presidente de la República influye en el mercado televisivo mediante la designación del máximo ejecutivo del canal del Estado y, de llapa, debe designar a varios miembros del Consejo Nacional de Televisión e implementar medidas para el funcionamiento de la TV digital.
Las sombras de la duda y las sospechas se acumulan en torno al mandatario y sus colaboradores.
Los empresarios designados ministros, subsecretarios, jefes de servicios, intendentes, gobernadores, etc., no tienen remilgos en seguir promoviendo sus caudales. En algunos casos, los más estruendosos, estos nombramientos han tenido que anularse para apagar escándalos. Pero hay otros que siguen tan campantes, como el subsecretario de Chiledeportes, Gabriel Ruiz-Tagle, latifundista y poderoso industrial del papel, socio de Piñera en Blanco y Negro, la empresa que controla el club Colo Colo que se verá beneficiada con medidas que favorecen a los clubes grandes en los dineros del canal televisivo de fútbol.
Partiendo por admitir que el 99,9% de los funcionarios y parlamentarios del gobierno apoyaron a la dictadura militar, se han hecho reiterados los casos de pinochetistas designados como embajadores y en otros cargos de la administración. Un caso de relieve mayor ha sido el nombramiento como director de Gendarmería, servicio que atiende las cárceles del país, del general (r) de Carabineros, Iván Andrusco. Este oficial fue miembro de la tenebrosa Dicomcar y debió prestar declaraciones en el proceso por el asesinato de Manuel Guerrero, Santiago Nattino y José Manuel Parada, degollados por miembros de ese organismo terrorista. Piñera había prometido que ningún nombramiento recaería en uniformados en actividad o retiro, o civiles, involucrados en violaciones de los derechos humanos. La designación de Andrusco se intenta justificar diciendo que no fue condenado por los tribunales. Pero este no es un problema de fallos judiciales, sino de consideraciones éticas -y de sentido común-; más aún cuando en el proceso del caso degollados un carabinero declaró que Andrusco tomó parte en reuniones destinadas a planificar coartadas para frustrar la acción de la justicia. Tampoco es argumento que Andrusco ascendiera a general de Carabineros durante el gobierno del presidente Lagos. Nadie impugnó en ese momento el ascenso de Andrusco, ni siquiera las agrupaciones de familiares de víctimas de la dictadura, porque el antecedente que ahora ha aparecido era entonces ignorado.
Es un hecho que el maridaje de negocios y política, que debutó durante la dictadura militar con el saqueo de las empresas públicas, ha reaparecido en gloria y majestad. Proviniendo de un régimen siniestro, es inevitable que muchos ex colaboradores de la tiranía también cobren premios en el reparto burocrático. La denuncia sobre los conflictos de intereses, por lo tanto, así como la reaparición de agentes del terrorismo de Estado, deberá ser una obligación permanente de esa oposición firme y verdadera que debe constituirse cuanto antes. La tarea de reconstruir las regiones castigadas por el terremoto y maremoto del 27 de febrero, requiere sin duda un esfuerzo solidario nacional. Justamente por eso -para evitar que el sacrificio de la mayoría se vea apropiado en su beneficio por una minoría insaciable-, hay que fortalecer los movimientos sociales y políticos que defiendan los intereses del pueblo y que no se dejen sobornar por una oligarquía acostumbrada a corromper conciencias y a comprar complicidades.
«Punto Final», edición Nº 707, 16 de abril, 2010